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Él la mira fijamente.

– No estoy seguro de cuánto tiempo podré aguantar esto yo solo. Algunas mañanas no tengo ganas ni de abrir los ojos.

Cal me da un codazo.

– ¿Le lanzo un escupitajo? -susurra.

– Sólo si aciertas en la taza.

Cal acumula saliva en la boca y la escupe con fuerza. Su puntería da pena. Apenas consigue llegar a la puerta; la mayor parte se le desliza por la barbilla y cae en la alfombra del recibidor. Pongo los ojos en blanco y le indico por señas que me siga. Volveremos a mi habitación. -Siéntate en el suelo junto a la puerta -le digo-. Tápate los ojos con las manos y no dejes que entre ninguno de los dos.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a vestirme.

– ¿Y qué más?

Me quito el pijama, me pongo mis mejores bragas y, después, con cuidado, el vestido de seda que adquirí cuando salí a comprar a lo loco con Cal. Me froto los pies para quitarme el hormigueo y me calzo los zapatos de tiras.

– ¿Quieres ver mi Megazord? Tendrás que venir a mi habitación porque está defendiendo una ciudad, y si lo muevo morirán todos.

Cojo el abrigo del respaldo de la silla.

– Ahora tengo un poco de prisa.

Cal me mira entre los dedos.

– ¡ Ése es tu vestido para ir de aventuras!

– Sí.

Se levanta y bloquea la puerta.

– Te acompaño.

– No.

– Porfa. Odio quedarme aquí.

– No insistas.

Meto los papeles del cajón en el bolsillo del abrigo. Ya los tiraré en alguna papelera más tarde. ¿Ves, papá, cómo desaparecen las cosas delante de tus narices?

Antes de enviar abajo a Cal, lo soborno. Sabe exactamente cuántos trucos de magia podrá comprar con diez libras, y comprende que lo borraré de mi testamento si se le ocurre chivarse de que estoy aquí.

Espero a oírlo abajo y luego desciendo despacio. Me detengo en el recodo de la escalera, no sólo para tomar aliento, sino también para mirar la hierba del jardín por la ventana, para pasar un dedo por la pared, para rodear uno de los balaustres con la mano, para sonreír a las fotos que hay en lo alto de la escalera.

En la cocina, Cal se sienta en cuclillas en el suelo delante de mamá y papá y se queda mirándolos.

– ¿Quieres algo? -pregunta papá.

– Quiero escuchar.

– Lo siento, es una conversación para mayores.

– Entonces quiero comer algo.

– Acabas de zamparte medio paquete de galletas.

– Tengo chicle -interviene mamá-. ¿Te apetece? -Lo busca en el bolsillo de la chaqueta y se lo da.

Cal se mete el chicle en la boca, lo masa pensativamente y luego dice:

– Cuando Tessa muera, ¿podremos ir de vacaciones?

Papá adopta una expresión violenta y sorprendida a la vez.

– ¡Cómo se te puede ocurrir cosas tan horribles!

– No recuerdo nada de cuando fuimos a España. Es la única vez que he viajado en avión y hace tanto tiempo que a lo mejor ni siquiera es verdad.

– ¡Ya basta! -exclama papá, y hace ademán de bajarse del taburete, pero mamá lo detiene.

– No pasa nada -dice, y se gira hacia Cal-. Hace mucho tiempo que Tessa está enferma.

Supongo que a veces te sientes un poco marginado, ¿verdad?

Cal sonríe.

– Exactamente. Algunas mañanas no tengo ganas ni de abrir los ojos.

Capítulo 21

Zoey me abre la puerta con el pelo revuelto. Lleva la misma ropa que la última vez que la vi. -¿Vienes a la playa? -Tintineo las llaves del coche delante de su cara.

Le echa un vistazo al coche de papá.

– ¿Has venido tú sola?

– Sí.

– ¡Pero si no sabes conducir!

– Ahora sí. Es el número cinco de mi lista.

Frunce el entrecejo.

– ¿Te han dado clases alguna vez?

– Más o menos. ¿Puedo pasar?

Abre más la puerta.

– Límpiate los zapatos en la esterilla o quítatelos.

Su casa siempre está increíblemente limpia y ordenada, como si fuera de catálogo. Sus padres pasan tanto tiempo fuera trabajando que supongo que no tienen ocasión de ensuciarla. Sigo a Zoey hasta el salón y me siento en el sofá. Ella lo hace frente a mí en el borde de una butaca y se cruza de brazos.

– Así que tu padre te ha prestado el coche, ¿eh? Aunque no tienes seguro ni es legal, ¿no?

– En realidad no sabe que lo he cogido, pero ¡se me da muy bien conducir! Ya lo verás. Aprobaría el examen si tuviera la edad.

Zoey sacude la cabeza como si le costara creer lo estúpida que soy. Debería estar orgullosa de mí. He conseguido escabullirme sin que papá se entere. He recordado ajustar los retrovisores antes de poner en marcha el motor, luego he apretado el embrague para meter primera, he soltado el embrague al tiempo que apretaba el acelerador. He dado tres vueltas a la manzana y sólo se me ha calado dos veces, mi mejor marca. He logrado orientarme en la rotonda e incluso he puesto tercera en la calle principal de camino a casa de Zoey. Y ahora la tengo delante, lanzándome miradas asesinas, como si hubiera cometido un terrible error.

– ¿Sabes? -digo, y me pongo de pie para abrocharme el abrigo-. Pensaba que si conseguía llegar hasta aquí sin estrellarme, la única dificultad que me quedaría por superar sería conducir por la carretera de doble sentido. No creí que precisamente tú fueras a darme el coñazo.

Ella arrastra los pies como si quisiera arrancar algo del suelo.

– Lo siento. Es que tengo cosas que hacer.

– ¿Cómo qué?

Se encoge de hombros.

– No puedes dar por sentado que todo el mundo estará libre sólo porque tú lo estás.

Noto que algo crece dentro de mí mientras la miro, y en ese momento de absoluta lucidez me doy cuenta de que no me cae nada bien.

– ¿Sabes qué, Zoey? Olvídalo. Seguiré con mi lista yo sola.

Ella se levanta agitando su estúpida melena e intenta parecer ofendida. Es un truco que funciona con los tíos, pero que no cambia nada lo que siento por ella.

– ¡No he dicho que no quiera ir!

Pero es evidente que se ha aburrido de mí. Está deseando que me muera de una vez para poder seguir con su vida.

– No, no, quédate aquí. ¡De todas maneras, todo acaba resultando una mierda cuando vienes tú!

Me siguió hasta el recibidor.

– ¡No es verdad!

Me doy la vuelta al llegar a la esterilla.

– Me refiero a mí. ¿No has reparado en que toda la mierda me cae a mí y no a ti?

Frunce el entrecejo.

– ¿Cuándo? ¿Cuándo ocurre eso?

– Siempre. A veces me pregunto si eres amiga mía sólo para ser siempre la afortunada.

– ¡Joder! ¿Es que no puedes dejar de pensar en ti ni un momento?

– ¡Cállate! -le suelto. Y me siento tan bien que lo repito.

– No. Cállate tú. -Pero su voz era apenas un susurro, lo que resulta extraño.

Da un paso atrás, se detiene como si fuera a añadir algo más, pero se lo piensa mejor y sube corriendo las escaleras.

No voy tras ella. Espero un rato en el recibidor, sintiendo la gruesa esterilla bajo los pies. Escucho el sonido del reloj. Cuento sesenta tics, luego voy al salón y enciendo el televisor. Miro un programa de jardinería durante siete minutos. Aprendo que en una franja de tierra orientada al sur se pueden plantar albaricoqueros, incluso en Inglaterra. Me pregunto si Adam lo sabe. Pero luego me aburro con los pulgones, las arañas rojas y la monótona y estúpida cantinela del hombre, así que apago la tele y le mando un mensaje a Zoey: "Lo lamento"

Miro por la ventana para ver si el coche sigue ahí fuera. Sí. El cielo está encapotado, con nubarrones realmente bajos. Nunca he conducido bajo la lluvia y me preocupa un poco. Ojalá estuviéramos todavía en octubre. Hacía calor, como si el mundo hubiera olvidado que era otoño. Recuerdo que contemplaba las hojas que caían por la ventana del hospital.

Zoey me contesta el mensaje: "Y tmbien"

Baja al salón. Lleva un minivestido turquesa y montones de pulseras. Le suben por el antebrazo y tintinean cuando se acerca y me abraza. Huele bien. Me apoyo en su hombro y me da un beso en la coronilla.