Pero todo lo que es cálido se quedará frío. Se me caerán las orejas y se me derretirán los ojos. Mi boca se cerrará. Mis labios se volverán de pegamento.
– ¿Estás bien? -pregunta Adam.
Me concentro en respirar. Inspiro. Espiro. Pero respirar tiene el efecto contrario cuando lo haces de manera consciente. Mis pulmones se secarán como abanicos de papel. Espiro. Espiro. Adam me toca el hombro.
– ¿Tessa?
Nada que saborear, oler, tocar u oír. Nada que mirar. El vacío total para siempre.
Cal se acerca corriendo.
– ¿Qué pasa?
– Nada.
– Estás rara.
– Me he mareado al agacharme.
– ¿Voy a buscar a papá?
– No.
– ¿Segura?
– Termina la tumba, Cal. Estoy bien.
Le doy las cosas que he recogido y vuelve a su tarea. Adam se queda. Un mirlo pasa volando bajo por encima de la valla. El cielo tiene un tono rosado y gris. Respira. Aspira. Aspira.
– ¿Qué te ocurre? -pregunta Adam.
¿Cómo explicarlo?
Él alarga la mano y me toca la espalda con la palma abierta. No sé qué significa. Su mano es firme, traza suaves círculos. Hemos acordado ser amigos. ¿Es esto lo que hacen los amigos?
Su calor traspasa el tejido de la manta, el abrigo, el jersey, la camiseta, la piel. Me resulta difícil pensar. Mi cuerpo es todo sensaciones.
– Para.
– ¿Qué?
Lo aparto con un movimiento de los hombros.
– ¿Por qué no te vas?
Se produce un momento especial. Hay un sonido, como si en Adam se hubiera roto algo muy pequeño.
– ¿Quieres que me vaya?
– Sí. Y no vuelvas.
Adam se aleja por la hierba. Le dice adiós a Cal y cruza la valla por la parte rota. De no ser por las flores que hay junto a la hamaca, sería como si no hubiera estado aquí. Las recojo. Sus cabezas naranjas asienten cuando se las doy a Cal.
– Para el pájaro.
– ¡Guay!
Las deposita sobre la tierra húmeda y juntos contemplamos la tumba.
Capítulo 20
Papá está tardando demasiado en descubrir que no estoy. Ojalá se dé prisa, porque se me está durmiendo la pierna izquierda y necesito moverme antes de que se me gangrene o algo así. Cojo un jersey del estante de arriba y lo coloco entre los zapatos para sentarme mejor. La puerta del armario se entreabre cuando me acomodo. El crujido suena muy fuerte paro al punto se detiene.
– ¿Tess? -la puerta de la habitación se abre y papá entra de puntillas-. Ha venido mamá. ¿No me has oído llamarte?
Por la rendija del armario veo la confusión en su cara cuando se da cuenta de que el bulto de la cama sólo es el edredón. Lo levanta para mirar debajo, como si creyera que me he convertido en una liliputiense desde que me vio en el desayuno.
– ¡Mierda! -exclama, y se frota la cara con una mano como si no comprendiera, se acerca a la ventana y se asoma al jardín.
Junto a él, en el alféizar, hay una manzana de cristal verde. Me la dieron en la boda de mi prima por ser dama de honor. Tenía doce años y hacia poco que me habían diagnosticado la enfermedad. Recuerdo que la gente me decía que estaba preciosa con la cabeza calva envuelta en un pañuelo floreado, mientras que todas las demás niñas llevaban flores de verdad en un pelo de verdad.
Coge la manzana y la mira a la luz de la mañana. En su interior hay espirales beis y marrones que semejan el corazón de una manzana auténtica; una impresión de pepitas que introdujo el que soplaba el vidrio. Papá le da vueltas lentamente con la mano. Yo he observado el mundo a través de esa manzana verde muchas veces: parece pequeño y tranquilo.
Pero no me gusta que papá toque mis cosas. Creo que debería ocuparse de Cal, que está abajo gritando algo sobre la antena del televisor. También creo que debería bajar y confesarle a mamá que la única razón por la que le ha pedido que viniera es que desea que vuelva con él. Involucrarse en cuestiones de disciplina va contra los principios de mamá, así que no creo que papá quiera pedirle consejo sobre ese tema.
Deja la manzana y se acerca a la estantería, recorre los lomos de mis libros con un dedo como si fuera las teclas de un piano y creyera que va a sonar una melodía. Gira la cabeza para mirar el estante de los CD, coge uno, lee la cubierta, lo devuelve a su sitio.
– ¡Papá! -llama Cal-. ¡La imagen se ve borrosa y mamá no sabe arreglarlo!
Mi padre suspira y a lisa el edredón pasándole la mano. Lee lo que tengo escrito en la pared: todas las cosas que voy a echar de menos, todas las cosas que quiero. Sacude la cabeza, luego se agacha y recoge una camiseta del suelo, la dobla y la deja sobre mi almohada. Y entonces se da cuenta de que el cajón de la mesita está un poco abierto.
Cal se acerca por la escalera.
– ¡Me estoy perdiendo mis programas!
– ¡Vuelve abajo, Cal! Ya voy.
Pero no va. Se sienta en el borde de mi cama y abre el cajón con un dedo. Dentro hay hojas y más hojas que he escrito sobre mi lista de objetivos. Mis pensamientos sobre las cosas que ya he hecho -sexo, drogas, infringir la ley- y mis planes para el resto. Se va a llevar un susto de muerte si lee lo que pienso hacer hoy: el número cinco. Se oye el susurro del papel, el deslizamiento de la goma elástica. Intento incorporarme para salir del armario, abalanzarme sobre él y derribarlo, pero Cal me salva al abrir la puerta de la habitación. Papá vuelve a meter los papeles en el cajón torpemente y lo cierra de golpe.
– ¿Es que no puedo tener ni un respiro? ¿Ni siquiera cinco minutos?
– ¿Estas husmeando en las cosas de Tessa?
– No es asunto tuyo.
– Lo es si se lo cuento.
– ¡Oh, por amor a Dios, déjame en paz!
Los pasos de papá resuenan en la escalera. Cal va tras de él. Salgo del armario a gatas y me froto las piernas dormidas. Noto el hormigueo en las rodillas y tengo los pies completamente insensibles. Voy renqueando hasta la cama y me dejo caer en ella justo cuando Cal vuelve a la habitación.
Me mira asombrado.
– Papá me ha dicho que no estabas aquí.
– No estoy.
– ¡Sí, sí que estás!
– Baja la voz. ¿Adónde ha ido?
Cal se encoge de hombros.
– Está en la cocina con mamá. Lo odio. Me ha llamado granuja y luego ha dicho la palabra que empieza por jota.
– ¿Estás hablando de mí?
– Sí, ¡y no me dejan ver la tele!
Bajamos las escaleras sigilosamente y nos asomamos por encima de la barandilla. Papá está sentado en un taburete alto en medio de la cocina, con aspecto patoso mientras rebusca en el bolsillo del pantalón el mechero y los cigarrillos.
– ¿Cuándo has vuelto a fumar? -pregunta mamá. Lleva tejanos y se ha recogido el pelo atrás, así que le caen unos mechones sueltos alrededor de la cara. Parce más joven y bonita cuando le pasa un platito a papá para la ceniza.
Él enciende el cigarrillo y exhala el humo hacia delante.
– Lo siento, tal vez creas que te he hecho venir con un falso pretexto. -Se queda confuso unos instantes, como si no supiera qué decir-. Había pensado que podrías lograr que razone. -¿Adónde crees que ha ido esta vez?
– ¡Conociéndola, no me extrañaría que fuera camino al aeropuerto!
Mamá ríe entre dientes, y es extraño porque así parece más viva que papá, no sé por qué. Él le dedica una sonrisa forzada desde el taburete y se mesa el cabello.
– Estoy hecho polvo, joder.
– Ya se ve.
– Las coordenadas cambian constantemente. En un momento no quiere a nadie a su lado, y luego quiere que la abracen durante horas. Se pasa días sin salir de casa y luego desaparece cuando menos lo espero. Y esa lista suya me está volviendo loco.
– ¿Sabes? La única cosa buena que podríamos hacer por ella es curarla, pero eso no está en nuestras manos.