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Llamo a Adam. No responde, así que le mando otro mensaje:

"Te deseo."

Sencillo y directo.

En el cruce hay una ambulancia ladeada y con las puertas abiertas, lanzando destellos azules sobre la calzada. La luz se refleja incluso en los bajos nubarrones. Una mujer yace en la carretera con una manta por encima.

– Mira eso -dice el taxista.

Todo el mundo está mirando: la gente de los otros coches, los oficinistas que han salido a tomar un sándwich. La mujer tiene la cabeza tapada, pero le asoman las piernas. Lleva medias; los zapatos componen ángulos extraños. Su sangre, oscura, forma un charco a su lado.

El taxista me lanza una ojeada por el retrovisor.

– Esto le hace pensar a uno, ¿eh?.

– Sí. Es tan tangible. Estar y no estar.

Cuando llamo a la puerta de Adam, siento como si tuviera savia en los dedos de los pies u me subiera por los tobillos y pantorrillas.

Sally abre una rendija y se asoma. Me embarga una oleada de afecto hacia ella.

– ¿Está Adam?

– ¿No estabas en el hospital?

– Ya no.

Parece desconcertada.

– Adam no me ha dicho que fueras a salir hoy.

– Es una sorpresa.

– ¿Otra? -Suspira, abre un poco más la puerta y mira su reloj-. No volverá hasta las cinco.

– ¿Las cinco?

Me mira con el entrecejo fruncido.

– ¿Estás bien?

– No. Las cinco es demasiado tarde. Podría estar completamente anémica para esa hora.

– ¿Dónde está?

Se ha ido a Nottingham en tren. Le han concedido una entrevista.

– ¿Para qué?

Para la universidad. Quiere empezar en septiembre.

El jardín me da vueltas.

– Ya veo que te sorprende tanto como me sorprendió a mí.

Me quedé dormida entre sus brazos en aquella cama de hospital. "Tócame", le pedí, y él me tocó. "Te quiero -me dijo -. No te atrevas a decirme que no es verdad". Me hizo una promesa. Empieza a llover cuando recorro el sendero hacia la cancela. Una lluvia fina y plateada, como si cayeran telarañas.

Capítulo 35

Arranco el vestido de seda de su percha y le hago un corte horizontal justo por debajo de la cintura. Las tijeras estás afiladas, así que es fácil, como deslizar metal por agua. Al vestido azul cruzado le abro una raja en diagonal en el pecho. Los coloco junto sobre la cama, como un par de amigos enfermos, y los acaricio.

No me sirve de nada.

Los estúpidos tejanos que compre con Cal nunca me han quedado bien, así que les corto las perneras a la altura de las rodillas. Les arranco los bolsillo a todos los pantalones de chándal abro agujeros en mis sudaderas y lo tiro todo sobre la cama.

Tardo una eternidad en romper las botas. Me duelen los brazos y resuello. Pero esta mañana me han hecho una transfusión y en las venas me hierve la sangre de otras personas, así que no me detengo. Rajo las dos botas de arriba abajo. Dos alarmantes heridas.

Quiero estar vacía. Quiero vivir en un lugar despejado.

Abro la ventana y lanzo las botas. Aterrizan en la hierba.

El cielo es un único nubarrón gris. Cae una débil llovizna.

El cobertizo está mojado. La hierba está húmeda. La barbacoa se oxida sobre sus ruedas.

Saco el resto de ropa del armario. Me silban los pulmones, pero no paro. Los botones salen disparados cuando desgarro los abrigos. Hago pedazos los jerséis. Agujereo todos los pantalones. Pongo los zapatos en fila en el alféizar de la ventana y les corto las lengüetas.

Es agradable. Me siento viva.

Cojo los vestidos de la cama y los tiro por la ventana junto con los zapatos. Caen al jardín y se quedan allí bajo la lluvia.

Compruebo el móvil. No hay mensajes. Ni llamadas perdidas.

Odio mi habitación. Todo en ella me recuerda a otras cosas.

El pequeño cuenco de porcelana de St. Ives. El tarro de cerámica marrón donde mamá guardaba las galletas. El perro dormido con su pantufla que tenía la abuela en la repisa de la chimenea. Mi manzana verde de cristal. Todo acaba en la hierba salvo el perro, que se estrella contra la valla.

Los libros se abren cuando los lanzo. Sus hojas aletean como aves exóticas, se rompen y bajan revoloteando. Los CD y DVD pasan como Frisbees por encima de la vallas. Que se los ponga Adam a sus nuevos amigos de la universidad cuando yo haya muerto.

Edredón, sábanas, mantas, todo va fuera. Los frascos y cajas de medicamentos de mi mesita de noche, la jeringuilla mecánica de infusión subcutánea, la crema Dirpobase, la Aqueous Cream. El joyero.

Rajo el puf, decoro el suelo con bolas de poliestireno y arrojo la bolsa vacía a la lluvia. El jardín está muy animado. Crecerán cosas.

Árboles de pantalones. Vides de libros. Luego me tiraré yo misma por la ventana y echaré raíces en esa franja oscura que hay junto al cobertizo.

Sigo sin recibir ningún mensaje. Lanzo el móvil por la ventana.

El televisor pesa como un coche. Me duele la espalda. Me arden las piernas. Lo arrastro por la alfombra. No puedo respirar, tengo que parar. La habitación se mueve. Respira. Respira. Puedes hacerlo. Tiene que desaparecer todo.

Subo el televisor al alféizar.

Y abajo.

Explota en medio de un espectacular estruendo de plástico y cristal.

Ya está. Todo fuera. He terminado.

Papá entra corriendo y se detiene en seco, boquiabierto.

– Eres un monstruo -susurra.

Tengo que taparme los oídos.

Él se acerca y me sujeta por los brazos. Su aliento huele a tabaco rancio.

– ¿Es que quieres dejarme sin nada?

– ¡No había nadie en casa!

– ¿Y por eso has decidido arrasar con todo?

– ¿Donde estabas?

En el supermercado. Luego he ido al hospital a visitarte, pero te habías ido. No has dado un susto de muerte.

– Me importa un carajo, papá!

– ¿Pues a mí sí me importa, joder! Esto te va a dejar completamente exhausta.

– Es mi cuerpo. ¡Hago con él lo que quiero!

– ¿Así que ahora ya no te importa tu cuerpo?

– ¡No; estoy harta de él! Estoy harta de médicos, agujas, análisis de sangre y transfusiones. Estoy harta de pasarme un día tras otro metida en una cama, mientras los demás seguís adelante con vuestras vidas. ¡ Lo odio! ¿Os odio a todos! Adam ha ido a una entrevista en la universidad, ¿lo sabías? ¡Se pasará años allí haciendo lo que más le guste, y yo estaré bajo tierra dentro de un par de semanas!

Papá se echa a llorar. Se desploma sobre la cama, hunde la cabeza entre las manos y llora. No sé qué hacer. ¿Por qué es más débil que yo?

Me siento a su lado y le toco la rodilla.

– No voy a volver al hospital, papá.

Se limpia la nariz con la marga de la camisa y me mira. Se parece a Cal.

– De verdad ya no aguanto más.

Lo rodeo con el brazo y él apoya la cabeza en mi hombro. Le acaricio el pelo. Es como si flotáramos en un barco. Incluso entra la brisa por la ventana. Nos quedamos así un montón de rato.

– Nunca se sabe; a lo mejor no me muero si me quedo en casa.

– Sería estupendo.

– Haré la selectividad. Luego iré a la universidad.

– Suspira, se tira en la cama y cierra los ojos.

– Buena idea.

– Encontraré trabajo y quizá algún día tenga hijos. Chester, Merlin y Daisy.

Papá abre un ojo durante un segundo.

– ¡Que Dios los ayude!

– Serás abuelo. Vendremos a visitarte cada dos por tres. Te visitaremos durante años y años, hasta que cumplas los noventa.

– ¿Y luego qué? ¿Dejaréis de venir?

– No; entonces te morirás. Antes que yo. Como debe ser.

No responde. Cuando la oscuridad se filtra por la ventana y las sombras alcanzan su brazo, parece desvanecerse.

– No vivirás en esta casa, sino en un sitio más pequeño cerca del mar. Yo tendré las llaves porque te visitaré muy a menudo, y un día entraré tranquilamente como siempre, pero las cortinas estarán echadas y las cartas seguirán en la esterilla de la puerta. Subiré al dormitorio para buscarte. Me aliviará verte tumbado en la cama pacíficamente que soltaré una carcajada. Pero cuando abra las cortinas, me daré cuente de que tienes los labios azulados. Te tocaré la mejilla y estará fría. Tus manos también.