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Jake se apoya en los brazos, moviéndose lentamente sobre mí, con la cara vuelta hacia un lado y los ojos cerrados. Está ocurriendo de verdad. Lo estoy viviendo en este momento. Sexo. Cuando termina, me quedo quieta debajo de él, callada y sintiéndome sobre todo muy pequeña. Permanecemos así un rato, luego Jake se separa y examina mi rostro en la oscuridad.

– ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?

No puedo mirarlo, así que me apego a él, ocultándome entre sus brazos. Sé que estoy haciendo el ridículo. Lloriqueo como un bebé y no puedo parar; es horrible. Jake me acaricia la espalda en círculos, me susurra "Sshhh" al oído y al final me aparta para observarme.

– ¿Qué te ocurre? Ahora no irás a decir que no querías, ¿verdad?

Me seco las lágrimas con el edredón. Me incorporo para poner los pies en la alfombra. Me siento de espaldas a él, parpadeando en busca de mi ropa. Son sombras extrañas esparcidas por el suelo.

Cuando era niña, montaba a caballito sobre los hombros de mi padre. Era tan pequeña que tenía que sujetarme con las dos manos para no caer y, sin embargo, llegaba tan alto que podía meter las manos entre las hojas de los árboles. Jamás podría contarle eso a Jake. No le interesaría. No creo que las palabras lleguen a la gente. Tal vez no llegue nada.

Recojo como puedo mi ropa. El vestido rojo se me antoja más pequeño que nunca. Me lo estiro, tratando de taparme las rodillas; ¿de verdad he ido a una discoteca con esta pinta? Deslizo los pies en los zapatos y vuelvo a meter las cosas de Zoey en su bolso.

– No tienes por qué irte -dice Jake, apoyado en su codo. Su pecho parece blanco a la luz parpadeante de la vela.

– Quiero irme.

Él se recuesta de nuevo sobre la almohada. Le cuelga un brazo por el borde de la cama; sus dedos tocan el suelo. Sacude la cabeza muy despacio.

Zoey está abajo, en el sofá, dormida. También el fumeta. Están tumbados juntos, con los brazos entrelazados, de frente. Detesto que a ella se le vea tan ufana. Incluso lleva la camisa de él. Sus bonitos botones en hilera me evocan la casa de azúcar de los niños del cuento. Me arrodillo a su lado y le acaricio el brazo levemente. Su piel está caliente. La acaricio hasta que abre los ojos. Parpadea.

– ¡Eh! -susurra-. ¿Ya habéis terminado?

Asiento, y no puedo evitar sonreír, lo que es extraño. Zoey se zafa de los brazos del fumeta, se sienta y pasea la mirada por el suelo.

– ¿Ves el costo por ahí?

Encuentro la lata con la droga y se la entrego, luego me voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua. Creía que ella me seguiría, pero no lo hace. ¿Cómo vamos a hablar con el fumeta delante? Me bebo el agua, dejo el vaso en el escurreplatos y regreso al salón. Me siento en el suelo, a los pies de Zoey, mientras ella lame un papel de liar y lo enrolla, luego lame un segundo papel y también lo enrolla. Luego arranca los extremos.

– ¿Y? ¿Cómo ha ido?

– Bien.

Un destello de luz que atraviesa la cortina me ciega. Sólo veo el brillo de sus dientes.

– ¿Es bueno?

Pienso en Jake, que está arriba, con la mano por el suelo.

– No lo sé.

Zoey da una calada, me mira con curiosidad, exhala el humo.

– Has de acostumbrarte. Mi madre me dijo una vez que el sexo eran sólo tres minutos de placer. Yo pensé: "¿Eso es todo? ¡Pues tendrá que ser algo más para mí!" Y lo es. Si dejas que los chicos piensen que lo hacen de fábula, no sé por qué, todo va sobre ruedas.

Me levanto, me acerco a la ventana y descorro las cortinas del todo. Las farolas de la calle aún están encendidas. Todavía falta mucho para el amanecer.

– ¿Y lo has dejado solo ahí arriba? -dice Zoey.

– Eso creo.

– Pues es un poco desconsiderado. Deberías volver e intentarlo otra vez.

– No quiero.

– Bueno, pues no podemos irnos a casa todavía. Estoy hecha polvo.

Apaga el porro en el cenicero, se instala de nuevo junto al fumeta y cierra los ojos. La observo durante horas, viendo el lento movimiento de su pecho al respirar. Una hilera de luces a lo largo de la pared arroja un suave resplandor sobre la alfombra. También hay una estera, un óvalo pequeño con salpicaduras de azul y gris, como el mar.

Vuelvo a la cocina y pongo la tetera al fuego. Hay un papel sobre la encimera. Alguien ha escrito en éclass="underline" "Queso, mantequilla, judías, pan." Me siento en un taburete y añado: "Chocolate Butterscotch, un paquete de seis de Creme Eggs." Sobre todo quiero los Creme Eggs, porque me encanta comer esos huevos de chocolate rellenos en Pascua. Faltan doscientos diecisiete días para Pascua.

Tal vez debería ser un poco más realista. Tacho los Creme Eggs y escribo: "Papá Noel de chocolate, envoltorio dorado y rojo con una campanita al cuello." Puede que a eso llegue. Faltan ciento trece días para Navidad.

Le doy a vuelta al papel y escribo: "Tessa Scott." Un buen nombre de tres sílabas, como dice siempre mi padre. Si consigo que quepa mi nombre cincuenta veces en este trozo de papel, todo saldrá bien. Escribo con letra muy pequeña, como si fuera la respuesta de un hada a la carta de un niño. Me duele la muñeca. La tetera silba. La cocina se llena de vapor.

Capítulo 5

Algunos domingos papá nos lleva a Cal y a mí a visitar a mamá. Subimos en el ascensor hasta el octavo piso, y por lo general hay un momento en que ella abre la puerta y dice: "¡Eh, hola!", y nos engloba a los tres con la mirada. Papá suele quedarse un rato en la puerta charlando con ella.

Pero hoy está tan impaciente por perderme de vista que, cuando se abre la puerta, ya se encuentra al otro lado del pasillo para coger el ascensor.

– Vigílala -dice, apuntándome con el dedo-. No se puede confiar en ella.

Mamá se echa a reír.

– ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

Cal apenas puede contener la emoción.

– Anoche papá le dijo a Tess que no saliera.

– Ah. Típico de tu padre.

– Pero ella salió de todas maneras, y acaba de llegar a casa. Ha pasado toda la noche fuera. Mamá me sonríe afectuosamente.

– ¿Has conocido a un chico?

– No.

– Apuesto a que sí. ¿Cómo se llama?

– ¡Te digo que no!

Papá está furioso.

– Típico -resopla-. Típico, joder. Debería haber imaginado que no ibas a apoyarme.

– Oh, calla -exclama mamá-. No le ha hecho ningún daño, ¿verdad?

– Mírala bien. Está completamente extenuada.

Los tres hacen una pausa para mirarme. Odio eso. Me siento fría y deprimida y me duele el estomago. Me duele desde que me acosté con Jake. Nadie me había dicho que pasaba eso. -Volveré a las cuatro -dice papá cuando se abre el ascensor-. Hace casi dos semanas que a niña se niega a que le hagan el recuento de leucocitos, así que llámame si notas algún cambio. ¿Lo harás?

– Sí, sí, no te preocupes. Mamá se inclina y me besa en la frente-. Yo cuidaré de ella.

Cal y yo nos sentamos en la mesa de la cocina y mamá pone la tetera al fuego, busca tres tazas entre la vajilla sucia del fregadero y las enjuaga bajo el grifo. Alarga el brazo para coger las bolsitas de té de un armario, saca la leche de la nevera, la olisquea y sirve galletas en un plato. De inmediato me meto una galleta Bourbon en la boca. Está deliciosa. EL chocolate barato y el subidón de azúcar al cerebro.

– ¿Os he hablado alguna vez de mi primer novio? -dice mamá dejando la tetera sobre la mesa-. Se llamaba Kevin y trabajaba en una relojería. Me encantaba su expresión cuando se concentraba con ese ocular que se encajaba en el ojo.

Cal coge otra galleta.

– ¿Cuántos novios has tenido en total, mamá?

Ella ríe y se echa la larga melena hacia atrás por encima del hombro.