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No teníamos ni vidrios en las ventanas, y en ese invierno soportamos catorce grados bajo cero, hasta el punto que el río Chorrillos, que cruzaba el terreno, se heló. Nosotros nos calentábamos con el mismo sol de noche con que nos alumbrábamos, y a las siete de la mañana volvíamos a la cama, de puro frío que hacía. En la tranquilidad de una tarde serrana, conocí a un muchacho médico que pasó a visitar a unos parientes en camino hacia Latinoamérica, donde curaría enfermos y hallaría su destino. A aquel joven, hoy símbolo de las mejores banderas, lo recuerda la historia con el nombre de Che Guevara.

Portentosas torres se derrumbaban frente a mí. Entre los escombros, como un yuyito entre rocas resecas, mi yo más profundo intentaba resurgir entre dudas, inseguridades y remordimientos. De mi tumulto interior nació mi primer libro, Uno y el Universo, documento de un largo cuestionamiento sobre aquella angustiosa decisión, y también, de la nostálgica despedida del universo purísimo.

Enfurecidos por lo que llamaban mi empecinamiento, en reiteradas ocasiones, el doctor Gaviola junto a Guido Beck, vinieron a nuestro rancho para tratar de convencer a mi mujer de la locura que estaba cometiendo, en el momento en que el país más necesitaba de científicos. Y aunque traté de explicarles mi crisis espiritual, y de convencerlos de que mi verdadera vocación era el arte, apenas lo comprendieron, ya que para esos hombres, la ciencia es la creación suprema del hombre. Guido Beck atribuía mi decisión a la ligereza sudamericana, y Gaviola dijo que me perdonaría si algún día lograba escribir una obra como La montaña mágica. Pobre Gaviola, creo que nunca supo que la lectura de El túnel lo impresionó al propio Thomas Mann, según anotó en un volumen de sus diarios.

Finalmente acepté concluir un trabajo sobre termodinámica, que me había preocupado en épocas de mi doctorado. La termodinámica es una rama fundamental de la física de la cual depende la evolución del universo; por lo que se comprenderá que haya subyugado a tantos espíritus inquietos por el acontecer del Gran Todo. Algunos recordarán el poema “Eureka”, escrito a propósito de este asunto por aquel aficionado a la ciencia, Edgar Allan Poe. Yo sostuve que había un error en el ordenamiento en que estaban enunciados sus tres grandes principios. Sería imposible explicar mis fundamentos, bastantes dolores de cabeza me produjeron en la época en que estudiaba a fondo la energética. Cuando expuse mis primeras ideas a los doctores Loyarte y Teófilo Isnardi, ellos pretendieron disuadirme, ya que la termodinámica era un armonioso edificio imposible de innovar, desde el gran Leonardo, hasta enormes cabezas como Henri Poincaré y Caratheodory. El segundo rechazo lo recibiría en el Laboratorio Curie, porque un salvaje sudamericano no podía cuestionar el fundamento mismo de la termodinámica.

Entonces, aquellos doctores amigos me convencieron para que asistiera un día a la semana a concluir mi hipótesis en el gran observatorio de Bosque Alegre, en lo más alto de las sierras cordobesas. En el silencio sideral de las noches, junto con los astrónomos, como es frecuente en esos solitarios vigías de la oscuridad, escuchaba a Bach, Mozart, Brahms. Y mirando las estrellas, sentí por última vez la atracción de aquel universo ajeno a los vicios carnales. Entonces tuve la convicción de lo que expresé en el prólogo de mi primer ensayo: “Muchos pensarán que es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana”.

Cuando volvimos a Buenos Aires luego de esa temporada en las sierras de Córdoba, nuestra situación económica era delicada. La vida no fue fácil, debimos vender cuadros de cierto valor, mientras esperábamos encontrar un trabajo que nos permitiera sobrevivir. Conseguí algo de dinero dictando clases y haciendo traducciones por las que me pagaban miserablemente, como ocurrió con el libro de Bertrand Russell, The ABC of Relativity. También por entonces ofrecí mis ideas de publicidad a grandes empresas que las rechazaron sistemáticamente. Una de ellas apareció plagiada en la revista Life.

En medio de esas tensiones, conocí al biólogo polaco Nowinsky, que por mis antecedentes me ofreció un cargo en la unesco, confirmado al poco tiempo a través de un telegrama de Julián Huxley. Debí viajar solo rumbo a París, nuevamente hacia la ciudad en la que había vivido hechos fundamentales, desconociendo aún que allí me aguardaba una nueva crisis.

El edificio donde estaba ubicada la unesco había sido sede de la Gestapo, y aquella atmósfera enrarecida con trámites burocráticos resquebrajó una vez más el universo kafkiano en el cual me movía. Hundido en una profunda depresión, frente a las aguas del Sena, me subyugó la tentación del suicidio.

Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida. A través de la angustia, en una máquina portátil comencé a escribir de manera afiebrada la historia de un pintor que desesperadamente intenta comunicarse.

Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables.

La verdadera patria del hombre no es el orbe puro que subyugó a Platón. Su verdadera patria, a la que siempre retorna luego de sus periplos ideales, es esta región intermedia y terrenal del alma, este desgarrado territorio en que vivimos, amamos y sufrimos. Y en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente, en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía. La creación es esa parte del sentido que hemos conquistado en tensión con la inmensidad del caos. “No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir de su infierno.” ¡Absoluta verdad, querido, admirado y sufriente Artaud!

Años atrás un grupo de compañeros de la Universidad me había invitado a escribir para una revista literaria en la que participaban varios escritores platenses. Teseo era gráficamente muy linda, pero esa clase de revistas que no superan el tercer o cuarto número, lo que ocurrió. Sin embargo, fue fundamental para mí. Y al igual que cuando nos creemos perdidos y sin rumbo fijo, así también nuestra vida toma movimientos en apariencia indeterminados, pero que en el fondo, una voluntad desconocida para nosotros nos conduce hacia los lugares en que nos encontraremos con hombres o cosas fundamentales para nuestra existencia.

El artículo que yo había escrito para la revista, le interesó a Pedro Henríquez Ureña, a quien yo había dejado de ver. Cuando nos reencontramos, volví a sentir la admiración que siempre despertó en mí aquel extraordinario humanista, que anteponía la lucha por la justicia a la propia búsqueda de la perfección intelectual. Alguien frente a quien yo me sentía confirmado por su visión de la vida. Desde entonces, perdura mi gratitud y el honor de haber merecido su reconocimiento.

En aquella conversación Don Pedro me preguntó si yo no querría escribir un artículo para Sur, la gran revista que dirigía Victoria Ocampo. Nervioso, con gran emoción, al poco tiempo le entregué mi trabajo en un café. Aún lo veo sugiriendo la supresión del primer párrafo, preguntándome con suave ironía “Begin here?”, como para no herirme, para disimular su observación. No olvido su excesiva delicadeza, esas notas al margen con letra casi ilegible con que nos corregía a todos los que tuvimos el lujo de ser sus alumnos.