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Quiero zumo de mango. Montones de zumo. El me ahueca la almohada para que apoye la cabeza y me sujeta el vaso para que beba. Nuestras miradas se cruzan. Sorbo, trago. Me da tiempo para respirar, vuelve a inclinar el vaso. Cuando termino, me limpia la boca con un pañuelo de papel.

– Como un bebé-le digo.

Él asiente, y los ojos se le humedecen con lágrimas silenciosas.

Duermo. Despierto de nuevo; esta vez, muerta de hambre.

– ¿Hay alguna posibilidad de comer helado?

Papá deja el libro que está leyendo y sonríe.

– Espera.

No tarda mucho; regresa con un Mivvi de fresa. Envuelve el palito con un pañuelo de papel para que no gotee y consigo sujetarlo yo sola.

Está delicioso. Mi cuerpo se repara. No sabía que aún podía hacerlo. Sé que no voy a morir con un Mivvi de fresa en la mano.

– Creo que me apetecerá otro después de éste.

Papá me dice que puedo comerme cincuenta helado si quiero.

Debe de haber olvidado que no me permiten comer dulces ni productos lácteos.

– Tengo algo más para ti. -Hurga en el bolsillo de la chaqueta y saca un imán de nevera. Tiene forma de corazón, está pintado de rojo y cubierto torpemente de barniz-. Lo ha hecho Cal. Te envía besos.

– ¿Y mamá?

Ha venido a verte un par de veces. No estabas nada bien, Tessa, y las visitan tenían que reducirse al mínimo.

– ¿Entonces Adam no ha venido?

– Todavía no.

Lamo el palo de helado tratando de arrancarle todo el sabor. La madera me raspa la lengua.

– ¿Voy por otro?

– No. Ahora quiero que te vayas.

– ¿Adónde?-pregunta desconcertado.

– A buscar a Cal al colegio. Luego lo llevas al parque y jugáis a fútbol. Cómprale patatas fritas. Después vuelves y me lo cuentas todo.

Papá se sorprende un poco, pero se echa a reír.

– ¡Ya veo que has despertado con ganas de dar guerra!

– Y llama por teléfono a Adam. Dile que venga esta tarde a visitarme.

– ¿Algo más?

– Sí. Dile a mamá que quiero regalos: zumos caros, montones de revistas y maquillaje nuevo. Si piensa dejarme tirada, al menos que me compre cosas.

Papá parece contento cuando coge un trozo de papel y apunta la marca de la base de maquillaje y el pintalabios que quiero. Me anima a pedir otras cosas que me apetezcan, así que pido bollos con arándanos, chocolate con leche y un paquete de bombones Creme Eggs. Al fin y al cabo, ya casi estamos en Pascua.

Papá me da tres besos en la frente y dice que volverá luego.

Cuando se marcha, un pájaro se posa en el alféizar de la ventana. No es un pájaro espectacular, no un buitre ni un ave fénix, sino un vulgar estornino. Entra una enfermera, me arregla las sábanas, me llena la jarra de agua. Le señalo el pájaro y bromeo con que es el mensajero de la muerte. Ella aspira entre los dientes y me dice que no tiente al destino.

Pero el pájaro me mira y ladea la cabeza.

– Todavía no -le digo.

Me visita el médico.

– Bueno, al final hemos dado con el antibiótico correcto.

– Al final.

– Aunque ha sido un buen susto.

– ¿Ah, sí?

– Para ti, me refiero. Ese nivel de infección puede causar una gran desorientación.

Leo su nombre en la placo mientras me ausculta. "Dr. James Wilson." Es de la edad de papá, más o menos, con un cabello negro que ralea en la coronilla. Está más delgado que papá. Parece cansado. Me examina brazos, piernas y espalda en busca de hemorragias bajo la piel, luego se sienta junto a la cama y hace anotaciones en mi gráfico.

Los médicos esperan que una sea agradecida y corté. Facilita su trabajo. Pero hoy no tengo ganas de andarme por las ramas.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

Él levanta la vista, sorprendido.

– ¿No esperamos a que regrese tu padre para hablar de eso?

– ¿Por qué?

– Para discutir junto las opciones médicas.

– Soy yo la enferma, no mi padre.

Vuelve a meterse el bolígrafo en el bolsillo. La mandíbula se le tensa.

– No quiero hablar de plazos contigo, Tessa. No sirve de nada.

– A mí sí.

No es que haya decidido ser valiente. No se trata de buenas intenciones para empezar el año. Es que tengo el gotero en el brazo y he perdido días de mi vida en la cama de un hospital. De repente, lo que es importante parece realmente obvio.

– Mi mejor amiga va a tener un bebé dentro de ocho semanas y necesito saber si podré estar con ella.

El doctor cruza las piernas, pero las separa inmediatamente.

Siento un poco de lástima por él. A los médicos no les enseñan gran cosa sobre la muerte.

– Si soy demasiado optimista, te llevarás una decepción. Y tampoco sirve de nada hacer una predicción pesimista.

– No me importa. Usted tiene una idea más clara que yo. Por favor, James.

A las enfermeras no se les permite llamar a los médicos por su nombre de pila, y normalmente yo no me habría atrevido a hacerlo. Pero algo ha cambiado. Ésta es mi muerte y hay cosas que necesito saber.

– No lo demandaré si se equivoca.

Me sonríe levemente.

– Aunque hemos podido curarte la infección y es obvio que te encuentras mucho mejor, tu recuento globular no ha subido como esperábamos, así que hemos hechos algunas pruebas. Cuando vuelva tu padre, podremos hablar de los resultados.

– ¿Tengo una enfermedad periférica?

– Apenas nos conocemos, Tessa. ¿No prefieres esperar a tu padre?

– Dígamelo.

El doctor Wilson suelta un hondo suspiro, como si no acabara de creer que está a punto de ceder.

– Sí, hemos encontrado enfermedad periférica. Lo siento mucho.

Entonces ya está. Estoy corroída por el cáncer, mi sistema inmunológico se ha ido al traste y ya no pueden hacer nada por mí. Me hacían un análisis de sangre cada semana por si acaso. Y ahora ya está.

Siempre había pensando que al recibir esta noticia definitiva sentiría una especie de puñetazo en el estómago. Sería un dolor punzante seguido de un dolor sordo, pero no se vuelve sordo. Es desgarrador. El corazón se me acelera, me sube la adrenalina; me siento completamente lúcida.

– ¿Lo sabe ya mi padre?

Asiente.

– Íbamos a decírtelo juntos.

– ¿Qué opciones me quedan?

– Tu sistema inmunitario se ha venido abajo, Tessa. Tus opciones son limitadas. Podemos seguir con transfusiones y unidades de plaquetas si quieres, pero seguramente los efectos serán breves. Si te detectáramos anemia después de una transfusión, deberíamos dejarlo.

– Y entonces, ¿qué?

– Entonces haríamos todo lo posible para que no sufrieras.

– ¿No son viables las transfusiones diarias?

– No.

– Entonces no voy a llegar a los ocho semanas, ¿verdad?

James Wilson me mira a la cara.

– Tendrías mucha suerte si llegaras.

Sé que tengo de saco de huesos cubiertos con film transparente. Veo la conmoción en los ojos de Adam.

– No estoy exactamente como me recordabas, ¿eh?

Se inclina y me besa en la mejilla.

– Estás estupenda.

Pero yo creo que es esto lo que siempre le ha dado miedo: tener que mostrarse interesado ahora que estoy horrible y no sirvo para nada.

Me ha traído tulipanes del jardín. Los meto en la jarra de agua mientras él mira las tarjetas que he recibido. Durante un rato charlamos de nimiedades, de las plantas vivero que están empezando a crecer, de lo mucho que disfruta su madre con el buen tiempo ahora que sale más a menudo, Adam mira por la ventana y hace una broma sobre la vista que hay más allá del aparcamiento.

– Adam, quiero que seas sincero.

Frunce el entrecejo como si no me comprendiera.

– No finjas que te importo -continúo-. No te necesito como anestésico.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– No quiero que nadie finja conmigo.

– No estoy fingiendo.

– No te culpo. No sabías que acabaría con esta pinta. E irá a peor.