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– ¿Tiene usted novio?-le pregunto.

– Tengo marido.

– ¿Cómo se llama?

– Andy.

Parece incómoda al pronunciar el nombre en voz alta. Tengo que tratar con montones de personas y nunca se presentan como es debido. Sin embargo, ellas lo saben todo sobre mí.

– ¿Cree en Dios? -pregunto.

Ella se echa atrás y frunce el entrecejo.

– ¡Vaya pregunta!

– Pero ¿cree?

– Bueno, supongo que me gustaría.

– ¿Y qué hay del cielo? ¿Cree en eso?

Le quita el envoltorio a una aguja estéril.

– Creo que la idea del Cielo suena bien.

– Eso no significa que exista.

Me mira con seriedad.

– Bueno, esperemos que sí.

Yo creo que es una gran mentira. Cuando uno se muere, se muere y punto.

Mis comentarios empiezan a afectarla. Ahora está nerviosa.

– ¿Y qué ocurre con el espíritu y la energía? -inquiere.

– Se quedan en nada.

– ¿Sabes? Hay grupos de apoyo, lugares donde se reúne gente joven que está en la misma situación que tú.

– Nadie está en la misma situación que yo.

– ¿Es así como te sientes?

– Así es como es.

Levanto el brazo para que pueda sacar sangre a través del Portacath. Soy mitad robot, con plástico y metal insertado bajo la piel. Philipa llena la jeringa y la descarta. Qué desperdicio esa primera jeringa contaminada por la solución salina. A lo largo de los años, las enfermeras han debido de tirar el equivalente a toda la sangre que tengo en el cuerpo. Llena una segunda jeringa, pasa la sangre a un frasco y garabatea mi nombre en la etiqueta con tinta azul.

– Ya está. Llamaré dentro de una hora más o menos para darte los resultados. ¿Alguna cosa más antes de irme?

– No.

– ¿Tienes suficientes medicamentos? ¿Quieres que pase por la consulta del médico de cabecera y te traiga alguna receta?

– No necesito nada.

Se levanta de la silla y me mira con expresión solemne.

– La organización de la comunidad sirve de mucha ayuda, aunque tú no lo creas, Tessa.

Podemos ayudarte para que vuelvas a clase, por ejemplo, aunque sólo sea a tiempo parcial o sólo por unas semanas. Quizá valdría la pena que intentaras normalizar tu situación.

Me río en su cara.

– ¿Usted iría a clase si fuera yo?

– Puede que me sintiera sola metida en casa todo el día.

– No estoy sola.

– No. Pero es muy duro para tu padre.

Menuda imbécil. Se supone que esas cosas no se dicen. Me quedo mirándola. Por fin capta el mensaje.

– Adiós, Tessa. Voy a la cocina a hablar un momento con tu padre y luego me iré.

A pesar de lo gorda que está, papá le ofrece plumcake y café, ¡y ella acepta! Lo único que deberíamos ofrecerles a los invitados son bolsas de plástico para que se las pongan en los pies. Deberíamos marcar la puerta con una X gigante.

Le robo un pitillo a papá de la chaqueta. Voy arriba y me asomo a la ventana de Cal. Quiero ver la calle. La veo a través de los árboles. Pasa un coche. Otro coche. Una persona.

Echo el humo afuera. Cada vez que doy una calada, noto un crujido en los pulmones. A lo mejor tengo tuberculosis. Eso espero. Todos los poetas buenos tenían tuberculosis, es un signo de sensibilidad. El cáncer es sólo humillante.

Philipa sale por la puerta y se para en el umbral. Le hecho ceniza en el pelo, pero ella no se da cuenta, dice adiós con esa voz atronadora que tiene y se aleja por el sendero caminando como un pato.

Me siento en la cama de Cal. Papá subirá dentro de un minuto. Mientras espero, cojo un bolígrafo y escribo en la pared, sobre la cama de Caclass="underline" "paracaídas, cócteles, piedras, piruletas, cubos, cebras cobertizos, cigarrillos, grifo de agua fría". Luego me huelo las axilas, la piel del brazo, los dedos. Me paso la mano por el cabello atrás y adelante, como si fuera una alfombrilla.

Papá está tardando una eternidad. Doy vueltas por la habitación. En el espejo me arranco un pelo. Me está creciendo mucho más oscuro y extrañamente rizado, como el vello del pubis. Lo examino, lo dejo caer. Me gusta tener la posibilidad de prescindir de uno.

De la pared cuelga un mapamundi. Océanos y desiertos. Cal tiene el sistema solar clavado en el techo. Me tumbo en su cama y lo miro bien. Hace que me sienta diminuta.

Han pasado cinco minutos cuando abro los ojos y bajo a ver por qué papá tarda tanto. Se ha largado, me ha dejado una estúpida nota sobre el ordenador portátil.

Lo llamo.

– ¿Dónde estás?

– Estabas dormida, Tess.

– Pero ¿dónde estás?

– Sólo he salido a tomar un café. Estoy en el parque.

– ¿En el parque? ¿Y para qué has ido allí? Tenemos café en casa.

– ¡Tess! Oye, sólo necesito estar solo un rato. Pon la tele si te sientes sola. Volveré enseguida. Una mujer prepara pollo apanado. Tres hombres pulsan un timbre compitiendo por cincuenta mil libras. Dos actores discuten sobre un gato muerto. Uno de ellos hace un chiste sobre la posibilidad de disecarlo. Estoy sentada, encorvada. Muda. Asombrada por la mierda que es la televisión, por lo poco que tenemos que decir.

Le mando un mensaje a Zoey. "DNDE STAS?" Me contesta que está en la universidad, pero es mentira, porque no tiene clase los viernes.

Ojalá tuviera el móvil de Adam. Le mandaría un mensaje: "TAS MUERTO"

Adam debería estar fuera, echando estiércol, turba y vegetación podrida a la tierra. Estuve hojeando el libro de jardinería del Reader's Digest de papá, y ahí sugieren que ésta es la época ideal para preparar la tierra. También debería estar pensando en plantar un avellano, ya que siempre constituye un bonito adorno para todo tipo de jardín. Yo creo que estaría bien. Las avellanas son grandes y tienen forma de corazón.

Pero hace días que no lo veo fuera.

me prometió una vuelta en moto.

Capítulo 16

Es más feo de lo que recordaba. Mi memoria lo había mejorado. No sé por qué. Pienso en Zoey y en cómo se burlaría de mí si supiera que he venido a llamar a su puerta, y por eso no quiero que se entere. Ella dice que los feos le dan dolor de cabeza.

– Me estás evitando -le digo.

Adam aparece sorprendido, pero lo disimula rápidamente.

– He estado ocupado.

– ¿De verdad?

– Sí.

Entonces, ¿no crees que te lo vaya a pegar? La mayoría de las personas actúan como si fuera a contagiarles el cáncer, o como si yo hubiera hecho algo para merecerlo.

– ¡No, no! No creo nada de eso.

– Bien. ¿Y cuándo vamos a dar esa vuelta en tu moto?

Mueve los pies, apurado.

– En realidad el carnet que tengo es provisional. Aún no puedo llevar a nadie.

Se me ocurren un millón de razones por las que ir de paquete en la moto de Adam sería una mala idea. Porque podríamos estrellarnos. Porque podría no ser tan fantástico como imagino. Porque ¿qué le diría a Zoey? Porque es lo que realmente quiero hacer más que cualquier otra cosa. Pero no permitiré que un carnet provisional se convierta en una de ellas.

– ¿Tienes otro casco? -pregunto.

Otra vez esa lenta sonrisa suya. ¡Me encanta! ¿He pensado hace un momento que era feo? No; su cara se ha transformado.

– En el cobertizo. Y también otra chaqueta de cuero.

Le devuelvo la sonrisa sin poder evitarlo. Me siento audaz y segura.

– Pues vamos. Antes de que se ponga a llover.

Él cierra la puerta de la casa.

– No va a llover.

Nos dirigimos a la parte de atrás y sacamos lo necesario del cobertizo. Pero justo cuando me está ayudando a ponerme la chaqueta y subirme la cremallera, justo cuando me está diciendo que su moto alcanza los ciento cuarenta kilómetros por hora y que el aire será frío, se abre la puerta de la cocina y una mujer sale al jardín. Va en bata y zapatillas.