– Me gustas, Tessa.
Trago saliva y me duele la garganta.
– ¿En serio?
– El día que viniste a echar tus cosas al fuego, dijiste que querías deshacerte de todo. Me contaste que me mirabas desde tu ventana. La mayoría de la gente no habla así.
– ¿Te asusté?
– Al contrario. -Se mira los zapatos como si pudieran darle una indicación-. Pero no puedo darte lo que quieres.
– ¿Qué quiero?
– Yo sólo voy tirando. Si ocurriera algo entre nosotros, en fin, no nos llevaría a ninguna parte. – Cambia de posición en el banco-. No saldría bien.
Me siento extrañamente intocable cuando me pongo en pie. Siento cómo cierro una especie de ventana interna, la que controla la temperatura y los sentimientos. Me siento seca y fría, como una hoja de árbol en invierno.
– Nos vemos.
– ¿Te vas?
– Sí, tengo cosas que hacer en el centro. Perdona, no me había dado cuenta de la hora.
– ¿Tienes que irte ahora mismo?
– He quedado con unos amigos. Me estarán esperando.
Adam busca a tientas los cascos.
– Bueno, deja que te lleve.
– No, no, no hace falta. Llamaré a alguno para que venga a buscarme. Todos tienen coche.
Él me mira asombrado. ¡Ja! ¡Bien! Eso le enseñará a comportarse. Ni siquiera me molesto en despedirme.
– ¡Espera! -exclama.
Pero no pienso esperar. Y tampoco me giraré para mirarlo.
– ¡El camino podría estar resbaladizo! -me advierte-. Está empezando a llover.
Ya decía yo que iba a llover. Lo sabía.
– ¡Tessa, deja que te lleve!
Si cree que voy a montar en la moto con él, ya puede esperar sentado.
He cometido el fatídico error de creer que él podría salvarme.
Capítulo 17
Me pongo agresiva: le clavo el codo a una mujer en la espalda al subir al autobús. Ella se da la vuelta sorprendida, con los ojos desorbitados.
– ¡Eh! -gruñe-. ¡Mira por dónde vas!
– ¡Ha sido él! -replico, señalando al hombre que sube detrás de mí, demasiado ocupado con el berreante niño que lleva en brazos y hablando por el móvil para enterarse de que acabo de calumniarlo.
La mujer me esquiva.
– ¡Imbécil! -le espeto al hombre.
Eso sí lo oye.
En medio de la confusión, me cuelo sin pagar el billete y busco u asiento al fondo. Tres delitos en menos de un minuto. No está mal.
He rebuscado en los bolsillos de la chaqueta motera de Adam cuando bajaba la colina, pero sólo había un encendedor y un viejo pitillo liado, así que tampoco podría haber pagado el billete. Decido cometer mi cuarto delito y enciendo el pitillo. Un viejales se gira y me apunta con el dedo.
– ¡Apaga eso, niña!
– Váyase a la mierda -le suelto, lo que un tribunal tal vez podría tipificar como comportamiento lesivo.
Se me da bien esto. Ahora toca subir el listón: tal vez un pequeño asesinato.
Un hombre que va sentado dos filas delante está alimentando al niño que lleva en el regazo con un pringoso bollo industrial. Me otorgo tres puntos por los colorantes químicos que envenenan las venas del niño.
En el lado opuesto, una mujer se ata un pañuelo a la garganta. Un punto por el bulto de su cuello, en carne viva y rojo como una pata de cangrejo.
Un punto más por la explosión que arrasa el autobús cuando frena abruptamente en el semáforo. Dos por los grandes pegotes de plástico derretido que revientan en los asientos. Una orientadora que me visitó en el hospital me dijo que no se trata de una perversión exclusivamente mía. Ella pensaba que había muchas personas enfermas que en secreto deseaban toda clase de males a las personas sanas.
Le conté que mi padre dice que el cáncer es una traición, puesto que el cuerpo hace algo sin que el cerebro lo sepa y lo consienta. Le pregunté si creía que el juego de las calamidades podía ser una manera e vengarme mentalmente.
"Posiblemente. ¿Juegas mucho?", me contestó ella.
El autobús pasa por delante del cementerio, las verjas de hierro se abren. Tres puntos por los muertos que lentamente arrancan la tapa de sus ataúdes. Quieren hacer daño a los vivos, no pueden evitarlo. Sus gargantas se han convertido en gelatina y sus dedos viscosos brillan al débil sol otoñal.
Tal vez ya baste. Ahora hay demasiada gente en el autobús. Parpadean y se mueven por el pasillo. "Estoy en autobús", responden al alegre timbre de sus móviles. Me deprimiré si los mato a todos.
Hago un esfuerzo y me pongo a mirar por la ventanilla. Ya estamos en la avenida Willis. Aquí estaba mi colegio. ¡Y ahí la pequeña tienda! Me había olvidado de que existía, aunque fue el primer sitio de la ciudad en vender los refrescos Slush Puppies. Zoey y yo nos comprábamos uno cada día cuando volvíamos a casa después de clase. También venden otras cosas: dátiles e higos frescos, halva, pan de sésamo y lokum. No puedo creer que esa tienda se me hubiese borrado de la memoria.
Giramos a la izquierda en el videoclub, y en la puerta del Barbecue Café hay un hombre con un delantal blanco afilando un cuchillo. En el escaparate, a su espalda, un costillar de cordero gira lentamente sobre sí mismo. Hace dos años, con el dinero que me daban para la comida podía comprar un kebab y patatas fritas, o en el caso de Zoey, un kebab y patatas fritas más un cigarrillo de los que vendían sueltos.
La echo de menos. Me bajo del autobús en la plaza del mercado y la telefoneo. Suena como si estuviera bajo el agua.
– ¿Estás en una piscina?
– Estoy en el baño.
– ¿Sola?
– ¡Pues claro!
– En el mensaje me decías que estabas en la universidad. Sabía que era mentira.
– ¿Qué quieres, Tessa?
– Infringir la ley.
– ¿Qué?
– Figure en el número cuarto de mi lista.
– ¿Y cómo piensas hacerlo?
Antes se le habría ocurrido una idea. Pero ahora, por culpa de Scott, ha perdido carácter. Es como si los perfiles de ambos se hubieran juntado hasta desdibujarse.
– Había pensado en matar al primer ministro. Me gustaría iniciar una revolución.
– Muy graciosa.
– O a la reina. Podríamos ir en autobús hasta el palacio de Buckingham.
Zoey suspira. Ni siquiera se molesta en disimular.
– Tengo cosas que hacer. No puedo estar contigo todos los días.
– ¡ Hace diez días que no te veo el pelo!
Silencio. Me entran ganas de mortificarla.
– Me prometiste que lo haríamos todo juntas, Zoey. Sólo he hecho tres cosas de la lista. A este paso no conseguiré acabarla a tiempo y tú tendrás la culpa.
– ¡Oh, por el amor de Dios!
– Estoy en el mercado. Ven, será divertido.
– ¿En el mercado? ¿Está Scott por ahí?
– No lo sé; acabo de bajar del autobús.
– Estaré ahí en veinte minutos.
Hay sol en mi taza de té y es muy agradable estar sentada en la terraza de esta cafetería, viéndolo brillar.
– Creo que eres una vampira -dice Zoey-. Me has chupado toda la energía. -Y empuja su plato a un lado para apoyar la cabeza en la mesa.
Me gusta esto: el toldo a rayas sobre la cabeza, la vista de la fuente a otro lado de la plaza. Me gusta el olor de la lluvia en el aire y la hilera de pájaros posados en el muro de más allá, junto a los cubos de la basura.
– ¿Qué clase de pájaros son ésos?
Zoey abre un ojo para mirar.
– Estorninos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé y punto.
No sé si creerle, pero aun así lo anoto en mi servilleta.
– ¿Y las nubes? ¿Sabes cómo se llama?
Suelta un quejido y cambia de posición la cabeza.
– ¿Crees que las piedras tienen nombre, Zoey?
– ¡No! Y tampoco las gotas de lluvia ni las hojas, ni ninguna de las demás tonterías de las que no paras de hablar.
Forma un nido con los brazos y oculta el rostro en ellos. No ha dejado de protestar desde que está conmigo, y empiezo a cabrearme. Se supone que con esto he de sentirme mejor.