– Mi padre tampoco.
Zoey piensa en ello un momento.
– ¿No estaba en tu lista conseguir que volvieran a juntarse?
– El número siete.
– Qué horrible. -Lanza el folleto a la hierba-. Me he puesto triste
– Son las hormonas.
– Más triste de lo que puedas imaginar.
– Sí, son las hormonas.
Desesperada, alza la vista al cielo, y casi inmediatamente me mira de nuevo con una sonrisa en la cara.
– ¿Te he dicho que van a darme las llaves dentro de tres semanas?
Hablar de su piso siempre la anima. El ayuntamiento le ha concedido un subsidio.
Podrá cambiar cupones por pintura y empapelado de pared. Se entusiasma describiendo el mural que piensa pintar en su dormitorio, las baldosas de peces tropicales que quiere para su cuarto de baño.
Es extraño, pero mientras habla, el contorno de su cuerpo comienza a desdibujarse. Intento concentrarme en sus planes para la cocina, pero es como si estuviera en medio de la calima.
– ¿Estás bien? -me pregunta-. Vuelves a tener una expresión rara.
Me incorporo y me froto el cuero cabelludo, concentrándome en el dolor que siento sobre los ojos, tratando de eliminarlo.
– ¿Voy a buscar a tu padre?
– No.
– ¿Un vaso de agua?
– No. Quédate aquí. Vengo enseguida.
– ¿Adónde vas?
No veo a Adam, pero lo oigo. Está removiendo la tierra para que su madre pueda plantar flores mientras estamos fuera. Oigo el golpe de su bota al empujar la pala, la húmeda resistencia de la tierra.
Paso al otro lado de la valla, las por la parte rota. Se percibe el rumor de las cosas que crecen, los capullos que se abren, las delicadas hojas verdes que se abren paso hacia la luz.
Adam se ha quitado el jersey, sólo lleva una camiseta sin mangas y los tejanos. Ayer se cortó el pelo, y el arco que traza su cuello al unirse a los hombros es increíblemente bello. Sonríe al ver que estoy mirándolo, deja la pala y se acerca.
– ¡Hola!
Me inclino hacia él y espero sentirme mejor. Adam está caliente. Su piel es salada y huele a sol.
– Te quiero.
Silencio. Sobresalto. ¿Eso es lo que pretendía decir?
Él esboza su sonrisa ladeada.
– Yo también te quiero, Tess
Pongo una mano sobre su boca.
– No lo digas si no es en serio.
– Lo digo en serio.
Su aliento humedece mis dedos. Me besa la palma.
Almaceno estas cosas en mi corazón: el tacto de su piel, su sabor en mi boca. Las necesito como talismanes para sobrevivir a un viaje imposible.
Adam me acaricia la mejilla con un dedo, desde la sien hasta el mentón, y luego los labios.
– ¿Estás bien?
Asiento con la cabeza.
Me mira, levemente perplejo.
– Estas muy callada. ¿Voy a buscarte cuando termine? Podríamos salir con la moto, ir a despedirnos de la colina hasta dentro de una semana.
Vuelvo a asentir. Sí.
Me da un beso de despedida sabe a mantequilla.
Me sujeto a la valla cuando vuelvo a atravesarla. Un pájaro canta una compleja canción y papá está en el umbral de la puerta trasera con una piña en la mano. Son buenas señales. No hay por qué tener miedo.
Regreso a mi silla. Zoey finge dormir, pero abre un ojo cuando me siento.
– Me pregunto si te gustaría Adam de no estar enferma.
– Ya lo creo.
– No es tan guapo como Jake.
– Es mucho más agradable.
– Apuesto que a veces te pone de los nervios. Apuesto a que dice chorradas y quiere follar cuando tú no tienes ganas.
– Nada de eso.
Me mira ceñuda.
– Es un tío, ¿no?
¿Cómo explicárselo? El consuelo de su brazo alrededor de mis hombros por las noches. El cambio de su respiración a medida que pasan las horas. Los besos que me da cuando me despierta por la mañana. Su mano en mi pecho, que hace que mi corazón siga latiendo.
Papá se acerca con la piña en la mano.
– Ven dentro. Ha llegado Philippa.
Pero yo no quiero entrar. No soporto estar encerrada entre cuatro paredes. Quiero quedarme bajo el manzano, al aire primaveral.
– Dile que venga aquí, papá.
Él se encoge de hombros y regresa dentro.
– Tienen que hacerme un análisis de sangre -le digo a Zoey.
Ella frunce la nariz.
– De acuerdo. De todos modos, me estoy helando aquí fuera.
Philippa se pone los guantes estériles.
– ¿El amor sigue obrando su magia?
– Mañana es nuestro décimo aniversario.
¿Diez semanas? Bueno, está haciendo maravillas contigo. A partir de ahora voy a recomendar a todos mis pacientes que se enamoren.
Me levanta el brazo hacia el cielo y limpia alrededor del portacath con gasas.
– ¿Has hecho ya las maletas?
– Un par de vestidos, bikini y sandalias.
– ¿Eso es todo?
– ¿Qué más voy a necesitar?
– Pues protector solar, sombrero y una chaqueta por si acaso. No quiero tener qie curarte una insolación cuando vuelvas.
Me gusta que se preocupe por mí. Hace varias semanas que es mi enfermera habitual. Creo que soy su paciente favorita.
– ¿Qué tal Andy?
Philippa sonríe con gesto cansado.
– Ha estado resfriado toda la semana. Aunque por supuesto él dice que es gripe. Ya sabes como son los hombres.
En realidad no lo sé, pero asiento de todas maneras. Me pregunto si su marido la quiere, si la hace sentirse especial, si se siente extasiado entre sus gordos brazos.
– ¿Por qué no tienes hijos, Philippa?
Ella me mira mientras extrae sangre con la jeringa.
– No conseguí superar el miedo.
Llena con sangre una segunda jeringa y la transfiere a un frasco, limpia el portacath con solución salina y heparina, guarda sus cosas en el maletín y se levanta. Por un instante tengo la impresión de que va a agacharse para darme un abrazo, pero no lo hace.
– Que lo pases muy bien. Y no olvides enviarme una postal.
La veo alejarse, caminando como un pato. Se gira al llegar a la puerta trasera y se despide agitando la mano.
Zoey sale de nuevo.
– ¿Qué buscan en tu sangre exactamente?
– Enfermedad periférica.
Asiente con aire entendido y vuelve a acomodarse.
– Por cierto, tu padre está preparando la comida. La traerá dentro de un rato.
Una hoja revolotea. Una sombra recorre el suelo del jardín.
Hay señales por todas partes. Algunas las crea uno mismo; otras vienen por sí solas. Zoey me coge la mano y se la pone en el vientre.
– ¡Se está moviendo! Pon la mano aquí; no, aquí. Eso es ¿Lo notas?
Percibo un movimiento lento, como si su bebé estuviera dando un perezoso salto mortal. No quiero apartar la mano. Quiero que el bebé vuelva a moverse.
– Eres la primera persona que lo nota. Lo has notado ¿no?
– Sí.
– Imagínate a mi niña. Imagínatela de verdad.
Lo hago a menudo. La he dibujado en la pared, sobre mi cama. El dibujo no es demasiado bueno, pero todas las medidas son precisas: fémur, abdomen, circunferencia de la cabeza.
El número diez de mi lista. Lauren Tessa Walker.
– Las estructuras de la columna están todas en su sitio -le cuento a Zoey-. Treinta y tres vértebras, ciento cincuenta articulaciones y mil ligamentos. Tiene los párpados abiertos, ¿lo sabías? Y las retinas ya están formadas.
Zoey me mira pestañando, como si le costara creer que alguien pueda retener toda esa información. Decido no contarle que su corazón trabaja a un ritmo doble de lo habitual y hace que circulen seis litros de sangre por minuto. Creo que se asustaría.
Papá se acerca por el sendero.
– Aquí tenéis, chicas.
Deja una bandeja en la hierba, entre las dos. Ensalada de aguacate y berros. Rodajas de piña y kivi. Un cuenco de grosellas rojas.
– ¿Nada de hamburguesas, entonces? – pregunta Zoey.
Él la mira con ceño, pero sabe que bromea y sonríe.