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A lo mejor esta vez lo dice en serio.

– ¿Sabes? Por la noche, cuando cierran los puestos del mercado, salgo a recoger verdura y fruta del suelo. A veces tiran cajas enteras de mangos. La semana pasada encontré una bolsa de plástico con cinco lubinas. Si lo meto todo en el congelador de papá, tendremos comida de sobra para fiestas y cenas y a tu padre no le costará nada. Se pierde entre fiestas y cócteles. Habla de bandas de música y animadores; alquila en centro cívico y lo llena de globos y serpentinas. Me acurruco y apoyo la cabeza en su hombro. Al fin y al cabo soy su hija. Intento mantenerme muy quieta porque no quiero que cambie nada. Me siento estupendamente al arrullo de sus palabras y el calor de su abrigo.

– Mira qué cosa más extraña.

Tengo que esforzarme para abrir los ojos.

– ¿Qué es?

– Allí, en el puente. Antes no estaba.

Nos hemos detenido en el semáforo frente a la estación de trenes. Hay mucho ajetreo, a pesar de ser tan temprano. Los taxis dejan en la estación a los viajeros que desean anticiparse a la hora punta. En lo alto del puente, muy por encima de la carretera, han aparecido unas letras. Varias personas las están mirando. Hay una T temblorosa, una E irregular, y cuatro curvas entrelazadas para la doble S. Al final hay una A como una montaña, más grande que las otras letras.

– Qué coincidencia -murmura mamá.

Pero no lo es.

Llevo el móvil en el bolsillo, abro y cierro la mano.

Lo habrá hecho durante la noche. Trepó al muro, se sentó en lo alto a horcajadas y luego se inclinó sobre el borde.

Me duele el corazón. Saco el móvil y mando un mensaje: «Stas vivo?»

El semáforo se pone verde. El taxi pasa por debajo del puente y enfila la calle principal. Son las seis y media. ¿Estará despierto? ¿Y si ha perdido el equilibrio y se ha precipitado al vacío?

– ¡Oh, Dios mío! -exclama mamá-. ¡Estás por todas partes!

Las tiendas de la calle principal aún tienen las persianas bajadas y los escaparates a oscuras. Mi nombre aparece garabateado en todas ellas. Estoy en el quiosco de Ajay. Estoy en las caras persianas de la tienda de comida ecológica. Estoy en grandes letras en la tienda de muebles de Handie, en el King's Chicken Joint y en el Barbecue Café. Acordono la acera frente al banco, llego hasta la tienda de Mothercare. He tomado posesión de la calle y soy un círculo reluciente en la rotonda.

– ¡Es un milagro! -susurra mamá.

– Es Adam.

– ¿El vecino? -Su voz denota asombro, como si fuera cosa de magia.

Mi móvil pita. «Stoy vivo. Y tu?»

Suelto una carcajada. Cuando llegue, voy a llamar a su puerta y pediré perdón. El sonreirá igual que me sonrió ayer cuando llevaba las bolsas de basura del jardín por el sendero, me vio mirándolo y dijo: «No puedes estar sin mí, ¿eh?» Me hizo reír, porque en realidad era cierto, pero al decirlo en voz alta dejó de ser insoportablemente doloroso.

– ¿Adam ha hecho esto por ti? -pregunta mamá, estremeciéndose de la emoción. Siempre ha sido una romántica.

Le contesto: «Stoy viva tambn. Vuelvo a csa.»

Zoey me preguntó una vez: «¿Cuál ha sido el mejor momento de tu vida hasta ahora?»

Y yo le hablé del día que estuve haciendo el pino con mi amiga Lorraine. Tenía ocho años, la fiesta del colegio era al día siguiente y mamá había prometido comprarme un joyero. Me tumbé en la hierba cogida de la mano de Lorraine, mareada de felicidad y absolutamente seguro de que el mundo era bueno.

Zoey pensó que estaba loca. Pero realmente aquélla fue la primera vez que supe que era feliz de un modo consciente.

Besar a Adam reemplazó ese día. Hacer el amor reemplazó el beso. Y ahora Adam ha hecho esto por mí. Me ha hecho famosa. Ha puesto mi nombre en el mundo, pese a que he pasado la noche en el hospital con al nariz taponada. Llevo una bolsa con antibióticos y calmantes, me duele el brazo después de hacer recibido dos unidades de plaquetas a través del portacath. Sin embargo, es increíble lo feliz que me siento.

Capítulo 30

– Quiero que Adam venga a vivir aquí.

Atónito papá se gira en el fregadero y sus manos gotean jabón.

– ¡Qué ridiculez es ésa!

Lo digo en serio.

– ¿Y dónde se supone que va dormir?

– En mi habitación.

– ¡Ni hablar, Tessa! – Se da la vuelta otra vez y entrechoca cuencos y platos-. ¿Está en tu lista? ¿Tener a tu novio viviendo en casa?

– Se llama Adam.

Sacude la cabeza

– Olvídalo.

– Entonces me iré yo a su casa.

– ¿Crees que su madre te querrá allí?

– Pues entonces nos iremos a Escocia y viviremos en una granja. ¿Lo prefieres así?

Se vuelve hacia mí con gesto furioso.

– La respuesta en no, Tess

Detesto que quiera imponer su autoridad a fuerza de autoridad. Subo a mi habitación cabreada y doy un portazo. Él piensa que es por el sexo. ¿Es que no puede ver más allá? ¿Y no se da cuenta de lo difícil que me resulta pedírselo?

Hace tres semanas, a finales de enero, Adam me llevó en la moto, más lejos y a más velocidad que la vez anterior, a un lugar cerca de Kent donde hay un terreno pantanoso que baja en suave pendiente hacia una playa. Había cuatro aerogeneradores mar adentro, y sus palas fantasmales giraban sin parar.

Él lanzó piedras a las olas y yo me senté en la playa de guijarros y le conté que mi lista se estaba expandiendo, alejándose de mí.

– Quiero tantas cosas. Diez ya no bastan.

– Cuéntame.

Al principio fue fácil. Añadía y añadía. Primavera. Narcisos y tulipanes. Nadar bajo un tranquilo y despejado cielo nocturno. Un largo viaje en tren, un pavo real, una cometa. Otro verano. Pero no pude decirle qué era lo que más deseaba.

Aquella noche Adam se fue a su casa. Todas las noches se va a su casa para cuidar de su madre. Duerme a unos metros de mí, al otro lado de la pared, al otro lado del armario.

Al día siguiente apareció con unas entradas para el Zoo. Fuimos en tren. Vimos lobos y antílopes. Un pavo real desplegó su cola para mí, esmeralda y aguamarina. Comimos en una cafetería y Adam me compró una bandeja de fruta con una uva negra y mango de vistoso colorido.

Unos días más tarde me llevó a una piscina climatizada. Después de nadar, nos sentamos en el borde, envueltos en toallas y con los pies en el agua. Tomamos chocolate caliente y nos reímos de los niños que daban chillidos al salir al aire frío Una mañana me trajo un cuenco de flores de azafrán a mi habitación.

– Primavera – dijo.

Me llevó a nuestra colina en la moto. Me compró una cometa plegable en el quiosco y la echamos a volar juntos.

Día tras día era como si alguien hubiese hecho pedazos mi vida y le hubiese dado brillo a cada trozo con mucho cuidado antes de volver a unirlos.

Pero no hemos compartido ni una sola noche.

Y el día de San Valentín, sólo doce días después de una transfusión de sangre, me dijeron que tenía anemia.

– ¿Qué significa eso? -le pregunté al especialista.

– Que está avanzando.

Cada vez me cuesta más respirar. Mis ojeras se han vuelto más oscuras. Mis labios se parecen a un plástico tensado.

Anoche desperté a las dos de la madrugada. Tenía un dolor punzante en las piernas, como un dolor de muelas. Había tomado paracetamol antes de acostarme, pero necesitaba codeína. De camino al cuarto de baño, pase por la puerta abierta del dormitorio de papá, y vi a mamá con el pelo desparramado sobre la almohada y el brazo de papá cubriéndola protectoramente. Ya van tres veces que se queda a dormir en las últimas dos semanas.

Me detuve en el descansillo mirando como dormían y supe que no podía seguir sola en la oscuridad.

Mamá sube y se sienta en mi cama. Estoy de pie junto a la ventana contemplando el anochecer. El cielo está lleno de algo, las nubes, expectantes a ras de suelo.