Выбрать главу

– ¿Vamos a conocer a alguna persona famosa?

Por un momento parece alarmado.

– ¿Era eso lo que querías? -dice.

– No exactamente.

Atravesamos la ciudad sin que quiera decírmelo. Cuando pasamos por delante del complejo de viviendas de protección oficial y entramos en la carretera de circunvalación, empiezo a lanzar suposiciones al azar. Me gusta hacerlo reír. No ríe a menudo.

– ¿Un alunizaje?

– No.

– ¿Concurso de talentos?

– ¿Con lo mal que cantas?

Llamo a Zoey por el móvil por si quiere sugerir algo, pero todavía está muy nerviosa por la operación.

– Tengo que llevar a un adulto responsable conmigo -me dice-. ¿A quién coño puedo pedírselo?

– Ya iré yo.

– Me refiero a un adulto de verdad. Ya sabes, como un padre o una madre.

– No pueden obligarte a decírselo a tus padres.

Uf, que asco. Pensaba que me daría una pastillita para que saliera solo y ya está. ¿Para qué una operación? Si no es más grande que un punto.

En eso se equivoca. Anoche cogí el Libro de medicina familiar del Reader's Digest y busqué embarazo. Quería saber qué tamaño tienen los bebés de dieciséis semanas y descubrí que tienen la longitud de un diente de león. Después no pude dejar de leer. Busqué picaduras de abejas y colmenas. Enfermedades familiares encantadoramente triviales: eczema, amigdalitis, difteria.

– ¿Sigues ahí? -pregunta.

– Sí.

– Bueno, te dejo. Me están subiendo los jugos gástricos.

Es indigestión. Tiene que darse un masaje en el colon y beber leche. Se le pasará. Decida lo que decida sobre el bebé, todos los síntomas se le pasarán. Pero eso no se lo digo. Lo que hago es apretar el botón rojo del móvil y concentrarme en la carretera.

– Esa chica es tonta -dice papá-. Cuanto más tiempo lo retrase, peor. Abortar no es como sacar la basura.

– Ya lo sabe, papá. De todos modos, ¿a ti qué más te da? No es tu hija.

– No, no lo es.

Escribo un mensaje para Adam: "Donde cño stas?" Luego lo borro.

Hace seis noches su madre salió a la puerta y lloró. Dijo que los fuegos artificiales le daban pavor. Le preguntó por qué la había dejado sola cuando se estaba acabando el mundo. "Dame tu número de móvil -me pidió él-. Te llamaré."

Intercambiamos los números. Fue algo erótico. Me pareció una promesa.

– Fama -declara papá-. Bien, ¿a qué nos referimos al hablar de fama?

Yo me refiero a Shakespeare. Esa silueta suya con la barba descuidada y la pluma en la mano estaba en todas las portadas de las obras que leíamos en el colegio. Inventó montones de palabras nuevas y todo el mundo sabe quién es después de cientos de años. Vivió antes de que hubiera coches y aviones, metralletas, minas y polución. Antes de los bolígrafos. La reina Isabel ocupaba el trono cuando él vivió. También ella fue famosa, no sólo por ser hija de Enrique VIII, sino por las patatas, la Armada, el tabaco y por ser muy inteligente.

Luego está Marilyn. Elvis. Incluso iconos modernos como Madonna serán recordados. Take That vuelve a estar de gira y agota las entradas en segundos. Tienen patas de gallo y Robbie ya no canta con ellos, pero la gente sigue queriendo verlos. Ésa es la fama a la que me refiero. Me gustaría que el mundo entero se detuviera para venir en persona a despedirse de mí cuando muera. ¿Qué otra cosa hay?

– ¿A qué te refieres tú, papá?

Después de pensárselo un minuto, contesta:

– Supongo que ha dejar una parte de ti mismo tras de ti.

Pienso en Zoey y su bebé. Creciendo. Creciendo.

– Bueno -suspira papá-. Ya hemos llegado.

No estoy segura de dónde estamos. Parece una biblioteca, uno de esos funcionales edificios cuadrados con montones de ventanas y aparcamiento propio con plazas reservadas para el personal. Estacionamos en una plaza para minusválidos.

La mujer que responde al interfono quiere saber a quién vamos a ver. Papá intenta contestar con un susurro, pero ella no lo oye, así que lo repite en voz alta.

– A Richard Green. -Y me mira de reojo.

– ¿Richard Green? -pregunto.

Asiente, complacido consigo mismo.

– Uno de los contables con los que trabajaba lo conoce.

– ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

– Quiere entrevistarte.

Me quedo de piedra.

– ¿Entrevistarme? ¿En la radio? ¡Pero entonces me oirá todo el mundo!

– ¿No era ésa la idea?

– ¿Y sobre qué va a entrevistarme?

Y entonces se ruboriza. Quizá entonces se da cuenta de que ha cometido el peor error de su vida, porque lo único que hace de mí una persona fuera de lo normal es mi enfermedad. De no ser por eso, yo estaría estudiando o durmiendo. Quizá estaría en casa de Zoey, buscando un antiácido en el botiquín del cuarto de baño. Quizá estaría en los brazos de Adam.

La recepcionista finge que todo es normal. Nos pregunta el nombre y nos entrega una pegatina a cada uno, que obedientemente nos ponemos en el abrigo mientras nos explica que la productora vendrá enseguida.

– Siéntense. -Señala una hilera de butacas en el otro lado del vestíbulo.

– No tienes que hablar -dice papá cuando nos sentamos-. Si quieres puedo entrar yo solo y me esperas aquí.

– ¿Y de qué vas hablar?

Se encoge de hombros.

– De la escasez de unidades oncológicas para adolescentes, de la falta de fondos para terapias alternativas, de tus necesidades dietéticas y la falta de ayudas por parte de la Seguridad Social. Podría estar hablando durante horas, joder. Soy un experto en el tema.

– ¿Pretendes recaudar fondos? ¡Yo no quiero ser famosa por recaudar dinero! Quiero se famosa por ser increíble. Quiero el tipo de fama que te permite prescindir del apellido. Ser un icono. ¿Entiendes?

Se gira hacia mí con ojos centelleantes.

– ¿Y cómo esperas conseguirlo exactamente?

A nuestro lado, la máquina del agua burbujea y gotea. Me siento enferma. Pienso en Zoey. Pienso en su bebé, que ya tiene sus uñas, uñas diminutas de diente de león.

– ¿Le digo a la recepcionista que lo cancele? -pregunta papá-. No quiero que digas que te he obligado.

Me da un poquito de pena cuando raspa el suelo con los zapatos como un niño pequeño. Qué gran distancia nos separa.

– No, papá, no hace falta.

– Entonces, ¿entro?

– Entraré yo.

Me aprieta la mano.

– Fantástico, Tess.

Una mujer sube las escaleras hasta el vestíbulo. Se acerca a nosotros con aire resuelto y estrecha cordialmente la mano de papá.

– Soy la que habló por teléfono con usted.

– Ah, ya.

– Y tú debes de ser Tessa.

– ¡La misma!

Me tiende la mano para que se la estreche, pero yo no hago caso; finjo que no puedo mover los brazos. Tal vez crea que forma parte de mi enfermedad. Sus ojos apenados se fijan en mi abrigo, mi bufanda y mi sombrero. Quizá sepa que hoy no hace tanto frío.

– No hay ascensor -apunta-. ¿Podrás bajar por las escaleras?

– No hay problema -contesta papá.

Ella parece aliviada.

– Richard tiene muchas ganas de conoceros.

Coquetea con papá mientras bajamos al estudio. Se me pasa por la cabeza que el torpe aire protector con que él me rodea me rodea podría resultar atractivo para las mujeres. Desean salvarlo. De mí. De todo este sufrimiento.

– La entrevista será en directo -explica. Baja la voz cuando nos acercamos a la puerta de estudio-. ¿Veis esa luz roja? Significa que Richard está en el aire y que no podemos entrar. Dentro de un momento pondrá una cuña y la luz se volverá verde. -Lo dice como si su obligación fuera impresionarnos.

– ¿Cuál será el planteamiento de Richard? -pregunto-. ¿Será el típico tema de la chica que muere, o ha pensado en algo más original?

– ¿Perdón? -Su sonrisa vacila; una leve inquietud le ensombrece la expresión cuando mira a papá buscando apoyo. ¿Será capaz de oler cierta hostilidad en el aire?