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Apenas espera que salga del coche para emularme por el sendero. También me da un empujón para que entre en casa y luego en el salón.

– ¡Siéntate!

Me siento en el sofá y él lo hace en una butaca frente a mí. El trayecto hasta casa parece haberlo transformado. Jadea, y su cara tiene una expresión enloquecida, como si llevara semanas sin dormir y fuera capaz de cualquier cosa.

– ¿Qué demonios pretendes, Tessa?

– Nada.

– ¿Robar en una tienda no es nada? Desapareces toda la tarde sin dejarme una nota siquiera, ¿y crees que no importa?

Se rodea el cuerpo con los brazos como si tuviera frío, y se queda así. Oigo el tictac del reloj.

Sobre la mesita que tengo al lado hay una revista de automóviles. Toqueteo una esquina doblándola en un triángulo mientras espero a ver qué ocurre a continuación.

Cuando papá empieza a hablar, lo hace muy despacio, como si tratara de encontrar las palabras precisas.

– Hay cosas a las que tienes derechos. Algunas normas pueden volverse más flexibles para ti, pero hay cosas que no puedes hacer por más que quieras.

Me río, y suena como si hubiera caído un cristal desde el techo. También me sorprende descubrir que he doblado la revista de papá por la mitad y estoy arrancándole la portada: el coche rojo, la chica guapa de dientes blancos. Estrujo el papel y lo tiro al suelo. Desgarro una hoja tras otra y las voy tirando sobre la mesita, hasta que toda la revista queda esparcida entre papá y yo.

Contemplamos juntos las hojas arrancadas; yo respiro agitadamente y deseo con todas mis fuerzas que suceda algo, algo grande como que estalle un volcán en el jardín. Pero lo único que sucede es que papá se abraza con más fuerza, que es lo que siempre hace cuando se disgusta: entonces resulta imposible sacarle nada, es como si se convirtiera en una especie de vacío.

– ¿Qué ocurrirá se te dejas dominar por la ira, Tessa? -dice luego-. ¿Quién serás entonces? ¿Qué quedará de ti?

No respondo, sólo miro la luz de la lámpara que cae en diagonal sobre el sofá, salpica la alfombra y se solidifica a mis pies.

Capítulo 19

Hay un pájaro muerto en la hierba con las patas tiesas como pinchos de cóctel. Estoy sentada en la hamaca, bajo el manzano, contemplándolo.

– Se ha movido -le digo a Cal.

Él deja de hacerlo malabarismos y se acerca para mirar.

– Son gusanos. Dentro del cadáver hace tanto calor que los gusanos del centro tienen que desplazarse hacia los lados para refrescarse.

– ¿Cómo rábanos sabes tú eso?

Se encoge de hombros.

– Internet.

Le da toques al pájaro muerto con la punta del zapato hasta que se le abre el estómago. Cientos de gusanos se desparraman sobre la hierba y se retuercen, aturdidos por la luz del sol. -¿Lo ves? -Cal se agacha y hurga en ellos con un palo-. Un cadáver es un ecosistema. En ciertas condiciones, un ser humano sólo tarda nueve días en pudrirse hasta los huesos. -Me mira pensativamente-. Pero eso a ti no te pasará.

– ¿No?

– Eso pasa con la gente que matan y dejan al aire libre.

– ¿Qué me ocurrirá a mí, Cal?

Tengo la sensación de que, diga lo que diga, será verdad, como si fuera una especie de gran mago tocado por la verdad cósmica. Pero él se encoge de hombros y responde:

– Lo buscaré y ya te lo diré. -Se va hacia el cobertizo para coger una pala-. Vigila al pájaro.

La brisa agita sus plumas. Es muy hermoso, negro, con un lustre azulado, como el aceite en la superficie del mar. Los gusanos también son bonitos. En la hierba los domina el pánico; buscan el pájaro, se buscan unos a otros.

Y entonces llega Adam caminando por el jardín.

– Hola -saluda-. ¿Cómo estás?

Me incorporo de la hamaca.

– ¿Has saltado por encima de la valla?

Niega con la cabeza.

– Está rota allá al fondo.

Lleva tejanos, botas y chaqueta de cuero. Esconde algo a la espalda.

– Toma -Me ofrece un puñado de hojas de plantas silvestres. Entre ellas hay flores naranja. Parecen linternas o calabazas enanas.

– ¿Para mí?

– Para ti.

Me emociono.

– Estoy intentando no adquirir cosas nuevas.

Él frunce el entrecejo.

– Tal vez los seres vivos no cuenten.

– Creo que incluso podrían contar más.

Se sienta en la hierba al lado de la hamaca y deja las flores en medio. La tierra está húmeda. Le calará la ropa. Le dará frío. No se lo digo. Tampoco le hablo de los gusanos. Quiero que se le metan reptando en los bolsillos.

Cal vuelve con un desplantador.

– ¿Vas a plantar algo? -le pregunta Adam.

– Un pájaro muerto -contesta, y señala el lugar donde yace el ave.

Adam se inclina y lo observa.

– Es un grajo. ¿Lo ha cazado la gata?

– No lo sé, pero voy a enterrarlo.

Cal se dirige a la valla del fondo, encuentra un sitio en el parterre y empieza a cavar. La tierra está húmeda como masa de pastel. Cuando la pequeña pala tropieza con piedras, suena como los zapatos sobre la grava.

Adam arranca briznas de hierbas y las deja escapar entre los dedos.

– Siento lo que te dije el otro día.

– No pasa nada.

– No me expresé bien.

– No pasa nada, de verdad. No tenemos por qué hablar de ello.

Él asiste con gran seriedad, sin dejar de arrancar la hierba y sin mirarme.

– Sí que vale la pena molestarse por ti.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Entonces, ¿quieres que seamos amigos?

Levanta la vista.

– Si tú quieres.

– ¿Y estás seguro de que tiene sentido?

Disfruto viendo cómo se sonroja, la confusión en su mirada. Quizá papá tenga razón y me esté dejando llevar por la ira.

– Creo que sí -contesta.

– Entonces te perdono.

Le tiendo la mano y él me la estrecha. Su mano es cálida. Cal se acerca, sucio de tierra, con el desplantador en la mano. Parce un aterrador psicópata.

– La tumba esta lista -anuncia.

Adam lo ayuda a recoger el grajo con el desplantador. Está tieso y parece pesado. Su herida es evidente: una brecha roja en la parte superior del cuello. La cabeza le cuelga como a un borracho cuando lo llevan hasta el agujero. Cal le habla mientras caminan.

– Pobre pájaro. Vamos, te ha llegado la hora de descansar.

Me echo la manta por los hombros y los sigo para ver cómo lo entierran. Un ojo inerte nos mira. Parece tranquilo, incluso agradecido. Sus plumas son ahora más oscuras.

– ¿Hay que decir algo? -pregunta Cal.

– ¿Adiós, pájaro? -sugiero.

Él asiente.

– Adiós, pájaro. Gracias por venir. Y buena suerte.

Le tira la tierra por encima, pero deja la cabeza al aire, como para que el grajo pueda lanzar una última mirada en derredor.

– ¿Y los gusanos? -dice.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿No se ahogarán?

– Deja un agujerito para que entre el aire -propongo.

Acepta mi sugerencia. Echa tierra sobre la cabeza del pájaro y la aplana. Practica un hoyo para los gusanos con un palo.

– Trae unas piedras, Tessa, así podremos adornar la tumba.

Me alejo en busca de piedras. Adam se queda con Cal. Le dice que los grajos son muy sociables, que ese grajo tendría muchos amigos y que todos le agradecerán que lo haya enterrado con tanto esmero.

Creo que intenta impresionarme.

Estas dos piedras blancas son casi perfectamente redondas. Aquí hay una concha de caracol, una hoja roja. Una pluma gris claro. Lo pongo todo en la palma de mi mano. Es tan bonito que tengo que apoyarme en el cobertizo y cerrar los ojos.

Resulta un error. Es como caer en la oscuridad.

Tengo tierra en la cabeza. Tengo frío. Los gusanos escarban. Termitas y cochinillas se acercan. Intento concentrarme en cosas buenas, pero me cuesta horrores. Abro los ojos y veo los rugosos dedos del manzano. El estremecimiento plateado de una telaraña. Mis manos calientes aferrando las piedras.