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Así que quieres que Adam se instale aquí -dice.

– Escribo mi nombre en la ventana empañada. Las marcas que deja mi dedo en el cristal hacen que me sienta más joven.

– Quizá tu padre acepte que Adam se quede alguna que otra noche, Tess, pero no permitirá que venga a vivir aquí.

– Papá dijo que me ayudaría a cumplir los objetivos de mi lista.

– Y te está ayudando. Acaba de comprar los billetes para que vayamos todos a Sicilia, ¿no?

¡Porque quiere pasar una semana contigo!

Cuando me doy la vuelta para mirarla, ella tiene el entrecejo fruncido, como si yo fuera alguien a quien jamás ha visto.

– ¿Eso es lo que te ha dicho?

Y está enamorado de ti; eso es obvio. Viajar ni siquiera está ya en mi lista Su expresión es de desconcierto.

– Pensaba que viajar era el número siete.

– Lo cambié por conseguir que papá y tú volvierais a estar juntos.

– ¡Oh, Tessa!

Resulta extraño, porque ella más que nadie debería comprender lo que es el amor. La abrazo.

– Háblame de él.

– ¿De quién?

– Del hombre por el que nos abandonaste.

– ¿Por qué quieres hablar de eso ahora? -Se sorprende.

– Porque tú dijiste que no tenías alternativa. ¿No fue eso?

– Dije que era desgraciada.

– Mucha gente es desgraciada, pero no sale huyendo.

– Por favor, Tess, no me apetece hablar de eso, de verdad.

– Nosotros te queríamos.

Plural. Pasado. Pero sigue sonando demasiado grande para esta pequeña habitación. Me mira con un rastro pálido y anguloso.

– Lo lamento.

– Debías de querer a ese hombre más de lo que has querido nunca ha nadie. Debía de ser alguien maravilloso, alguien mágico.

– No responde.

– Me giro hacia la ventana.

– Por lo tanto, deberías comprender lo que siento por Adam.

Mamá se levanta y se acerca. No me toca, pero se detiene muy cerca de mí.

– ¿Siente él lo mismo por ti, Tess?

– No lo sé.

Quiero apoyarme en ella y fingir que todo va a ir bien. Pero borro mi nombre del cristal y contemplo la noche. Fuera, el ambiente se ve extrañamente lúgubre.

– Hablaré con tu padre. Ha ido a acostar a Cal, pero cuando acabe me lo llevaré a tomar una cerveza. ¿Estaréis bien los dos solos?

– Le pediré a Adam que venga. Le prepararé la cena.

– De acuerdo. – Se dispone a salir, pero al llegar a la puerta se gira-. Quieres cariño y cosas agradables, Tessa, pero ten cuidado. Las personas no siempre pueden darte lo que quieres.

Corto cuatro gruesas rebanadas de pan y las pongo a tostar. Saco tomates del estante de las verduras y, como Adam está apoyado en el fregadero mirándome, sostengo dos tomates a la altura de los pechos y voy bailando hacia la encimera.

Él ríe. Corto los tomates en rodajas que coloco en el grill junto al pan. Saco el rallador del armario y el queso de la nevera, y rallo en montón sobre la tabla mientras se hacen las tostadas. Sé que hay un espacio entre el borde de mi camiseta y la cintura de mis pantalones. Sé que hay una curva especial (la única curva que me queda) donde la espalda se une al trasero y que cuando me apoyo en una cadera, esa curva se magnifica.

Después de rallar el queso me lamo los dedos muy despacio, y ocurre exactamente lo que sabía que ocurriría: él se acerca y me besa en la nuca.

– ¿Quieres saber que estoy pensando? -susurra.

– Dime -Aunque ya lo sé.

– Te deseo. -Me da la vuelta y me besa en la boca-. Mucho.

Había como poseído una fuerza que no comprende. Me encanta. Me aprieto contra él.

– ¿Quieres saber lo que yo quiero? -pregunto.

– Dilo.

Sonríe. Cree que sabe lo que voy a decir. No quiero que deje de sonreír.

– A ti. -Es verdad. Pero no toda la verdad.

Apago el gas antes de subir. Las tostadas se han carbonizado. El olor a quemado me pone triste.

En sus brazos lo olvido. Pero después, tumbados en silencio, lo recuerdo.

– Tengo pesadillas -digo.

Me acaricia la cadera y el muslo. Su mano es cálida y firme.

– Cuéntamelas.

– Voy a alguna parte. Ando descalza por los campos hacia un lugar en los confines del mundo. Paso por encima de cercas y camino a través de hierba alta. Cada noche voy más lejos. Anoche llegué a un bosque tenebroso. Al otro lado había un río. Una bruma flotaba sobre la superficie del agua. No había peces y al atravesarlos notaba el cieno entre los dedos de los pies.

Adam me acaricia la mejilla con un dedo. Luego me estrecha contra sí y me besa. En la mejilla, en el mentón. En la otra mejilla. Luego en la boca. Muy suavemente.

– Iría contigo si pudiera.

– Da mucho miedo.

Mueve la cabeza.

– Soy muy valiente.

– Lo sé. Para empezar, ¿cuántas personas estarían aquí conmigo?

– Adam, tengo que pedirte una cosa.

Él espera. Su cabeza junto a la mía en la almohada, sus ojos serenos. Es difícil. No encuentro las palabras. Los libros del estante que hay sobre la cama parecen moverse y suspirar.

Adam se sienta y me da un bolígrafo.

– Escríbelo en la pared.

Miro todas las cosas que he escrito ahí a lo largo de los meses. Deseos garabateados. Podría añadir muchas cosas. Una cuenta de ahorro conjunta, cantar en la ducha con él, oírlo roncar durante años y años.

– Venga -me anima-. Tengo que irme pronto.

Y esas son las palabras que me recuerdan el mundo exterior, cosas que hacer y lugares en que estar, las que me permiten escribir.

"Quiero que vengas a vivir aquí. Quiero las noches." Lo anoto de prisa y con muy mala letra, así que quizá no lo entienda. Luego me escondo bajo el edredón.

Se produce una segunda pausa.

– No puedo, Tess.

Salgo de debajo del edredón. No veo su cara, sólo un destello de luz reflejado en sus ojos. El brillo de de las estrellas quizá. O de la luna.

– ¿Porque no quieres?

– No puedo dejar sola a mi madre.

Odio a su madre, las arrugas que tiene en la frente y alrededor de los ojos. Odio su expresión de animal herido. Ha perdido a su marido, pero no ha perdido todo lo demás.

– ¿No puedes volver cuando se duerma?

– No.

– ¿Se lo has preguntado alguna vez?

Se baja de la cama sin tocarme y se viste. Desearía poder pegarle células cancerosas en el culo. Podría alcanzarlo desde aquí y sería mío para siempre. Levantaría la alfombra y lo arrastraría hasta los cimientos de la casa. Haríamos el amor delante de los gusanos. Mis dedos se meterían bajo su piel.

– Te perseguiré desde la tumba -lo amenazo-. Pero en tu interior. Cada vez que tosas, pensaras en mí.

– No me líes más.

Y se va.

Cojo mi ropa rápidamente y voy tras él. Adam agarra la chaqueta que ha dejado en la barandilla. Lo oigo atravesar la cocina y abrir la puerta de atrás.

Aún está en el umbral cuando lo alcanzo. Más allá, en el jardín caen grandes copos de nieve en remolinos. Debe de haber empezado cuando estábamos arriba. El sendero se halla cubierto de nieve, la hierba también. El cielo está lleno. El mundo parece silencioso y más pequeño.

– Querías nieve.- Alarga la mano para recoger un copo y me lo muestra.

Es perfecto, como los que yo hacía con las blondas de las bandejas y pegaba en las ventanas del colegio. Lo observamos mientras se derrite en su palma.

Cojo el abrigo. Adam me trae las botas, la bufanda y la gorra y me ayuda a bajar el escalón. Mi aliento se escarcha. Nieva tanto que nuestras huellas se borran en cuanto levantamos el pie.

La capa de nieve que cubre la hierba es más gruesa; cruje al pisarla. Atravesamos juntos su pureza. Intentamos gravar nuestros nombres golpeando la nieve con los pies, tratando de alcanzar la hierba de debajo. Pero la nieve que cae cubre todas nuestras señales.

– Mira -dice Adam. Se tumba de espaldas y mueve brazos y piernas. Grita por el frío que le entra en el cuello. Vuelve a levantarse y da patadas en el suelo para sacudirse los pantalones-. Para ti. Un ángel de nieve.