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– Vuelve dentro, mamá -dice Adam-; vas a coger frío.

Pero ella sigue avanzando hacia nosotros por el sendero. Tiene el rostro más triste que he visto en mi vida, como si se hubiera ahogado.

– ¿Adónde vas? -pregunta sin mirarme-. No me habías dicho que pensaras salir.

– Sólo será un rato.

La mujer emite un curioso sonido con la garganta. Asam levanta la vista bruscamente.

– Mamá, no. Ve a darte un baño y vístete. Regresaré antes de que te des cuenta.

Ella asiente con aire de desamparo y echa a andar hacia la casa, pero se para como si hubiera recordado algo, se vuelve y me mira por primera vez, como a una intrusa en su jardín.

– ¿Quién eres?

– Soy la vecina. He venido a ver a Adam.

La tristeza de sus ojos se torna más profunda.

– Sí, eso pensaba.

Asam se acerca y la sujeta suavemente por los codos.

– Vamos. Tienes que volver dentro.

Ella se deja conducir por el sendero hasta la puerta. Sube el escalón y liego se gira y me mira otra vez. No dice nada, y yo tampoco. Sólo nos miramos la una a la otra, y luego entran en la cocina. Me pregunto qué ocurre dentro, qué se están diciendo.

– ¿Todo en orden? -pregunto cuándo Adam sale de nuevo al jardín.

– Vámonos.

No es lo que imaginaba, no es como bajar una cuesta en bicicleta, ni siquiera como asomar la cabeza por la ventanilla del coche en la autopista. Es más elemental, como estar en una playa en invierno cuando aúlla el viento. Los cascos tienen visores de plástico. Yo lo llevo bajado, pero Adam no; se lo ha subido adrede.

– Me gusta notar el viento en la cara.

Me ha dicho que me incline cuando cojamos las curvas. Me ha dicho que, por ser mi primera vez, no iremos a todo gas. Pero da igual. Incluso a menos velocidad podríamos despegar y salir volando.

Dejamos atrás las calles, las farolas y las casas. Dejamos atrás las tiendas, el polígono industrial y aserradero, los límites de la ciudad. Aparecen árboles, campos, espacio. Me resguardo tras la espalda de Adam, cierro los ojos y me pregunto adónde me lleva. En lugar del motor imagino caballos galopando con las crines ondeando al viento, echando vaharadas de vapor al respirar, resoplando. Una vez oí una historia sobre una ninfa a la que un dios secuestró y se llevó en su carro a un lugar oscuro y peligroso.

Nos detenemos en un sitio que no esperaba: un aparcamiento embarrado junto a la carretera. Hay dos camiones grandes, un par de coches y un puesto de perritos calientes.

Adam apaga el motor, baja el soporte lateral con el pie y se quita el casco.

– Baja tú primero.

Asiento con la cabeza; apenas puedo hablar, me he dejado la respiración en algún lugar de la carretera. Me tiemblan las rodillas y tengo que hacer un gran esfuerzo para pasar la pierna por encima de la moto y sostenerme en pie. Un camionero me guiña el ojo desde su vehículo; tiene una taza humeante en una mano. En el puesto de perritos calientes, una chica con coleta le tiende una bolsa de patatas fritas por encima del mostrador a un hombre con un perro. Soy diferente de todos ellos. Es como si hubiéramos llegado volando hasta aquí y todas los demás fueran absolutamente normales.

– Éste no es el sitio -dice Adam-. Vamos a comprar algo para comer y luego te lo enseñaré. Parece comprender que aún ni puedo hablar y no espera que le responda. Camino lentamente detrás de él, lo oigo pedir dos perritos calientes con aros de cebolla. ¿Cómo sabe que ésa es mi idea de una comida perfecta?

Comemos de pie. Compartimos una Coca-Cola. Me asombra estar aquí, que el mundo se haya vierto desde el asiento de atrás de una moto, que el cielo parezca de seda, que haya visto llegar el atardecer, ni blanco, ni gris, ni plateado del todo, sino una mezcla de las tres cosas. Finalmente, después de tirar el envoltorio en la papelera y terminar el refresco, Adam dice:

– ¿Lista?

Lo sigo por una cancela que hay detrás del puesto de perritos calientes y a través de una zanja para llegar a una pequeña arboleda. La atraviesa un camino enfangado que sale al otro lado, a un espacio abierto. No me había dado cuenta de lo alto que estábamos. Es asombroso, la ciudad entera allá abajo, como si alguien la hubiera extendido a nuestros pies, y nosotros aquí arriba, mirándolo todo.

– ¡Uau! No sabía que hubiera esta vista desde aquí.

– Ya.

Nos sentamos en in banco sin que nuestras rodillas acaben de tocarse. La tierra es dura bajo mis pies. El aire es frío, huele a escarcha que aún no se ha formado, al invierno que se acerca. -Aquí es donde vengo cuando necesito escapar -dice Adam-. Aquí recojo las setas.

Saca su lata de tabaco y la abre, echa tabaco en un papel y lo lía. Tiene las uñas sucias, y me estremezco al pensar en esas manos tocándome.

– Toma. Esto te calentará.

Me pasa el cigarrillo y luego se lía otro. Semeja un dedo pálido y delgado. Adam me ofrece fuego. Estamos largo rato sin decirnos nada, sólo exhalando el humo hacia la ciudad nuestros pies.

– Ahí abajo podría estar ocurriendo cualquier cosa, pero aquí arriba no te enterarías.

Sé lo que quiere decir. Podría reinar el caos en todas esas pequeñas casas. Todo podría ser una pesadilla. Pero aquí arriba todo parece en paz. Despejado.

– Siento lo de mi madre. A veces cuesta un poco aguantarla.

– ¿Está enferma?

– Bueno, no exactamente.

– ¿Entonces?

Adam suspira y se mesa el pelo.

– A mi padre lo atropellaron hace un año y medio.

Tira el cigarrillo a la hierba y los dos nos quedamos mirando el diminuto resplandor naranja. Se me antoja que tarda minutos a apagarse.

– ¿Quieres contármelo?

Se encoge de hombros.

– No hay mucho que decir. Mis padres se pelearon, él salió hecho una furia para irse al pub y cruzó la calle sin mirar. Dos horas más tarde, la policía llamaba a la puerta.

– Lo siento.

– ¿Has visto alguna vez a un policía asustado?

– No.

– Es aterrador. Mi madre se sentó en la escalera y se tapó los oídos con las manos, y ellos se quedaron en el recibidor con la gorra en la mano y las piernas temblorosas. -Se ríe por la nariz; un sonido suave y amargo-. Sólo eran un poco mayores que yo. No sabían cómo manejar la situación.

– Qué horrible.

– Aquello nos ayudó. Llevaron a mi madre a ver el cadáver. Ella quería, pero no deberían habérselo permitido. Estaba destrozado.

– ¿Tú lo viste?

– Me quedé sentado fuera.

Ahora entiendo por qué Adam es diferente de Zoey o de cualquiera de los chicos que conocí en la escuela. Tiene una herida que nos une.

– Pensé que a mi madre le haría bien mudarnos de casa, pero en el fondo no ha servido de nada. Sigue tomando montones de pastillas al día.

– ¿Y tú cuidas de ella?

– Más o menos.

– ¿Qué hay de tu vida?

– En realidad no tengo alternativa.

Se da la vuelta en el banco para mirarme a la cara. Es como si me viera de verdad, como si supiese algo sobre mí que ni siquiera yo sé.

– ¿Tienes miedo, Tessa?

Nadie me había hecho esa pregunta. Nunca. Lo observo para asegurarme que no se está burlando de mí ni pregunta por cortesía, pero él me sostiene la mirada sin pestañear. Así que le cuento que tengo miedo a la oscuridad, de dormir, de los dedos palmeados, de los espacios pequeños, de las puertas.

– Va y viene. Algunos creen que cuando estás enfermo te vuelves valiente, no tienes miedo, pero no es verdad. La mayor parte del tiempo siento como si me acechara un psicópata, como si pudieran dispararme en cualquier momento. Pero a veces lo olvido durante horas.

– ¿Qué te hace olvidarlo?

– La gente. Hacer cosas. Cuando estuve contigo en el bosque, me olvidé durante toda la tarde. Asiente muy despacio.

Luego hay un silencio. Es pequeño pero tiene forma, como un cojín alrededor de una caja.