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Zoey ríe cuando pongo el coche en marcha y se me cala. Lo intento de nuevo, y al llegar a la carretera a trompicones, le cuento que mi papá me llevó a conducir en cinco ocasiones y que no lo conseguí en ninguna de ellas. Los pedales me resultaban muy difíciles, en especial el juego combinado entre embrague y acelerador "¡Eso es! -exclamaba él una y otra vez-. ¿Notas el punto de fricción?" Pero yo no notaba nada, ni siquiera descalza.

Nos hartamos los dos. Cada sesión era más corta que la anterior, hasta que dejamos las clases sin que ninguno volviera a mencionarlas.

– Dudo mucho que se dé cuenta de que me he llevado el coche hasta la hora de comer. Y entonces, ¿qué puede hacer? Soy inmune a las normas, como tú dijiste.

– Eres una auténtica heroína. ¡Eres fantástica!

Y reímos como en los viejos tiempos. Había olvidado lo mucho que me gusta reír con Zoey. Ella no critica mi forma de conducir como mi papá. No se asusta cuando rasco la tercera, ni cuando olvido poner el intermitente al final de la calle. Conduzco mucho mejor cuando está ella.

– No lo haces mal. Por fin te ha enseñado algo tu viejo.

– Me encanta. Imagina lo divertido que sería recorrer Europa en coche. Podrías tomarte un año sabático en la universidad y venirte conmigo.

– No quiero. -Coge el mapa y no dice nada más.

– No necesitamos mapa.

– ¿Por qué no?

– Imagina que estamos en una road movie.

– Tonterías -dice, y golpea la ventanilla con el dedo.

Un grupo de chicos en bicicleta bloquea la calle más adelante. Llevan puesta la capucha para proteger los cigarrillos del viento. El cielo tiene un color muy extraño y no se ve a nadie más por los alrededores. Aminoro.

– ¿Qué hago?

– Da media vuelta -dice Zoey-. No se van a mover.

Bajo la ventanilla y les grito:

– ¡Eh, chicos! ¡Moved el culo!

Se giraron con parsimonia, se desplazan perezosamente hacia un lado de la calzada y sonríen cuando les lanzo besos.

– ¿Qué mosca te ha picado? -pregunta Zoey, asombrada.

– Nada, es que aún no he aprendido a hacer el cambio de sentido.

Nos incorporamos al tráfico de la calle principal. Por la ventanilla veo retazos de la vida de otras personas. Un bebé llora en su asiento para coche, un hombre tamborilea sobre el volante con los dedos. Una mujer se hurga la nariz. Un niño saluda con la mano.

– Asombroso, ¿verdad? -digo.

– ¿El qué?

– Yo soy yo y tú eres tú, todos los de ahí fuera son ellos. Y todos somos muy diferentes e igualmente insignificantes.

– Habla por ti.

– Es cierto. ¿Nunca lo piensas cuando te miras en el espejo? ¿No te imaginas tu propia calavera?

– La verdad es que no.

– No sé la tabla del siete ni la del ocho y detesto el apio y la remolacha. A ti no te gustan tus piernas ni tu acné, pero nada de eso importa en el gran diseño de todas las cosas.

– ¡Calla ya, Tessa! Deja de decir chorradas.

Me callo, pero sé que mi aliento huele a menta y que el suyo huele a tabaco. Yo tengo un diagnóstico. Los padres de ella viven juntos. Yo me he levantado esta mañana y las sábanas estaban sudadas. Ahora estoy conduciendo. Es mi imagen en el retrovisor, mi sonrisa, mis huesos, lo que van a quemar o enterrar. Será mi muerte. No la de Zoey. La mía. Y por una vez no hace que me sienta mal.

No hablamos. Ella mira por la ventanilla y yo conduzco. Salimos de la ciudad a la carretera. El cielo está cada vez más oscuro. Es fantástico.

Pero al final Zoey empieza a quejarse otra vez.

– Éste es el peor trayecto en coche de mi vida. Estoy mareada. ¿Por qué no hemos llegado a ninguna parte?

– Porque no hago casos de los letreros.

Me mira con asombro

– ¿Y por qué no? Quiero llegar a alguna parte.

Aprieto el acelerador.

– Vale.

Zoey suelta un grito y se sujeta al salpicadero.

– ¡Frena! ¡Aún estás aprendiendo a conducir, joder!

Cincuenta. Sesenta. Tanta potencia en mis manos.

– No vayas tan rápido. ¡Eso han sido truenos!

La lluvia salpica el parabrisas. El reflejo de la lluvia en el cristal lo vuelve todo borroso y brillante. Parece electricidad en lugar de agua.

Cuento mentalmente hasta que un rayo restalla en el cielo.

– Ha sido a un kilómetro -digo.

– ¡Frena!

– ¿Para qué?

Ahora la lluvia resuena con fuerza en el techo del coche y no sé activar los limpiaparabrisas. Le doy a las luces, al claxon, la llave de contacto. Olvido que el coche va en cuarta e inmediatamente se calla.

– ¡Aquí no! -grita Zoey-¡Estamos en una carretera de doble sentido! ¿Es que quieres matarnos? Pongo el coche en punto muerto. No estoy asustada. El agua cae en ondas por el parabrisas, y los coches que llegan por detrás nos pitan y nos hacen luces al adelantarnos, pero yo compruebo los retrovisores con calma, enciendo el motor, pongo primera y echamos a rodar. Incluso consigo accionar los limpiaparabrisas al pasar de segunda a tercera.

En el rostro de Zoey se dibuja el pánico

– Estás loca. ¡Deja que conduzca yo!

– No estás asegurada.

– ¡Y tú tampoco!

La tormenta arrecia, sin intervalo entre truenos y relámpagos. Otros coches han encendido las luces, aunque es de día. Pero yo no las encuentro.

– ¡Por favor! -grita Zoey-. ¡Para por favor!

– El coche es un lugar seguro. Los coches tienen neumáticos de goma.

– ¡Reduce! -aulla-. Vamos a estrellarnos. ¿No has oído de la distancia de frenado?

No. Pero he descubierto una quinta marcha que ni siquiera sabía que existiera. Ahora estamos cogiendo velocidad de verdad y el cielo se ilumina con un auténtico rayo en zigzag. Nunca lo había visto de cerca. Cuando papá nos llevó a España, hubo una tormenta eléctrica sobre el mar que vimos desde el balcón del hotel. Pero no parecía real, sino más bien como preparada para los turistas. Éste lo tenemos justo encima y es absolutamente fantástico.

Claro que Zoey no opina igual. Va recogida en el asiento.

– ¡Los coches están hechos de metal! -chilla -. ¡Podría caernos un rayo en cualquier momento! ¡Para!

Lo siento, pero no tiene razón.

Da golpes en la ventanilla con un dedo frenético.

– Ahí hay una estación de servicio, mira. Para o me bajo en marcha.

Me apetece un chocolate, así que paro. Vamos un poco deprisa, pero consigo encontrar el freno. Nos deslizamos espectacularmente frente a la estación hasta detenernos, rodeadas de surtidores de gasolina y luces fluorescentes. Zoey cierra los ojos. Es curioso que yo prefiera estar en la carretera con los ojos bien abiertos.

– No sé a qué juegas -masculla-, pero has estado a punto de matarnos.

Abre la puerta, se baja, cierra de un portazo y se dirige a la tienda con paso firme. Durante un momento me cruza por la cabeza la idea de marcharme sin ella, pero antes de decidirme regresa con aire resuelto y abre mi puerta. Su olor es diferente, fresco, frío. De un tirón se aparta de la boca un hilo de pelo mojado.

– No tengo dinero. Necesito tabaco.

Le paso mi bolso. De repente me siento muy feliz.

– ¿Me compras chocolate, ya que vas?

– Después de fumarme un cigarrillo. Iré al lavabo. Cuando vuelva, conduciré yo.

Cierra la puerta de un portazo y se dirige de nuevo a la tienda. Llueve fuerte y ella camina encorvada estremeciéndose cuando retumban más truenos. Nunca había visto a Zoey con miedo y de pronto siento un gran cariño hacia ella. No sabe manejar la situación como yo. No está acostumbrada. El mundo entero podría ponerse a retumbar y no me asustaría. Quiero encontrar una avalancha en el próximo cruce. Quiero que caiga una lluvia negra y que una plaga de langosta salga zumbando de la guantera. Pobre Zoey. La veo en la estación de servicio, comprando inocentemente tabaco y dulces. Dejaré que conduzca ella, pero sólo porque quiero. Ya no puede controlarme. Estoy por encima de ella.