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– ¿Qué te pasa?

– ¡Eso mismo me pregunto yo! -chilla

– A mí no me pasa nada, aparte de lo evidente.

– Entonces a mí tampoco me pasa nada.

– No es verdad. Mírate.

– ¿Qué mire qué? ¿Qué ves tú?

– Te veo triste.

Vacila junto a la puerta.

– ¿Triste?

Se produce una tensa pausa. Reparo en un pequeño desgarrón en el papel de la pared, por encima de su hombro. Reparo en la marca de unos dedos en el interruptor de la luz. Abajo, una puerta se abre y se cierra. Cuando Zoey se gira para mirarme, me doy cuenta que la vida está hecha de una serie de momentos y que cada uno de ellos es un viaje hacia el final.

Cuando habla por fin, su voz suena grave y sombría.

– Estoy embarazada.

– ¡Oh, Dios mío!

– No pensaba decírtelo.

– ¿Estás segura?

Se deja caer en la silla que hay junto a la puerta.

– Me he hecho la prueba dos veces.

– ¿La has hecho bien?

– Si la segunda casilla se vuelve rosa y se queda rosa, estás embarazada. Se ha quedado rosa las dos veces.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Quieres parar de decir eso?

– ¿Lo sabe Scott?

Asiente con la cabeza.

– No lo encontré el día que estuvimos en el supermercado y no me respondió el teléfono en todo el fin de semana, así que ayer fui a su casa y lo obligué a escucharme. Me detesta. Deberías haber visto su cara.

– ¿Cómo era?

– Como si yo fuese una idiota. Como preguntándose cómo he podido ser tan estúpida. Desde luego sale con otra. Aquellas chicas tenían razón.

Quiero acercarme y acariciarle los hombros y la espalda. Pero no lo hago, no creo que le gustara.

– ¿Qué vas a hacer?

Se encoge de hombros, y en ese gesto veo su miedo. Parece que tenga doce años. Parece una niña en un bote, perdida en medio del mar sin comida ni brújula.

– Podrías tenerlo, Zoey.

– Muy graciosa.

– No lo pretendía. ¿Por qué no puedes tenerlo?

– No voy a tener un hijo sólo para complacerte, ¿no crees?

Me doy cuenta de que no es la primera vez que lo piensa.

– Pues entonces deshazte de él.

Suelta un gemido al apoyar la cabeza en la pared y se queda, mirando el techo con desesperación.

– Estoy de unos tres meses. ¿Crees que es demasiado tarde? ¿Crees que me dejaran abortar? – Se seca las primeras lágrimas con la manga-. ¡Soy una imbécil! ¿Cómo he podido ser tan imbécil? Ahora mi madre se enterará de todo. Debería haber ido a la farmacia por la píldora del día después. ¡Ojalá no hubiera conocido a Scott!

No sé que decirle. No se si me escucharía si encontrara algo que decirle. Parece muy distante, sentada en esa silla.

– Sólo quiero que desaparezca. -Me mira a los ojos-. ¿Me odias?

– No.

– ¿Me odiarás si me deshago de él?

– Quizá.

– Voy a preparar una taza de té -contesto.

Hay galletas de mantequilla en un plato y bolsitas de azúcar y leche. Desde luego, la habitación es muy agradable. Miro por la ventana mientras espero a que hierva el agua. Dos niños juegan al fútbol en el paseo marítimo. Está lloviendo y llevan la capucha puesta. No sé cómo venla pelota. Zoey y yo estábamos ahí hace un momento, bajo el frío y el viento. Tenía a Zoey cogida de la mano.

– Todos los días salen barcos del puerto. Quizá vayan a algún sitio cálido y lejano.

– Voy a dormir -replica-. Despiértame cuando todo termine.

Pero no se mueve de la silla y no cierra los ojos.

Una familia pasa por delante de la ventana. Un padre empuja un cochecito y una niña pequeña con un reluciente impermeable rosa de la mano de su madre bajo la lluvia. Se ha mojado, quizá tenga frío, pero sabe que pronto llegará a casa y se secará. Leche caliente. Programas infantiles en la tele. Tal vez unas galletas y el pijama.

Me gustaría saber cómo se llama. ¿Rosie? ¿Amber? Da la impresión de que su nombre tiene color. ¿Scarlett?

En realidad no iba a hacerlo. Ni siquiera lo he pensado primero. Simplemente cruzo la habitación y abro la puerta del armario. Los colgadores se mueven y tintinean al entrechocar. Me invade el olor a madera húmeda.

– ¿Está? -pregunta Zoey.

El interior de la puerta es de un blanco reluciente. Lo han repintado. Lo toco con los dedos, pero no cambia. Es tan brillante que hace que los bordes de la habitación tiemblen. Cada pocos años desaparecemos.

Zoey suspira y se recuesta en la silla.

– No deberías haber mirado.

Cierro el armario y vuelvo junto a la tetera.

Calculo mientras vierto el agua sobre las bolsitas de té. Zoey está embarazada de tres meses. Un feto necesita nueve meses. Nacerá en mayo, igual que yo. Me gusta mayo. Hay dos puentes festivos. Florecen los cerezos. Jacintos silvestres. Cortacéspedes. El olor amodorrado de la hierba recién cortada.

Faltan ciento cincuenta y cuatro días para mayo.

Capítulo 23

Cal se acerca al trote desde el fondo del oscuro jardín con la mano extendida.

– El siguiente -pide.

Mamá abre la caja de fuegos artificiales que tiene sobre el regazo. La mira como si eligiera un bombón, saca uno con delicadeza y lee la etiqueta antes de dárselo.

– Jardín Encantado -le dice.

Cal vuelve raudo junto a papá. Las puntas de sus katiuskas entrechocan cuando corre. La luz de la luna se filtra entre las ramas del manzano y salpica la hierba.

Mamá y yo hemos sacado sillas de la cocina y estamos sentadas junto a la puerta de atrás. Hace frío. El aliento parece humo. El invierno ha llegado, la tierra huele a húmedo, como si la vida encogiera y las cosas se retrajeran sobre sí mismas para no perder energía.

– ¿De verdad comprendes lo horrible que es que te vayas y que nadie sepa dónde estás? -pregunta mamá.

Teniendo en cuenta que ella es la gran experta en desapariciones, me hecho a reír. Se sorprende; obviamente, no ha captado la ironía.

Papá dice que volviste y te pasaste dos días seguidos durmiendo.

– Estaba cansada.

– Él estaba aterrorizado.

– ¿Y tú?

– Los dos.

– ¡Jardín Encantado! -anunció papá.

Se oye un súbito chasquido, y unas flores hechas de luz se elevan en el aire, se expanden y luego caen y se desaparecen en la hierba.

– Ahhh -aprueba mamá-. Ése era precioso.

– Era un aburrimiento -exclama Cal, que vuelve corriendo hasta nosotras.

Mamá abre de nuevo la caja.

– ¿Y qué tal un cohete? ¿Te parece mejor?

– ¡Un cohete sería estupendo!

Cal corre en círculos por el jardín para celebrarlo antes de entregárselo a papá. Juntos clavan el palo en el suelo. Yo pienso en el pájaro, en la coneja de Cal. En todos los animales que han muerto en nuestro jardín, en sus esqueletos apretujados bajo la tierra.

– ¿Y por qué te fuiste a la costa? -pregunta mamá

– Me apetecía.

– ¿Y por qué en el auto de papá?

Me encojo de Hombros.

– Conducir estaba en la lista.

– ¿Sabes? No puedes ir por ahí haciendo lo que te dé la gana. Tienes que pensar en las personas que te quieren.

– ¿Quiénes?

– Las personas que te quieren.

– Éste va ha sonar fuerte -avisa papá-. Tápense los oídos, señoras.

El cohete sale disparado con un estallido tan potente que su energía se expande en mi interior. Las ondas sonoras penetran en mi sangre. Mi cerebro experimenta un maremoto.

Mamá nunca me ha dicho que me quiere. Jamás. No creo que lo haga nunca. Sería demasiado obvio, demasiado compasivo. Nos haría sentir violentas a las dos. A veces siento curiosidad por todas las cosas que debimos de transmitirnos en silencio antes de que yo naciese, cuando era un ser pequeño y oscuro acurrucado dentro de ella.