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– Ahora notarás una pequeña sensación de escozor -avisa el médico

Papá me acaricia la mano con el pulgar, y unas ondas de calor estático penetran en mis huesos. Me induce a pensar en las palabras "para siempre", en que hay más muertos que vivos, en que estamos rodeados de fantasmas. Eso debería consolarme, pero no me consuela.

Apriétame la mano -dice papá.

– No quiero hacerte daño.

– Cuando tu madre te dio a luz. ¡Me apretó la mano durante catorce horas y no me dislocó ningún dedo! Tú no puedes hacerme daño, Tess.

Es como la electricidad, como si la columna se me hubiera quedado atascada en una tostadora y el médico la estuviese sacado con un cuchillo afilado.

– ¿Qué crees que estará haciendo mamá hoy? -pregunto. Mi voz suena distinta. Tensa. Contenida.

– Ni idea.

– Le pedí que viniera.

– ¿Ah, sí? -Parece sorprendido.

– Pensaba que después podríais pasar un rato juntos en la cafetería.

Él frunce el entrecejo.

– Qué cosas más extrañas piensas.

Cierro los ojos e imagino que soy un árbol bañado por el sol, que no deseo nada más que la lluvia. Pienso en el agua plateada salpicándome las hojas, empapando mis raíces, subiendo por mis venas.

El médico recita estadísticas a la estudiante.

– Aproximadamente una de cada mil personas a las que se le practica este prueba sufre un daño neuronal leve. También hay un leve riesgo de infección, sangrado o lesión de cartílago – explica, y luego saca la aguja-. Buena chica – me dice-. Ya está.

Casi espero que me dé una palmada en el trasero, como si fuera un caballo obediente. No lo hace. Agita los tres tubos estériles delante de mí.

– Ahora mandaremos esto al laboratorio.- Ni siquiera me dice adiós, simplemente abandona en silencio la habitación, seguido por la estudiante. Es como si de repente se avergonzara de que hayamos tenido un momento de intimidad.

Pero la enfermera es encantadora. Conversa con nosotros mientras me venda la espalda con gasa; luego rodea la cama y me sonríe.

Ahora tienes que estar un rato tumbada, cariño.

– Lo sé.

– No es la primera vez, ¿eh? -Se gira hacia papá-. ¿Qué va a hacer usted mientras tanto?

– Tengo un libro. Me sentaré aquí y leeré.

Ella asiente.

– Estoy aquí fuera. ¿Ya sabe lo que debe controlar cuando vuelvan a casa?

Papá lo recita todo de un tirón, como un profesionaclass="underline"

– Escalofríos, fiebre, cuello rígido o dolor de cabeza. Drenaje o sangrado, parálisis o pérdida de fuerza por debajo del punto de punción.

– ¡Muy bien! -exclama impresionada.

Cuando ella sale de la habitación, papá me sonríe.

– Muy bien, Tess. Ya se ha acabado, ¿eh?

– A menos que los resultados del laboratorio sean malos.

– No lo serán.

– Volverán a hacerme punciones lumbares cada semana.

– ¡Shhh! Ahora trata de dormir un rato, cielo. Así el tiempo se te pasará más de prisa.

Coge su libro y se acomoda de nuevo en la silla.

Noto pinchazos de luz como luciérnagas que aletean contra mis párpados. Oigo correr la sangre por mis venas, como cascos de caballos en una calle adoquinada. Al otro lado de la ventana, la luz gris se torna más densa.

Papá pasa la página.

Detrás de él, en el cuadro, una inocente columna de humo se eleva de la chimenea de una granja, y una mujer corre con el rostro aterrado y vuelto hacia arriba.

Capítulo 7

– ¡Levántate! ¡Levántate! -grita Cal. Me tapo la cabeza con el edredón, pero él lo aparta de un tirón-. ¡Papá dice que si no te levantas ahora mismo subirá con una toalla mojada!

Me giro para poner distancia, pero él rodea la cama y se planta delante de mí sonriendo.

– Papá dice que deberías levantarte todas las mañanas y hacer algo contigo misma.

Le doy una buena patada y vuelvo a taparme la cabeza con el edredón.

– ¡Me importa una mierda, Cal! Ahora sal de mi habitación.

Me sorprende lo poco que me importa cuando se va.

Me invade el ruido: el estruendo de sus pies en la escalera, el estrépito de los platos en la cocina cuando él entra y deja la puerta abierta. Me llegan incluso los sonidos más débiles: la leche al salpicar los cereales, una cuchara rozando cristal, papá chasqueando la lengua mientras limpia con un trapo la camisa del colegio de Cal, la gata lamiendo el suelo.

Se abre el armario del recibidor y papá saca el abrigo de Cal. Oigo la cremallera y el corchete del cuello, que mi padre le abrocha para que no se le enfríe la garganta. Oigo el beso, luego el suspiro, la gran oleada de desesperación que inunda la casa.

– Ve a decirle adiós -susurra papá.

Cal sube las escaleras a saltos, se detiene un momento frente a mi puerta, luego entra y se acerca a la cama.

– ¡Espero que te mueras mientras estoy en el colegio! -sisea-. ¡Y espero que te duela un montón! ¡Y espero que te entierren en algún sitio horrible, como la pescadería o la consulta del dentista!

"Adiós, hermanito -pienso-. Adiós, adiós."

Papá se quedará en bata y zapatillas en medio de la sucia cocina, pidiendo a gritos un afeitado y frotándose los ojos como si le sorprendiera encontrarse solo. Durante las últimas semanas ha establecido una pequeña rutina matinal. Cuando Cal se va, se prepara un café, luego limpia la mesa de la cocina, friega los platos y pone la lavadora. EN eso tarda aproximadamente veinte minutos. Después viene y me pregunta si he dormido bien, si tengo hambre y a qué hora voy a levantarme. Por ese orden.

Cuando le contesto: "No, no y nunca", se viste y luego baja para sentarse delante de su ordenador, donde se pasa horas tecleando, navegando por la red en busca de información para mantenerme con vida. Me han dicho que hay cinco etapas de la enfermedad, y si eso es cierto, entonces él se ha quedado en la primera: la negación.

Extrañamente, hoy llama a mi puerta más temprano. No se ha tomado el café ni se ha arreglado. ¿Qué pasa? Me quedo muy quieta mientras él entra, cierra la puerta sigilosamente y se quita las zapatillas.

– Hazme sitio -dice, y levanta una esquina del edredón.

– ¡Papá! ¿Qué haces?

– Me meto en la cama contigo.

– ¡No quiero!

Me rodea con el brazo y me sujeta. Es fuerte. Noto sus calcetines en los pies desnudos.

– ¡Papá! ¡Sal de mi cama!

– No.

Le aparto el brazo y me incorporo para mirarlo. Huele a humo rancio y cerveza, y parece más viejo de lo que recuerdo. También oigo su corazón, cosa que no se supone que debo oír.

– ¿Qué demonios haces?

– Nunca hablas conmigo, Tess.

– ¿Y crees que así vas a conseguirlo?

Se encoge de hombros.

– Quizá.

– ¿A ti te gustaría que me metiera en tu cama mientras duermes?

– Lo hacías cuando eras pequeña. Decías que era injusto que tuvieses que dormir sola, y todas las noches mamá y yo te dejábamos meterte en nuestra cama.

Seguro que eso no es cierto; yo no lo recuerdo. Puede que se haya vuelto loco.

– Bueno, pues si no sales de mi cama, saldré yo.

– Bien. Eso es precisamente lo que quiero.

– ¿Y tú vas a quedarte aquí?

Sonríe y se acurruca bajo el edredón.

– Se está estupendamente y calentito.

Las piernas no me responden. Ayer no comí mucho y siento como si me hubiera vuelto transparente. Me aferro al poste de la cama y me acerco renqueando a la ventana para mirar fuera. Aún es temprano: la luna se desvanece en un pálido cielo gris.

– Hace tiempo que no ves a Zoey -dice papá.

– Ya.

– ¿Qué ocurrió la noche que salisteis? ¿Os peleasteis?