Nos vamos, dejándolas patidifusas. Doblamos la esquina del pasillo y nos detenemos en la sección de menaje, rodeadas de cubiertos y acero inoxidable.
– No son más que unas idiotas, Zoey. No saben nada de nada.
Ella finge interesarse por unas pinzas para azucarillos.
– No quiero hablar de eso.
– Hagamos alguna locura para animarnos. ¡Hagamos todas las cosas ilegales que se nos ocurran en una hora!
Zoey sonríe a regañadientes.
– Podríamos quemar la casa de Scott.
– No deberías creer lo que dicen ésas, Zoey.
– ¿Por qué no?
– Porque tú lo conoces mejor que ellas.
Nunca he visto llorar a Zoey, nuca. Ni siquiera cuando le dieron la nota de selectividad, ni siquiera cuando le anuncié que estaba Terminal. Siempre he pensado que era incapaz de llorar, como un vulcaniano. Pero ahora está llorando. En el supermercado. Intenta ocultarlo moviendo el pelo para que le tape la cara.
– ¿Qué te pasa?
– Tengo que ir a buscarlo -dice.
– ¿Ahora?
– Lo lamento.
Siento frío viéndola llorar, y me pregunto cómo es posible que Scott le guste tanto. Sólo hace unas semanas que lo conoce.
– Aún no hemos terminado de infringir la ley.
Asiente, las lágrimas le resbalan por las mejillas.
– Cuando termines sólo tienes que dejar la cesta y salir. Lo siento, pero tengo que irme.
Esto ya lo he vivido antes, viendo su espalda y su melena dorada moviéndose mientras ella de aleja de mí.
Quizá vaya y queme su casa en lugar de la de Scott.
Pero sin ella no es divertido, así que dejo la cesta poniendo cara de "es increíble que me haya olvidado del monedero", y me quedo parada un momento, rascándome la cabeza, antes de echar a andar hacia la salida. Pero justo antes de llegar, alguien me sujeta por la muñeca.
Zoey me había dicho que los vigilantes se distinguían con facilidad. Yo pensaba que vestirían traje y corbata de mala calidad, y que no llevarían chaqueta puesto que pasan el día allí dentro.
Éste lleva una chaqueta vaquera y el pelo muy corto.
– ¿Vas a pagar los artículos que guardas en la chaqueta? Tengo razones para creer que llevas escondidos artículos de los pasillos cinco y siete. Un empleado lo ha presenciado.
Saco la laca de uñas del bolsillo y se la tiendo.
– Se la devuelvo.
– Tendrás que acompañarme.
El calor me sube por el cuello.
– No quiero.
– Pensabas irte sin pagar -dice, y me tira del brazo.
Caminamos por un pasillo hacia el fondo del establecimiento. Todos me moran, y su mirada quema. No estoy segura de que pueda arrastrarme de esta manera. Quizá este hombre intenta llevarme a un sitio solitario para abusar de mí. Planto los pies en el suelo y me agarro a un estante. Me resulta difícil respirar.
Él vacila.
– ¿Te encuentras bien? ¿Tienes asma o algo así?
Cierro los ojos
– No, yo.no quiero.
No puedo terminar. Las palabras se me atascan en la boca.
Me mira con el entrecejo fruncido, saca el busca y pide ayuda. Dos niños pequeños sentados en un carrito del supermercado me observan. Una chica de mi edad pasa por mi lado como si tal cosa, y enseguida vuelve a pasar con una sonrisita de suficiencia.
La mujer que se acerca a toda prisa lleva una chapa con su nombre. Se llama Shirley y me mira ceñuda.
– Yo me ocuparé de esto -le dice al hombre, y lo despide agitando la mano-. Ven -me dice. Detrás de la sección de pescado hay una oficina escondida. Shirley cierra la puerta. Es el tipo de habitación que sale en las teleseries de policías: pequeña y sin ventilación, con una mesa y dos sillas iluminadas por un fluorescente que parpadea en el techo.
– Siéntate -ordena Shirley-. Vacía los bolsillos.
Obedezco. Las cosas que he robado parecen baratas y usadas al ponerlas sobre la mesa.
– Bueno. Yo diría que esto son pruebas, ¿no crees?
Pruebo llorar, pero ella no se lo traga. Me pasa un pañuelo de papel sin inmutarse. Espera que me suene la nariz y luego me señala la papelera.
– Tengo que hacerte unas preguntas. Empezando por tu nombre.
Tardamos una eternidad. Quiere todos los detalles: edad, dirección, número de teléfono de papá. Quiere saber incluso el nombre de mamá, aunque no veo de qué le va a servir.
– Tienes dos opciones -expone-. O llamamos a tu padre o llamamos a la policía.
Debo recurrir a mi única baza. Me quito la chaqueta de Adam y me desabrocho la camisa. Shirley se limita a parpadear.
– No estoy bien -le digo. Me quito la manga de la camisa y levanto el brazo para enseñarle el disco metálico que llevo en la axila-. Es un Portacath, un catéter subcutáneo para tratamientos médicos.
– Vuelve a ponerte la camisa, por favor.
– Quiero que me crea.
– Te creo.
– Tengo leucemia linfoblástica aguda. Puede llamar al hospital y preguntar.
– Ponte la camisa, por favor.
– ¿Sabe lo que es una leucemia linfoblástica aguda?
– No, me temo que no.
– Es cáncer.
Pero la palabra no la asusta y llama a mi padre igual.
En la casa hay una zona debajo de la nevera donde sierre se acumula un charco de agua fétida. Todas las mañanas papá lo limpia con papel de cocina, pero el charco vuelve a formarse a lo largo del día. El parquet empieza a combarse con la humedad. Una noche en que no podía dormir, vi tres cucarachas que salían corriendo a esconderse cuando encendí la luz. Al día siguiente, papá compro trampas adhesivas y les puso plátano como cebo. Pero no conseguimos atrapar ninguna. Papá dice que me imagino cosas.
Incluso cuando era muy pequeña, veía las señales: las mariposas que se secaban en tarros de mermelada, la coneja de cal que se comía a sus crías…
En mi colegio había una niña que se mató al caerse de un poni. Luego el chico de la frutería chocó contra un taxi. Luego mi tío Hill tuvo un tumor cerebral. En su funeral, todos los sándwiches se curvaban en los bordes. Me llevó días quitarme de los zapatos la tierra de cementerio.
Cuando me di cuenta de que tenía moretones en la espina dorsal, papá me llevó al médico. El médico dijo que no era normal que me cansara tanto. El médico dijo muchas cosas. Por la noche, los árboles golpean mi ventana como si trataran de entrar. Estoy rodeada. Lo sé. Cuando llega papá se acuclilla junto a mi silla, me coge la barbilla con las manos y me obliga a mirarlos a los ojos. Nunca lo había visto tan triste.
– ¿Te encuentras bien?
Quiere decir médicamente, así que asiento con la cabeza. No le hablo de las arañas que pululan por el alféizar de la ventana.
Él se levanta y mira a Shirley, que sigue sentada al otro lado de la mesa.
– Mi hija no está bien.
– Ya me lo ha dicho.
– ¿Y eso no importa? ¿Tan insensibles son ustedes?
Shirley suspira.
– A su hija la hemos pillado intentando abandonar el establecimiento sin pagar lo que había cogido.
– ¿Cómo sabe que no iba a pagar?
– Llevaba las cosas escondidas en la chaqueta.
– Pero no se había ido.
– La intención de robar es un delito. Por ahora, podemos limitarnos a amonestarla. No habíamos tenido ningún problema con su hija hasta ahora, y no estoy obligada a llamar a la policía si usted se hace cargo de ella. Sin embargo, debo asegurarme de que va a tratar este asunto con la máxima severidad.
Papá la mira como si le hubiera formulado una pregunta capciosa y necesitara pensar la respuesta.
– Descuide, lo haré.-Luego me ayuda a levantarme.
Shirley también se levanta.
– ¿Hemos llegado a un acuerdo, entonces?
Papá parece desconcertado.
Lo siento. ¿Tengo que darle dinero o algo?
– ¿Dinero?
– Por las cosas que ha cogido.
– No, no, no hace falta.
– Entonces nos vamos.
– ¿Le hará comprender la gravedad de sus acciones?
Papá se gira hacia mí. Me habla despacio, como si de repente me hubiera vuelto estúpida. -Ponte la chaqueta, Tessa. Fuera hace frío.