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Es la primera vez que me mira desde que he escrito mi deseo en la pared. Sus ojos están tristes.

– ¿Has tomado alguna vez helado de nieve? -pregunto.

Lo envío a la cocina por un cuenco, azúcar glas, vainilla y una cuchara. Siguiendo mis instrucciones, vierte nieve en el cuenco y mezcla todos los ingredientes. Se convierte en un puré, se pone marrón, sabe raro. No es como lo recordaba de cuando era niña.

– Quizá sea con yogur y zumo de naranja.

Adam vuelve a la cocina. Regresa. Probamos otra vez. Sabe peor, pero esta vez él se hecha a reír.

– Bonita boca -le digo.

– Estás temblando. Deberías entrar en casa.

– Sin ti no.

Mira su reloj.

– ¿Qué nombre se le da a un muñeco de nieve en el desierto? -pregunto.

– Tengo que irme, Tess.

– Charco.

– En serio.

– No puedes irte ahora. Hay una tormenta de nieve. No encontraré el camino de vuelta a casa.

Bajo la cremallera del abrigo y lo dejo caer de modo que me queda un hombro al descubierto. Antes Adam se ha pasado varios minutos besando ese trozo de hombro en particular. Me mira parpadeando. La nieve le cae en las pestañas.

– ¿Qué quieres de mi, Tess?

– Las noches.

– ¿Qué quieres de verdad?

Sabía que lo entendería.

– Quiero que estés conmigo en la oscuridad. Que me abraces. Qué sigas amándome. Que me ayudes cuando esté asustada. Que vengas conmigo hasta el final para ver lo que hay allí.

Su mirada es penetrante.

– ¿Y si me equivoco?

– Es imposible equivocarse.

– Podría fallarte.

– No lo harás.

– Podría entrarme pánico.

– No importa. Sólo quiero que estés conmigo.

Nos miramos en medio del jardín invernal. Sus ojos son muy verdes. En ellos veo su futuro entendiéndose ante él. No sé lo que él ve en los míos, pero es valiente. Siempre lo he sabido. Me coge de la mano y volvemos dentro.

De regreso en la cama me siento más pesada, como si el colchón se me hubiera pegado al cuerpo y me estuviera absorbiendo. Adam tarda siglos en desvestirse, luego se queda temblando en calzoncillos.

– Entonces, ¿tengo que meterme en la cama contigo?

– Sólo si quieres.

Pone los ojos en blanco, como si no hubiese manera de llevarme la contraria. Es tan difícil conseguir lo que deseo. Me preocupa que la gente sólo me dé cosas porque se sienta culpable. Necesito que Adam quiera estar aquí. ¿Cómo sabré si quiere o no?

– ¿No deberías decírselo a tu madre? -le pregunto cuando se mete en la cama.

– Se lo diré mañana. Lo superará.

– No lo haces porque te doy pena, ¿verdad?

Sacude la cabeza.

– Basta ya, Tess.

Nos arropamos juntos, pero aún tenemos el frío de la nieve metido en el cuerpo; tenemos los pies y las manos congelados. Hacemos bicicleta con las piernas para entrar en calor. Él me frota, me acaricia. Me estrecha de nuevo en sus brazos. Noto que su pene se pone duro. Eso me hace reír. El también ríe, pero nervioso, como si me burlara de él.

– ¿Me deseas? -digo.

Sonríe.

– Siempre te deseo, pero es tarde; deberías dormir.

Con la nieve, el mundo exterior parece más brillante. La luz se filtra a través de la ventana. Me duermo contemplando el pálido reflejo de su brillo en la piel de Adam. Cuando despierto, aún es de noche y él está dormido. Su cabello es negro sobre la almohada, su brazo me rodea como si pudiera retenerme aquí. Suspira, deja de respirar, se mueve, respira otra vez. Está en medio del sueño, parte de este mundo pero también parte de otro. Me resulta extrañamente reconfortante.

Pero su presencia no impide que me duelan las piernas. Le dejo el edredón, me envuelvo en la manta y voy tambaleándome hasta el cuarto de baño en busca de codeína.

Cuando salgo, papá está en el descansillo, en bata. Había olvidado su existencia. No llevaba zapatillas. Los dedos de sus pies son largos y grises.

– Te estás haciendo viejo. La gente mayor se levanta a menudo en medio de la noche. Él se ajusta la bata.

– Sé que Adam está en tu habitación.

– ¿Y mamá está en la tuya?

A mi me parece un buen argumento, pero él prefiere pasarlo por alto.

– No me has pedido permiso.

Miro la alfombra y espero que acabe con esto rápidamente. Noto las piernas llenas, como si mis huesos se estuvieran hinchando. Muevo los pies.

– No quiero ser aguafiestas, Tess, pero mi deber es cuidar de ti y no quiero que sufras.

– Un poco tarde para eso. – Lo digo en broma, pero él no sonríe.

– Adam no es más que un crío, Tessa. No puedes depender de él para todo: podría fallarte.

– No me fallará.

– ¿Y si lo hace?

– Entonces siempre te tendré a ti.

Es extraño abrazarlo en la oscuridad del descansillo. Nos damos el abrazo más fuerte que recuerdo. Al final me suelta y me mira con seriedad.

– Nunca te abandonaré, Tess. Hagas lo que hagas, pese a lo que todavía tengas que hacer, lo que tu tonta lista te obligue a hacer. Quiero que lo sepas.

Ya no queda casi nada.

El numero nueve es que Adam se venga a vivir aquí. Más profundo que el sexo. Se trata de enfrentarme a la muerte, pero no sola; que mi cama ya no sea aterradora, sino un lugar cálido en el que me espera Adam.

Papá me besa la coronilla.

– Pues ve.- Y se mete en el cuarto de baño.

Yo vuelvo con Adam.

Capítulo 31

La primavera es un poderoso Hechizo.

El azul. Las nubes altas y esponjosas. El aire más calido después de semanas de frío.

– La luz es distinta esta mañana -le digo a Zoey-. Me ha despertado.

Ella cambia de postura en la hamaca.

– Que suerte. A mi me ha despertado un calambre en la pierna.

Estamos sentadas bajo el manzano. Zoey se ha traído una manta del sofá para envolverse, pero yo no tengo frío. Es uno de esos suaves días de marzo en que la tierra parece inclinarse hacia delante. La hierba se ha cubierto de margaritas. Crecen los tulipanes. En los bordes de la valla. El jardín incluso huele diferente, a algo húmedo y secreto.

– ¿Estás bien, Tess? Te veo un poco rara.

– Estoy concentrada.

– ¿En qué?

– En señales.

Suelta un leve gemido, coge el folleto de vacaciones de mi regazo y lo hojea.

– Entonces me torturaré con esto. Avísame cuando acabes.

– Nunca acabaré.

Esa brecha en las nubes por la que pasa la luz.

Ese pájaro osado que surca el cielo volando en línea recta.

Hay señales por todas partes. Protegiéndome.

Cal también las busca ahora, aunque de un modo más práctico. Las llama "Hechizos para alejar la muerte".

Ha puesto ajo encima de todas las puertas y en las cuatro esquinas de mi cama. Ha hecho letreros de "No Pasar" para la puerta de adelante y la de atrás.

Anoche, mientras veíamos la tele, ató nuestras piernas juntas con una comba. Parecía que fuéramos a participar en una carrera a tres piernas.

– Nadie podrá llevarte si estás atada a mí.

– ¡Podrían llevarte a ti también!

Se encogió de hombros, como si eso le tuviese sin cuidado.

– Tampoco podrán llevarte en Sicilia; no sabrán donde estás.

– Mañana sale el avión. Una semana entera al sol.

Le doy envidia a Zoey con el folleto, pasando el dedo por la playa volcánica de arena negra, el mar bordeado de montañas, las cafeterías y las piazzas. En algunas fotos aparece el Etna con su enorme mole cuadrada en el horizonte, remoto y feroz.

– El volcán está activo. Suelta chispas por la noche, y cuando llueve todo se cubre de ceniza.

– Pero no va a llover, ¿verdad? Deben de estar a unos treinta grados.- Cierra el folleto -. Aún no acabo de creerme que tu madre le haya dado su billete a Adam.