En Urgencias me sientan en una silla de ruedas. Me dicen que necesito atención inmediata y me sacan rápidamente de la recepción. Dejamos atrás las vulgares víctimas de riñas en pubs, drogas y peleas domésticas y enfilamos velozmente el pasillo hacia algo más importante.
Encuentro las diferentes capas del hospital extrañamente tranquilizadoras. Es un mundo duplicado con sus propias reglas, y cada uno tiene su lugar en él. En las salar de urgencia están los chicos jóvenes que conducen coches rápidos con malos frenos, y los motoristas que han tomado una cuerva a demasiada velocidad.
En los quirófanos están las personas que ha tonteado con armas, o las víctimas de algún psicópata. También los accidentados: la niña cuyo pelo se quedo atrapado entre las puertas del ascensor, la mujer que llevaba un sujetador con aros en medio de una tormenta eléctrica.
en las camas, en la más profundo del edificio, están las migrañas que nunca se van, los riñones que fallan, los sarpullidos, los lunares irregulares, los bultos en el pecho, las roses rebeldes. En el pabellón Marie Curie de la cuarta planta están los niños cancerosos, cuyos cuerpos se consumen lenta y secretamente.
Y luego está la morgue, donde yacen los muertos en cajones refrigerados con tarjetas de identificación atadas a los pies.
Me llevan a una habitación luminosa y esterilizada. Hay una cama, un lavabo, un médico y una enfermera.
– Creo que tiene sed -dice mamá-. Ha perdido mucha sangre. ¿No debería beber algo?
El médico desestimaba sus palabras con un además.
– Tenemos que taponarla.
– ¿Taponarla?
La enfermera lleva a mamá hasta una silla y se sienta a su lado.
– El médico le aplicará tiras de gasa en la nariz para detener la hemorragia -le explica-. Puede quedarse si quiere.
Estoy tiritando. La enfermera se levanta para darme una manta y me tapa hasta la barbilla. Vuelvo a tiritar.
– Alguien sueña contigo -dice mamá-. Eso es lo que significa.
Yo siempre había creído que significaba que, en otra vida, alguien pisaba tu tumba.
El médico me tapa la nariz, escudriña mi boca, me palpa la garganta y la nuca.
– ¿Señora?
Mamá se sobresalta y se yergue a la silla.
– ¿Yo?
– ¿Algún síntoma de trombocitopenia antes de hoy?
– ¿Perdón?
– ¿Se ha quejado si hija de dolores de cabeza? ¿Se ha fijado usted en si tenía puntos rojos?
– No lo he mirado.
El médico suspira y comprende que este lenguaje es desconocido para ella, pero extrañamente insiste.
– ¿Cuándo le hicieron la última transfusión de plaquetas?
Cada vez aumenta más la perplejidad de mamá.
– No estoy segura.
– ¿Ha tomado aspirinas recientemente?
– Lo siento. No sé nada de todo eso.
Decido salvarla. Mamá no es lo bastante fuerte y podría irse si la cosa se pone demasiado difícil.
– El veintiuno de diciembre me hicieron la última transfusión. -Mi voz suena áspera. La sangre borbotea en mi garganta.
El doctor me mira ceñudo.
– No hables. Señora, acérquese y coja la manos a su hija.
Ella se sienta en el borde de la cama, obediente.
– Aprieta la mano de tu madre una vez para decir sí -me indica el médico-. Dos veces para decir no. ¿Entendido?
– Sí.
– Silencio. Aprieta. No hables.
Repasamos la misma rutina: puntos rojos, dolores de cabeza, aspirina, pero esta vez mamá tiene una apuntadora.
– ¿Bonjela o Teejel? -pregunta el médico.
Dos apretones.
– No -dice mamá-. No ha tomado.
– ¿Antiinflamatorios?
Dos apretones.
– No. -Me mira a los ojos.
– Bien. Voy a taponarte la parte frontal de la nariz con gasa. Si eso no basta, te taponaré toda, y si la hemorragia persiste, tendremos que cauterizar. ¿Te han cauterizado la nariz alguna vez?
Aprieto la mano de mamá con tanta fuerza que ella hace una mueca de dolor.
– Sí.
Huele horrores. Olí mi propia carne quemada durante días.
– Tendremos que comprobar las plaquetas. Me sorprendería que no estuvieran debajo de veinte. -Me toca la rodilla a través de la manta-. Lo siento. Menuda noche.
– ¿Por debajo de veinte? -repite mamá.
– Seguramente necesitará un par de unidades. No se preocupe, no llevará más de una hora.
Mientras me mete gasa estéril en la nariz, trato de concentrarme en cosas sencillas: una silla, los dos abedules plateados del jardín de Adam y el modo en que se estremecen al viento.
Pero no consigo concentrarme en eso.
Siento como si me hubiera comido una compresa; tengo la boca seca y me cuesta respirar. Miro a mamá, pero sólo veo que todo esto le repugna y que ha vuelto la cara hacia otro lado. ¿Cómo es posible que me sienta más vieja que mi propia madre?
Cierro los ojos para no tener que ver como fracasa.
– ¿Notas molestias? -pregunta el médico-. Señora, ¿alguna idea para distraerla? Ojalá no hubiera dicho eso. ¿Qué quiere que haga ella? ¿Bailar? ¿Cantar? A lo mejor nos obsequia con su famoso número de desaparición y se marcha sin más.
El silencio se prolonga. Al final mamá dice:
– ¿Te acuerdas del día que probamos las ostras y tu padre vomitó en la papelera al final del muelle?
Abro los ojos. Las sombras de la habitación se desvanecen con el resplandor de sus palabras. Incluso la enfermera sonríe.
– Sabían exactamente igual que el mar -prosigue-. ¿Te acuerdas?
Sí. Pedimos cuatro, una para cada uno. Mamá echó la cabeza atrás y tragó la suya enterita. Yo hice lo mismo. Pero papá masticó la suya y le dio asco. Corrió por el muelle apretándose el estómago, y después se bebió una lata entera de limonada sin pararse a respirar. A Cal tampoco le gustó. «A lo mejor es un alimento sólo para mujeres», dijo mamá, y compró dos más para nosotras.
Ahora continúa describiendo un pueblo marinero y un hotel, un corto trecho hasta la playa y días de sol radiante.
– Te encantaba aquel sitio. Te pasabas horas y horas recogiendo conchas y guijarros. Un día le ataste una cuerda a un tronco de madera y anduviste todo el día arrastrándolo por la playa como si fuera un perro.
La enfermera ríe y mamá sonríe.
– Eras una niña con mucha imaginación. Una niña muy buena.
¿Y entonces por qué me abandonó? Si se lo preguntara, quizá ella hablaría al fin del hombro por el que dejó a papá. Tal vez me contaría sobre un amor tan grande que yo empezaría a comprender.
Pero no puedo hablar. Noto la garganta estrecha y febril. Así que limito a escuchar mientras mamá explora un viejo sol, días pasados, belleza perdida. Es agradable. Tiene una gran inventiva. Incluso el médico parece divertirse. En su historia, el cielo titila y día tras día vemos delfines jugando en el mar.
– Oxígeno adicional -indica el médico. Y me guiña el ojo como si me estuviera ofreciendo droga-. No será necesario cauterizar. -Comenta algo más con la enfermera y, al llegar a la puerta, se gira para despedirse con la mano-. Mi mejor paciente de la noche hasta ahora-dice, y añade para mamá-. Y usted no lo ha hecho mal.
– ¡Bueno, menuda nochecita! -exclama mamá cuando por fin nos subimos a un taxi para volver a casa.
– Me ha gustado que estuvieras conmigo.
Se queda sorprendida, complacida incluso.
– No estoy segura de haber servido de mucho.
La luz del amanecer se derrama sobre las calles. En el taxi hace frío, el aire está enrarecido, como dentro de una iglesia.
– Toma. -Mamá se desabrocha el abrigo y me lo pone por encima de los hombros-. Pise a fondo -le dice al taxista, y las dos nos echamos a reír.
Regresamos por el mismo camino de la ida. Mamá está muy parlanchina, habla de planes para la primavera y la Pascua. Dice que quiere pasar más tiempo en nuestra casa. Quiere invitar a cenar a algunos viejos amigos de papá y ella. A lo mejor organiza una fiesta para mi cumpleaños en mayo.