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Capítulo 22

Cuatro y veinte y el mar es gris. También el cielo, pero el cielo tiene un tono más claro y no se mueve tan deprisa. El mar me marea; tiene que ver con ese movimiento incesante que nadie puede detener aunque quiera.

– Es una locura estar aquí -dice Zoey-. ¿Cómo he dejado que me convencieras?

Estamos sentadas en un banco frente a la playa. Un lugar prácticamente desierto. Lejos, en la arena, un perro ladra a las olas. Su dueño es un punto diminuto en el horizonte.

– Antes veníamos aquí de vacaciones en verano -le cuento-. Cuando mi madre aún no se había ido. Antes de ponerme enferma. Nos alojábamos en el hotel Croddkeys. Por las mañanas desayunábamos y pasábamos el día entero en la playa. Y todos los días así durante dos semanas.

– ¡Qué divertido! -resopla Zoey, hundiéndose en el banco y cruzándose el abrigo sobre el pecho.

– Ni siquiera volvíamos al hotel para comer. Papá hacía sándwiches y compraba paquetes de Angel Delight para reparar natillas. Lo mezclaba con leche en la playa, en un Tupperware. El sonido del tenedor contra el recipiente sonaba muy extraño en medio del ruido del oleaje y las gaviotas.

Zoey me dirige una larga mirada, penetrante.

– No te habrás olvidado de tomar algún medicamento importante hoy, ¿verdad?

– ¡Qué va! -La agarro del brazo y la acerco a mí-. Vamos, te enseñaré el hotel al que íbamos. Caminamos por el paseo marítimo. Abajo, la arena está cubierta de sepias gruesas y llenas de marcas, como si la marea las hubiera arrojado unas contra otras. Bromeo con la posibilidad de recogerlas y venderlas a una tienda de animales para los periquitos, pero en realidad lo encuentro muy extraño. No recuerdo que ocurriera esto cuando veníamos de vacaciones.

– Quizá suceda sólo en otoño -sugiere Zoey-. Ya sabes, por la contaminación. Esta locura de planeta está agonizando. Deberías considerarte afortunada por poder escapar de aquí.

Luego añade que necesita orinar, baja la escalera hasta la arena y se agacha. No puedo creerlo. No hay nadie por aquí, pero debería preocuparla que la vieran. El chorro de pipí hace un hoyo en la arena y desaparece, humeante. Tiene aspecto de una mujer primitiva mientras se levanta y regresa a mi lado.

Nos quedamos un rato contemplando el mar. Se precipita hacia la orilla, espumea, se retira.

– Me alegra de que seas amiga mía, Zoey. -Le cojo la mano y se la sujeto con fuerza. Caminamos a lo largo del malecón. Estoy a punto de hablarle de Adam, del paseo en moto y de lo que sucedió en la colina, pero me resulta demasiado difícil y en realidad no me apetece. Así que me sumerjo en los recuerdos del pasado. Todo me es familiar: la cabaña donde venden souvenires, las paredes encaladas de la heladería y el gigantesco cucurucho rosa que reluce en la puerta. Incluso encuentro el callejón cercano al puerto por el que se acorta el camino hasta el hotel.

– Parece distinto. Antes era más grande.

– Ya. Pero ¿es aquí?

– Sí.

– Estupendo, ¿podemos volver al coche?

Abro la cancela y recorro el pequeño sendero hasta la entrada.

– No sé si me dejarán echar un vistazo a la habitación en que solíamos alojarnos.

– ¡Joder! -masculla Zoey, y se apoya en la pared para esperar.

Me abre la puerta una mujer de mediana edad, gorda y de aspecto afable. Lleva puesto su delantal. No la recuerdo.

– ¿Sí?

Le explico que me alojaba aquí cuando era niña, que todos los veranos reservábamos la habitación familiar para pasar dos semanas.

– ¿Y quieres la habitación para esta noche?

No se me había ocurrido, pero de repente me parece una idea maravillosa.

– ¿Podría darnos la misma de entonces?

Zoey se acerca por el sendero con paso vivo, me agarra del brazo y me obliga a girarme.

– ¿Que coño estás haciendo?

– Reservar una habitación.

– Yo no puedo quedarme aquí, mañana tengo clase en la universidad.

– Siempre tienes clase. Y tendrás muchas más mañanas.

Creo que esto suena bastante elocuente y desde luego a Zoey le cierra la boca. Vuelve a apoyarse en la pared y se desliza hasta quedarse sentada mirando el cielo.

– Lo siento -me disculpo con la mujer, que me cae bien. No se la ve recelosa. A lo mejor hoy parece que tengo cincuenta años y ella cree que Zoey es mi horrible hija adolescente.

– Ahora hay una cama con dosel, pero aún tiene cuarto de baño.

– Bien. Me la quedo.

La seguimos escaleras arriba. Su culo es grande y se bambolea al andar. Me pregunto cómo será tenerla a ella por madre.

– Aquí está. -Y abre la puerta-. La hemos redecorado completamente, así que la encontrarás cambiada.

Así es. La cama con dosel domina la habitación. Es alta y anticuada, con cortinajes de terciopelo.

– Aquí se alojan muchas parejas de luna de miel -explica la mujer.

– ¡ Fantástico! -gruñe Zoey.

Es difícil ver aquí la habitación soleada en que despertaba cada verano. Las literas ya no están, las han sustituido por una mesa con tetera y servicio para té. Pero la ventana en arco sigue siendo familiar y está todavía el armario empotrado.

– Os dejaré solas -dice la mujer.

Zoey se quita los zapatos con los pies y se tira en la cama.

– ¡ Esta habitación cuesta setenta libras por noche! ¿De verdad llevas dinero encima?

– Sólo quería echarle un vistazo.

– ¿Estás loca?

Me tumbo en la cama con ella.

– No, pero si te lo cuento, te sonará estúpido.

Ella se incorpora apoyándose en un codo y me mira con suspicacia.

– Prueba.

Así que le hablo del último verano que vinimos aquí, de que mis padres discutían más que nunca. Le cuento que una mañana, en el desayuno, mi madre no quiso probar bocado, dijo que estaba harta de salchichas y tomates en lata y que nos habría salido más barato ir a Benidorm.

– Pues vete -replicó papá-. Envíanos una postal cuando llegues.

Mamá me cogió de la mano y subimos a la habitación.

– Vamos a escondernos de ellos -me dijo-. ¿A qué será divertido?

Yo estaba muy emocionada. Mamá había dejado a Cal con papá. Me había elegido a mí.

Nos metimos en el armario.

– Aquí no nos encontrará nadie.

Y no nos encontraron, aunque en realidad no estoy segura de que nos buscaran. Estuvimos allí sentadas una eternidad, hasta que al final mamá salió sigilosa para coger un bolígrafo de su bolso, regresó y escribió su nombre cuidadosamente en el interior de la puerta del armario. Luego me pasó el bolígrafo y yo escribí mi nombre junto al suyo.

– Eso es -dijo-. Aunque no volvamos nunca más, siempre estaremos aquí.

Zoey me mira con incredulidad.

– ¿Y ya está? ¿Fin de la historia?

– Pues sí

– ¿Tu madre y tú escribisteis vuestros nombres en un armario y hemos tenido que recorrer sesenta kilómetros para que me lo contaras?

– Cada pocos años desaparecemos, Zoey. Todas nuestras células son reemplazadas por otras. No hay absolutamente nada de mí que sea igual a cuando estuve en esta habitación por última vez. Fue una persona distinta la que escribió mi nombre, una persona sana.

Zoey se sienta en la cama. Está furiosa.

– Así que, si tu firma sigue ahí, crees que estarás curada milagrosamente, ¿no? Y si no está, ¿qué? ¿No has oído a la mujer? Dijo que han cambiado todo.

No me gusta que me grite.

– ¿Podrías mirar en el armario, Zoey?

– No. Me has obligado a venir aquí y yo no quería. Estoy echa polvo, y ahora esto… ¡un estúpido armario! Eres de lo que no hay.

– ¿Por qué te enfadas tanto?

Se baja de la cama con prisas.

– Me voy. Me estás volviendo loca con tanto buscar señales por todas partes. -Recoge el abrigo, que había dejado caer al suelo junto a la puerta, y se lo pone dando tirones-. No haces más que hablar de ti, como si fueras la única persona del mundo que tiene problemas. Todos estamos en el mismo barco, ¿sabes? ¡Nacemos, comemos, cagamos, morimos! ¡Eso es todo! No sé cómo reaccionar ante esos gritos.