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Adam reflexiona unos instantes y luego se quita los zapatos con los pies.

– ¿Qué haces?

– Ser sincero.

Aparta la manta y se mete en la cama conmigo. Me estrecha entre sus brazos.

– Te quiero -susurra airadamente en mi cuello-. Me duele más de lo que me ha dolido cualquier otra cosa en mi vida, pero te quiero. Así que no te atrevas a decirme que no es verdad. ¡No vuelvas a decirlo nunca más!

Pongo la palma de la mano sobre su cara y él empuja hacia arriba. Se me ocurre que se siente solo.

– Perdona.

– Ya lo creo que has de pedirme perdón.

No quiero mirarle. Creo que intenta no llorar.

Se queda toda la tarde. Vemos la MTV, luego Adam lee el periódico que se ha dejado mi padre y yo echo una cabezada. Sueño con él, aunque está a mi lado. Caminamos juntos por la nieve, pero tenemos calor y llevamos traje de baño. Hay senderos desiertos, árboles helados y una carretera sinuosa e infinitiva.

Cuando despierto, vuelvo a tener hambre, así que envío a Adam por otro Mivvi de fresa. Lo añoro en cuanto sale por la puerta. Es como si el hospital entero se vaciara. ¿Cómo es posible? Junto las manos apretando con fuerza bajo la manta hasta que él regresa y se mete en la cama otra vez.

Le quita el envoltorio al helado y me lo da. Yo lo dejo sobre la mesita de noche.

– Tócame.

– Se va a derretir el helado -me advierte.

– Por favor.

– Estoy aquí. Te estoy tocando.

Muevo su mano hacia mi pecho.

– Así.

– No, Tess, podría hacerte daño.

– No, no me harás daño.

– ¿Y si viene la enfermera?

– Le tiramos la cuña a la cabeza.

Muy suavemente, abarca mi pecho con la mano a través del pijama.

– ¿Así?

Me toca como si fuera un objeto valioso, como si se asombrara, como si mi cuerpo lo dejara atónito, incluso ahora, en plena decadencia. Ambos nos estremecemos al contacto de nuestra piel.

– Quiero hacer el amor.

Su mano se detiene.

– ¿Cuándo?

– Cuando vuelva a casa. Una vez más antes de morir. Prométemelo.

La expresión de sus ojos me asusta. No la había visto nunca.

Es tan profunda y real como si viera cosas que otros sólo pueden imaginar.

– Te lo prometo.

Capítulo 34

Se turnan como los porteros. Papá viene por la mañana y Adam por la tarde. Papá vuelve por la noche con Cal. Mamá me visita de vez en cuando, e incluso consiguió presenciar una transfusión completa en su segunda visita.

"Hemoglobina y plaquetas en camino", dijo cuando empezaron.

Me gustó que conociera esas palabras.

Pero son diez días. Incluso me he perdido la Pascua. Ha sido mucho tiempo perdido.

Cada noche que paso a solas en la cama del hospital quiero estar con Adam, con sus piernas enlazadas en las mías, con su calor.

– Quiero volver a casa -le digo a la enfermera.

– Todavía no.

– Estoy mejor.

– No es suficiente.

– ¿Qué esperan? ¿Encontrar una cura?

El sol se levanta por la mañana y todas las luces de la ciudad se apagan. Las nubes surcan veloces el cielo, los coches salen y entran del aparcamiento con ritmo frenético, luego el sol vuelve a hundirse en el horizonte y otro día termina. El tiempo vuela. La sangre vuela.

Preparo la bolsa y me visto. Me siento en la cama tratando de parecer animada. Estoy esperando a James.

– Me voy a casa -le digo mientras examina mi gráfico.

Él asiente como si lo esperara.

– ¿Estás decidida?

– Del todo. Echo de menos el tiempo. -Señalo la ventana por si acaso está demasiado ocupado para reparar en la tenue luz y las nueves en el cielo azul.

– Hay que seguir cierto rigor para mantener este recuento globular, Tessa.

– ¿No puedo ser rigurosa en casa?

Me mira con seriedad.

– La línea que separa la calidad de vida que tenías y la intervención médica necesaria para mantenerla es muy fina. Sólo tú puedes juzgar si merece la pena. ¿Me estás diciendo que estás harta y quieres abandonar?

No dejo de pensar en las habitaciones de casa, el color de las alfombras y las cortinas, la posición exacta de los muebles. Me gusta el camino que va de mi dormitorio al jardín pasando por la cocina. Quiero recorrer ese camino. Quiero sentarme en la hierba, en mi hamaca.

– La última transfusión sólo duró tres días.

Asiente comprensivo.

– Lo sé. Lo siento.

– Me han hecho otra esta mañana. ¿Cuánto cree que va a durar?

Suspira.

– No lo sé.

Acaricio la sábana con la palma de la mano.

– Sólo quiero volver a casa.

– ¿Por qué no hablamos con el equipo de asistencia a domicilio de la comunidad? Si consigo que te visiten a diario, tal vez podamos hacer una valoración distinta. -Cuelga el gráfico a los pies de la cama-. Les llamaré por teléfono y regresaré cuando venga su padre.

Cuento hasta cien cuando se va. Una mosca se posa en la mesa. Alargo el dedo para tocar sus endebles alas. La mosca percibe mi presencia, vuelve a la vida y sale volando en zigzag hacia el aplique de la pared, donde se queda revoloteando en círculos, lejos de mi alcance.

Me pongo el abrigo, me enrollo la bufanda al cuello y recojo mi bolsa. La enfermera ni siquiera se da cuenta cuando paso por delante de su mesa y me meto en el ascensor.

Cuando llego a la planta bajo, le envío un mensaje a Adam:

"Recuerdas t promesa?"

Quiero morir a mi manera. Es mi enfermedad, mi muerte, mi decisión.

Esto es lo que significa decir que sí.

Es el placer de caminar, poniendo un pie delante del otro, siguiendo las líneas amarillas pintadas en el suelo del pasillo hasta la recepción. Es el placer de la puerta giratoria y de dar la vuelta dos veces para homenajear al genio que la inventó. Y es el placer del aire. Del mundo apacible, fresco e impresionante del exterior.

Hay un quiosco a la puerta. Compro un Dairy Milk y un paquete de Chewits. La dependienta me mira con extrañeza cuando pago. Quizá brillo un poco por culpa de los tratamientos y algunas personas son capaces de verlo, como una herida de neón que se enciende al moverme.

Camino despacio hasta la parad de taxis, saboreando los detalles: la cámara de videovigilancia de la farola que gira sobre su eje, los móviles que suenan a mi alrededor. El hospital parece encogerse cuando susurro un adiós, la sombra de los plátanos oscurece todas sus ventanas.

Una chica pasa por mi lado repiqueteando con sus tacones y despidiendo olor a pollo frito mientras se chupa los dedos. Un hombre lleva en brazos a un niño que no para de berrear y le grita al móviclass="underline"

– ¡No, no puedo comprar patatas, joder!

Creamos modelos, compartimos momentos. A veces creo que soy la única capaz de verlo.

Comparto mi chocolate con el taxista cuando nos incorporamos al denso tráfico de la hora del almuerzo. Me cuenta que hoy hace turno doble y que hay demasiados coches en la calle para su gusto. Los señala con ademán de desesperación mientras avanzamos lentamente por el centro de la ciudad.

– ¿A dónde iremos a parar? -se pregunta.

Le ofrezco un Chewit para animarlo. Luego le mando otro mensaje a Adam: "Tnes promesas q cumplir".

El tiempo ha cambiado, las nueves tapan el sol. Bajo la ventanilla. El frío aire de abril conmociona mis pulmones.

El taxista tamborilea con los dedos sobre el volante.

¡Menudo atasco!

Me gusta: el tráfico que se para y avanza a trompicones, el ronco traqueteo de un autobús, la sirena apremiante que suena a lo lejos. Me gusta avanzar tan despacio por la calle principal; así tengo tiempo para vez los huevos de Pascua que no se han vendido en el escaparate del quiosco, las colillas barridas que forman una pulcra montañita junto a la entrada del Chicken Joint. Veo niños que llevan cosas extrañísimas: un oso polar, un pulpo.

frente a Mothercare, bajo las ruedas de un cochecito de bebé, veo mi nombre, desvaído ya, pero serpenteando todavía por la acera hasta llegar al banco.