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Repetiré tu nombre una y otra vez, pero no podrá oírme y no abrirás los ojos. Papá se incorpora. Está llorando otra vez. Lo abrazo y le palmeo la espalda.

– Perdona. ¿Te estoy asustando?

– No, no. -Se aparta y se frota los ojos-. Será mejor que vaya a limpiar el jardín antes de que anochezca. ¿Te importa si te dejo y voy abajo?

– Claro que no.

Lo observo desde la ventana ahora llueve con ganas y papá se ha puesto botas y un anorak. Saca una escoba y la carretilla del cobertizo. Se pone los guantes de jardín. Recoge el televisor. Barre los cristales rotos.

Coge una caja de cartón y mete los libros. Incluso recoge las hojas que tiemblan pegadas a la valla.

Cal llega con su informe de estudiante su mochila y su bici.

Tiene aspecto sensato y saludable. Papa va a su encuentro y lo abraza.

Cal suelta la bici y lo ayuda a limpiar. Parece un buscador de tesoros cuando va recogiendo anillos. Encuentra el collar de plata que me regalaron en mi último cumpleaños, mi pulsera de ámbar. Luego descubre cosas ridículas: un caracol, una pluma, una piedra especial. Encuentra un charco de barro y lo pisotea. A papá le hace reír; se apoya en la escoba y suelta una carcajada. Cal también ríe.

La lluvia tamborilea suavemente en el cristal de la ventana, y los vuelve difusos a los dos.

Capítulo 36

– Bueno, ¿y pensabas decírmelo o no? -le pregunto.

Adam me mira con expresión grave, sentado en el borde de la silla.

– Me resulta muy difícil.

– Entonces es que no.

Se encoge de hombros.

– Lo he intentado un par de veces, pero me parece tan injusto… como si estuviera mal tener vida propia.

Me incorporo en la cama.

– ¡No te atrevas a compadecerte por vivir!

– No me compadezco.

– Porque si quieres morir tú también, te diré cómo lo haremos. Salimos con la moto, cogemos una curva muy cerrada a toda velocidad justo cuando venga un camión en sentido contrario y nos matamos juntos: montones de sangre, funeral conjunto, nuestros huesos entrelazados por toda la eternidad. ¿Qué tal?

Se le ve tan horrorizado que me echo a reír. Él sonríe también, aliviado. Es como disipar la niebla, como si el sol hubiera salido en la habitación.

– Olvidémoslo, Adam. Me ha pillado en un mal momento, eso es todo.

– ¡Lo has tirado todo por la ventana!

– Pero no ha tenido nada que ver contigo.

Recuesta la cabeza en la silla y cierra los ojos.

– Ya.

Papá le ha dicho que no pienso volver al hospital. Todo el mundo lo sabe. Philippa vendrá mañana para comentar las opciones, aunque no creo que queden muchas. El efecto de la transfusión de hoy se está pasando.

– ¿Y qué tal te ha ido en la universidad, por cierto?

Se encoge de hombros.

– Es muy grande, con muchos edificios. Me he sentido un poco perdido.

Pero aguarda el futuro con expectación. Lo veo en sus ojos. Ha ido en tren hasta Nottingham. Irá a muchos sitios sin mí.

– ¿Has conocido a alguna chica?

– No.

– ¿No es para eso que uno va a la universidad?

Se levanta de la silla y se sienta en el borde de la cama. Me mira con seriedad.

– Voy a ir porque mi vida era una mierda hasta que te conocí. Voy a ir porque no quiero estar aquí cuando tú ya no estés, viviendo con mi madre y sin que cambie nada. Ni siquiera habría pensado en ir de no ser por ti.

– Apuesto a que me habrás olvidado al acabar el primer trimestre.

– Apuesto a que no.

– Prácticamente es una ley.

– ¡Basta! ¿Tengo que hacer alguna locura para que me creas?

– Sí.

Sonríe.

– ¿Qué sugieres?

– Cumple tu promesa.

Alarga la mano para levantar el edredón, pero lo detengo.

– Primero apaga la luz.

– ¿Por qué? Quiero verte.

– Soy un saco de huesos. Por favor.

Suspira, apaga la luz del techo y vuelve a sentarse a mi lado. Creo que lo he asustado, porque no intenta meterse en la cama, sino que me acaricia la pierna a través del edredón, desde el muslo hasta el tobillo, y luego la otra. Sus manos son firmes. Me siento como un instrumento al que estás afinando.

– Podría pasarme horas con cada parte de tu cuerpo -asegura. Luego ríe, como si no estuviera bien decir eso-. Eres maravillosa, de verdad.

Lo soy bajo sus manos. Porque sus dedos dan dimensión a mi cuerpo.

– ¿Te gusta que te acaricie así, Tess?

Asiento con la cabeza y él se desliza hasta el suelo, se arrodilla en la alfombra y me sujeta los pies con las dos manos, calentándolos a través de los calcetines.

Me los frota tanto rato que casi me quedo dormida, pero despierto cuando me quita los calcetines, me levanta los dos pies y los besa. Recorre todos los dedos con la lengua. Me pasa los dientes por la planta. Me lame los talones.

Pensaba que mi cuerpo no volvería a sentir calor, al menos no ese calor apremiante que he sentido con Adam. Me asombro al notar que me invade de nuevo. Él también lo siente, lo sé. Se quita la camisa y las botas. Nuestras miradas se cruzan mientras se desabrocha los tejanos.

Es increíblemente atractivo, con ese pelo corto que lleva ahora, más que el mío, y la curva de su espalda al quitarse los pantalones, firmes los músculos de tanto trabajar en el jardín.

– Ven -le pido.

Hace calor porque los radiadores están encendidos, pero sigo temblando cuando él levanta el edredón y se mete en la cama a ni lado. Pone mucho cuidado en no aplastarme. Se apoya en un codo para besarme en la boca dulcemente.

– No me tengas miedo, Adam.

– No lo tengo.

Pero es mi lengua la que encuentra la suya, Soy yo la que guía su mano hacia mi pecho y lo anima a desabrochar los botones.

Se le escapa un sonido gutural, un gemido hondo, mientras sus besos van bajando. Acuno su cabeza. Acaricio su pelo mientras me chupa los senos suavemente, como un bebé.

– Te he echado tanto de menos. -digo.

Su mano se desliza de mi cintura a mi vientre y a la parte superior del muslo. Sus besos siguen a su mano, bajan hasta que la cabeza le queda entre mis piernas y entonces me mira, pidiéndome permiso con los ojos.

La idea de que me bese ahí me desborda.

Adam tiene la cabeza sumida en la sombra y los brazos por debajo de mis piernas.

Noto su cálido aliento en los muslos. Empieza muy despacio.

Si pudiera hacer cabriolas, las haría. Si pudiera aullar a la luna, aullaría. Sentir esto, cuando creía que todo había terminado, cuando mi cuerpo se está agotando y pensaba que nunca más obtendría placer de él.

Soy afortunada.

– Ven aquí. Sube.

En sus ojos hay una sombra de preocupación.

– ¿Estás bien?

– ¿Cómo sabías lo que tenías que hacer?

– ¿Lo he hecho bien?

– ¡Ha sido increíble!

Sonríe, ridículamente satisfecho de sí mismo.

– Lo vi una vez en una película.

– Pero ¿y tú? Ahora te has quedado a medias.

Se encoge de hombros.

– Da igual, estás cansada. No tenemos que hacer nada más.

– Podrías tocarte tú.

– ¿Delante de ti?

– Yo te miraría.

Se ruboriza.

– ¿En serio?

– ¿Por qué no? Necesito más recuerdos.

Sonríe tímidamente.

– ¿De verdad quieres que lo haga?

– De verdad.

Se arrodilla. Tal vez no me queden fuerzas, pero puedo darle mi mirada.

Adam me mira los pechos mientras se toca. Jamás había compartido algo tan íntimo, jamás había visto tal expresión de desconcertado amor como cuando se le abre la boca y los ojos.