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– No lo sé.

– ¿No lo Sabes?

– No sé la marca.

– ¡Por Dios!

El cristal que nos separa se comba para adaptarse a su ira. Reculo asombrada y sobrecogida.

– Creo que es un mago -le digo a Adam cuando se acerca y me rodea los hombros con un brazo.

– Me temo que sí -susurra-. Será mejor que vuelvas al coche.

Más tarde despierto en un bosque. El coche se ha parado y Adam no está. Zoey duerme tendida en el asiento trasero como una niña. Miro por la ventanilla, y la luz que se filtra a través de los árboles es mortecina y fantasmal. No sé si es de día o de noche. Me siento plenamente en paz cuando abro la puerta y salgo.

Hay montones de árboles, todos de diferentes clases, de hoja caduca y de hoja perenne. Hace tanto frío que debemos estar en Escocia.

Camino un rato tocando la corteza, saludando las hojas. Noto que tengo hambre de verdad, estoy famélica. Si aparece un oso, lo derribaré y le arrancaré la cabeza de un mordisco. Tal vez debería encender una fogata. Pondré trampas y cavaré agujeros, y el primer animal que aparezca por aquí acabará en un espetón. Construiré un refugio con ramas y hojas, y viviré aquí para siempre. No hay microondas ni pesticidas. No hay pijamas fosforescentes, ni relojes que brillan en la oscuridad. No hay televisión, ni nada hecho de plástico. No hay laca ni tinte para el pelo ni cigarrillos. La planta petroquímica está muy lejos. En este bosque estoy a salvo. Me río bajito. Es increíble que no se me haya ocurrido antes. Éste es el secreto que andaba buscando.

Entonces veo a Adam. Parece más pequeño y, de pronto, lejano.

– ¡He descubierto algo! -grito.

– ¿Qué estás haciendo? -Su voz suena queda y perfecta.

No respondo, porque es obvio y no quiero que quede como un estúpido. ¿Para qué otra cosa iba a recoger ramas, hojas y todo eso?

– ¡Baja! -ordena.

Pero el árbol me rodea con sus brazos y me suplica que no baje. Intento explicárselo a Adam, pero no estoy segura de que me oiga. Él se está quitando el abrigo. Empieza a trepar.

– ¡Baja! -grita. Tiene un aspecto muy religioso subiendo por las ramas, cada vez más arriba, como un bondadoso monje que acude a salvarme-. Tu padre me matará si te rompes algo. Por favor, Tessa, baja ya.

Está cerca; su rostro, reducido apenas a la luz de sus ojos. Me inclino para lamerle el frío. Su piel está salada.

– Por favor -dice.

No duele nada. Bajamos juntos navegando, impulsados por el viento. Abajo nos sentamos en un nido de hojas y Adam me acuna como un bebé.

– ¿Qué estabas haciendo? ¿Qué coño hacías ahí arriba?

– Recoger materiales para un refugio.

– Creo que tu amiga tenía razón. Ojalá no te hubiera dado tanto.

Pero él no me ha dado nada. Aparte de su nombre y la suciedad de sus uñas, apenas lo conozco. Me pregunto si puedo confiarle mi secreto.

– Voy a contarte algo. Pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, ¿de acuerdo?

Asiente, aunque no muy seguro. Me siento junto a él y me aseguro de que me está mirando antes de empezar. Luces y colores traspasan su cuerpo. Brilla tanto que veo sus huesos y el mundo que hay en sus ojos.

– Ya no estoy enferma. -Estoy tan emocionada que casi no puedo hablar-. Tengo que quedarme aquí en el bosque. Tengo que mantenerme alejada del mundo moderno y todos sus aparatos, y entonces no estaré enferma. Puedes quedarte aquí conmigo si quieres. Construiremos cosas, refugios y trampas. Cultivaremos hortalizas.

Adam tiene los ojos llenos de lágrimas. Verlo llorar es como que te arranquen de una montaña. -Tessa.

Hay un agujero en el cielo por encima de su hombre, y a través de él, el ruido estático de un satélite hace que me tiemblen los dientes. Luego desaparece y sólo queda un boquete vacío. Pongo un dedo en sus labios.

– No -le pido-. No digas nada.

Capítulo 15

– Estoy conectado. – Papá señala su portátil-. ¿Quieres hacer el favor de ir a dar vueltas a otra parte?

La luz del ordenador parpadea en sus gafas. Me siento en una silla delante de él -Eso también me molesta -dice sin levantar la vista.

– ¿Qué me siente aquí?

– No.

– ¿Qué dé golpecitos en la mesa?

– Escucha, aquí dice que un médico ha desarrollado un sistema llamado respiración de huesos. ¿Habías oído hablar de eso?

No.

– Has de imaginar que tu respiración es un color cálido, luego respiras a través del pie izquierdo, subiendo por la pierna hasta la cadera, y expulsas el aire de la misma forma. Se hace siete veces y luego se repite con la pierna derecha. ¿Quieres probarlo?

– No.

Se quita las gafas y me mira.

– Ya no llueve. ¿Por qué no coges una manta y te sientas en el jardín? Ya te llamaré cuando llegue la enfermera.

– No quiero.

Suspira, vuelve a ponerse las gafas y a concentrarse en el ordenador. Lo odio. Sé que me mira cuando salgo de la habitación. Oigo su pequeño suspiro de alivio.

Las puertas de los dormitorios están cerradas, así que el recibidor está oscuro. Subo las escaleras a cuatro patas, me siento en lo alto y miro hacia abajo. Hay movimiento en la penumbra. A lo mejor empiezo a ver cosas que otras personas no pueden ver. Como los átomos. Bajo dando botes con el culo y vuelvo a subir en cuatro patas, y disfruto notando cómo se hunde la alfombra al hincar las rodillas. Hay trece escalones. Cada vez que los cuento me sale lo mismo.

Me acurruco al pie de la escalera. Aquí es donde se sienta la gata cuando quiere que tropecemos con ella. Siempre he querido ser gato. Cariñoso y domesticado cuando le apetece, salvaje cuando no.

Suena el timbre de la puerta. Me acurruco más aún.

Papá sale al recibidor.

– ¡Tessa!- llama al verme-. ¡Por el amor de Dios!

La enfermera de hoy es nueva. Lleva una falda escocesa y es robusta como un armario. Papá parece decepcionado.

– Ésta es Tessa. -Y señala el sitio donde estoy acurrucada.

La enfermera se sorprende.

– ¿Se ha caído?

– No; hace casi dos semanas que se niega a salir de casa, y se está volviendo loca.

Ella se acerca y me mira. Sus pechos son enormes y se balancean cuando alarga la mano para levantarme del suelo. Tiene la mano grande como una raqueta de tenis.

– Me llamo Philipa -dice, como si eso lo explicara todo.

Me lleva al salón, me ayuda a sentar y hace lo propio justo delante de mí.

– Bueno, ¿no te encuentras muy bien hoy?

– ¿Se encontraría bien usted?

Papá me lanza una mirada de advertencia. Me da igual.

– ¿Náuseas o dificultad para respirar?

– Estoy tomando antieméticos. ¿Se ha leído mi historial?

– Discúlpela -interviene mi papá-. Últimamente ha tenido dolor en las piernas, nada más. La enfermera que la vio la semana pasada dijo que iba bien. Sian, creo que se llamaba Sian. Ella sabe que medicación está tomando.

Suelto un bufido por la nariz. Papá intenta sonar despreocupado, pero a mí no me la pega. La última vez que vino Sian, él le ofreció que se quedara a cenar y se puso en ridículo.

– El equipo intenta mantener la continuidad -dice Philipa-, pero no siempre es posible. -Se gira hacia mí, haciendo caso omiso de papá y su patética vida amorosa-. Tessa, tienes bastantes morados en los brazos.

Trepé un árbol.

Eso indica que el nivel de plaquetas está bajo. ¿Has planeado alguna actividad para esta semana?

– ¡No necesito una transfusión!

– De todas maneras haremos un análisis de sangre para estar seguros.

Papá le ofrece café, pero ella rehúsa. Sian le habría dicho que sí.

– Mi padre no lo lleva muy bien -le cuento a Philipa cuando él se va a la cocina,

Enfurruñado-. Lo hace todo al revés.

Me ayuda a quitarme la camisa.

– ¿Y cómo lo llevas tú?

– Me hace gracia.

Saca una gasa y un antiséptico en aerosol de su maletín, se pone unos guantes estériles y me levanta el brazo para desinfectar alrededor del Portacath. Esperamos que se seque.