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– Vamos arriba -musita.

Intenta llevarme hacia la puerta, pero le pongo la mano en el pecho para mantenerlo a raya mientras pienso.

– Vamos -insiste-. Quieres, ¿no?

Noto su corazón palpitando bajo mis dedos. Me sonríe, y es verdad que quiero. ¿No he venido para eso?

– Vale.

Su mano arde cuando enlaza sus dedos con los míos y me conduce por el salón hacia las escaleras. Zoey está besando al fumeta. Lo tiene con la espalda contra la pared y le ha encajado una pierna entre las suyas. Cuando pasamos por su lado, los dos se dan la vuelta. Están despeinados y acalorados. Ella me saca la lengua, que brilla como un pez en una cueva. Suelto a Jake para coger el bolso de Zoey del sofá. Rebusco, consciente de que todos tienen los ojos puestos en mí, de la morosa sonrisa en la cara del fumeta. Jake se apoya en el marco de la puerta, esperando. ¿Le está mostrando un pulgar alzado a su amigo? No soy capaz de mirar, ni de encontrar los condones; ni si quiera sé si van en un paquete o una caja, o qué aspecto tienen. Abochornada, decido llevarme el bolso. Si Zoey necesita uno, tendrá que subir a buscarlo.

– Vamos -digo.

Sigo a Jake escaleras arriba, concentrándome en el contoneo de sus caderas para que no decaiga mi ánimo. Me siento una poco extraña, mareada y con ligeras náusea. No creía que subir escaleras detrás de un tío fuera a recordarme los pasillos del hospital. A lo mejor sólo es cansancio. Intento recordar las normas sobre los mareos: siempre que sea posible, respira aire fresco, abre una ventana o sal al exterior. Utiliza la terapia de la distracción, haz algo, cualquier cosa, para no pensar en ello.

– Aquí -anuncia.

El cuarto de Jake no es nada especiaclass="underline" una habitación pequeña con un escritorio, un ordenador, libros desperdigados por el suelo, una silla y una cama individual. En las paredes hay unos cuantos pósters en blanco y negro, de músicos de jazz sobre todo.

Me observa mientras miro la habitación.

– Deja el bolso por ahí.

Recoge la ropa sucia que hay sobre la cama y la tira al suelo, estira el edredón, se sienta y da unas palmaditas junto a él.

Yo no me muevo. Si me siento en esa cama, necesito que la luz esté apagada.

– ¿Podrías encender esa vela? -pido.

Él abre un cajón, saca cerillas y se levanta para encender la vela que hay sobre el escritorio. Apaga la luz del techo y vuelve a sentarse.

Delante tengo un chico real, de carne y hueso, mirándome, esperándome. Es mi momento, el corazón me palpita con fuerza. Tal vez la única forma de acabar con esto sin que él termine pensando que soy una completa idiota sea fingirme otra persona. Decido ser Zoey y empiezo a desabrocharme su vestido.

Él me mira, un botón, dos botones. Se relame los labios. Tres botones.

– Déjame a mí.

Sus dedos son veloces. Ya lo ha hecho antes. Otra chica, otra noche. Me pregunto dónde estará ella ahora. Cuatro botones, cinco, y el minúsculo vestido rojo se desliza desde los hombros hasta las caderas, cae al suelo y aterriza a mis pies como un beso. Saco los pies y me planto delante de Jake en bragas y sujetador.

– ¿Qué es eso? -Frunce el entrecejo al verme la piel arrugada del pecho.

– Estuve enferma.

– ¿De qué?

Le cierro la boca con besos.

Huelo diferente ahora que estoy prácticamente desnuda, a cálido almizcle. Él sabe diferente, a humo y algo dulce. A vida quizá.

– ¿No te quitas la ropa? -le pregunto con mi mejor imitación de la voz de Zoey.

Jake se saca la camiseta por la cabeza levantando los brazos. Durante unos segundos no puede verme, pero me lo enseña todo: el torso estrecho, joven y pecoso, el oscuro vello de las axilas. Tira la camiseta al suelo y vuelve a besarme. Intenta abrirse el cinturón sin mirar y con una sola mano, pero no puede. Se aparta, sin dejar de mirarme mientras desabrocha agitadamente el botón y baja la cremallera. Se quita los pantalones y se queda en ropa interior. Hay un momento en que vacila; parece cohibido. Me fijo en sus pies, inocentes como margaritas con sus calcetines blancos, y siento la necesidad de darle algo.

– Es la primera vez que hago esto -confieso-. Nunca he llegado hasta el final con ningún tío.

La vela gotea.

Él no dice nada durante unos instantes, luego sacude la cabeza como si no acabara de creérselo.

– Vaya, es increíble.

– Yo asiento.

– Ven.

Me hundo en su hombro. Es reconfortante, como si todo pudiera ir bien. Jake me rodea con un brazo y me sube la otra mano por la espalda para acariciarme la nuca. Su mano es cálida. Hace dos horas ni siquiera sabía su nombre.

Tal vez no tengamos que acostarnos. Tal vez podríamos tumbarnos simplemente y acurrucamos, dormir uno en brazos del otro bajo el edredón. Tal vez nos enamoremos. Él buscará una cura y yo viviré para siempre.

Pero no.

– ¿Tienes condones? -susurra-. Me he quedado sin.

Agarro el bolso de Zoey y lo vuelco en el suelo a nuestros pies; él recoge un condón, lo deja preparado sobre la mesita de noche y se quita los calcetines.

Yo me desprendo despacio del sujetador. Nunca he estado desnuda delante de un tío. Él me mira como si quisiera comerme, preguntándose por dónde empezar. Oigo los latidos de mi corazón. A Jake le cuesta librarse de los calzoncillos con la erección. Yo me quito las bragas y de pronto estoy temblando. Los dos estamos desnudos. Pienso en Adán y Eva.

– Todo irá bien -asegura él; me coge la mano y me lleva hasta la cama. Aparta el edredón y nos metemos dentro. Es un barco. Es una madriguera. Es un lugar donde ocultarse-. Te va a encantar.

Empezamos besándonos, lentamente al principio. Sus dedos recorren despacio el contorno de mis huesos. Me gusta; lo dulces que somos el uno con el otro, la lentitud a la luz de la vela.

Pero no dura mucho. Sus besos se hacen más intensos, su lengua se introduce hasta el fondo, ávida. También sus manos se apresuran, apretándome, frotándome. ¿Busca algo en particular? No deja de decir: "Oh, sí, oh, sí", pero no creo que me lo diga a mí. Tiene los ojos cerrados y mis pechos le llenan la boca.

– Mírame -le pido-. Necesito que me mires.

Él se incorpora sobre un codo.

– ¿Qué?

– No sé qué hacer.

– Lo haces bien. -Sus ojos están tan oscuros que no los reconozco. Es como si se hubiera convertido en otra persona, ni siquiera es el semidesconocido que era unos minutos antes-. Todo va bien.

Y vuelve a besarme el cuello, los pechos, el vientre, hasta que su rostro desaparece de nuevo. Sus manos también descienden, y no sé cómo decirle que no lo haga. Aparto las caderas, pero él no se detiene. Mete los dedos entre mis piernas y ahogo una exclamación de sorpresa, porque nadie me lo había hecho antes.

¿Qué me pasa que no se cómo hacer esto? Pensaba que lo sabría, que sabría lo que iba a ocurrir. Pero todo va muy deprisa sin mí, como si Jake me obligara a hacerlo, cuando se supone que yo debería llevar las riendas.

Me aferro a él, le rodeo la espalda con los brazos y le doy unas palmadas como si fuera un perro que no comprende.

Él se incorpora.

– ¿Estás bien?

Asiento.

Alarga la mano hacia el condón que ha dejado en la mesita. Lo miro mientras se lo pone. Lo hace deprisa. Es un experto en condones.

– ¿Lista?

Vuelvo a asentir. Me parece grosero no hacerlo.

Él se tumba, me separa las piernas con las suyas, se aprieta contra mí, con todo su peso encima. Pronto lo notaré dentro de mí y averiguaré de qué va todo esto. Ésa era mi idea inicial. Me fijo en muchas cosas mientras los números de neón rojo de su radio despertador pasan de las 3.15 a las 3.19. Me fijo en que sus zapatos descansan de lado junto a la puerta, que no está bien cerrada. Hay una extraña sombra en el techo, en el rincón más alejado, que parece una cara. Pienso en el gordo sudoroso al que vi una vez corriendo por mi calle. Pienso en una manzana. Pienso en lo segura que me sentiría debajo de la cama, o con la cabeza en el regazo de mi madre.