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Unos días después me llamó para decirme que Sur lo publicaría y que José Bianco deseaba conocerme. Recuerdo la cordialidad con que Bianco me recibió; él me invitó a publicar regularmente, y luego me encargó el antiguo Calendario que había dejado de salir años atrás.

A Bianco lo valoré siempre por su preocupación democrática porque, a diferencia de lo que muchos creen, Bianco no era un escritor de torre de marfil, sino un fervoroso defensor de la libertad y de los derechos humanos; con él mantuve largas conversaciones sobre el nazismo en la época de la guerra. La calidad de la revista era producto de su lucha con la imprenta y de la revisión de todos los manuscritos, a los que muy a menudo se veía en la necesidad de corregir, porque de lo contrario “es imposible publicarlos”, como solía decir, metida su cabeza entre papeles, haciendo su trabajo de inquisidor.

Se ha acusado a Sur de ser elitista y reaccionaria, lo que siempre consideré una opinión falsa y demagógica. Semejantes calificativos pretenden ignorar que allí escribieron comunistas como Sartre, anarquistas como Camus y Herbert Read, católicos progresistas como Graham Creen, católicos socialistas como Emanuel Mounier; y que en su comité participaba una comunista militante como María Rosa Oliver En Sur se publicaron importantísimos trabajos sobre el nazismo, la justicia social, la Revolución Rusa, el anarquismo, los derechos humanos. Sin duda, se cometieron equivocaciones, pero habría que preguntarse en qué revista del mundo no suceden cosas semejantes.

Se le debe reconocer a Victoria todo lo que hizo por difundir la cultura universal. Mi relación con ella fue como la de esos matrimonios en los que hay amor y violentas peleas, pero en que uno no puede prescindir del otro. Y si Bianco fue un motor indispensable para la continuidad de Sur, Victoria fue quien creó aquella revista, que jamás habría alcanzado su notable trascendencia sin la insaciable voracidad que tenía ella por la cultura, las artes y las letras de todo el mundo. Y por sus esfuerzos, vinieron al país hombres notables como Ortega y Gasset, Stravinsky, Tagore y tantos otros.

Las páginas de Sur fueron educadoras de toda mi generación. A través de ella se conocieron en todos los países de lengua castellana a autores como Virginia Woolf, D. H. Lawrcnce, Aldous Huxley, Lawrence de Arabia, Henri Michaux, William Faulkner; lo mejor del pensamiento desde Japón a los Estados Unidos apareció allí. El descubrimiento de estas destacadas personalidades lo realizaban no sólo Victoria y Pepe sino también un Comité de Colaboradores.

Los encuentros en casa de Victoria significaron para mí una segunda formación, una nueva universidad de la que resulté finalmente un mal alumno. En ese ámbito eran infaltables Bianco y la clásica sopa para Borges. También iban Patricio y Estela Canto, Rodolfo Wilcock y a veces, Mastronardi. En medio de las discusiones sobre Stevenson, Henry James, Coleridge, Quevedo, Cervantes, eran frecuentes las conversaciones acerca del tiempo, Nietzsche y el eterno retorno, los números transfinitos y la expansión del Universo. Al provenir yo del mundo oscuro de los surrealistas, en medio de aquel límpido ambiente me sentía una especie de bárbaro; hasta que lograba infiltrar a los escritores rusos y, bajo la irónica mirada de Borges, las discusiones se extendían hasta la madrugada.

Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las conversaciones sobre Platón y Heráclito de Efeso, siempre con el pretexto de vicisitudes porteñas. Lamentablemente, en 1956 nos separaron ásperas discrepancias políticas -¡cuánta pena que esto sucediera!- pero así como, según Aristóteles, las cosas se diferencian en lo que se parecen, en ocasiones los seres humanos llegan a separarse por lo mismo que aman.

Yo no fui antiperonista por defender los privilegios, sino porque no podía soportar el despotismo y la expulsión de maestras y profesores por no someterse a las directivas del gobierno. En aquel movimiento hubo un justificado anhelo de justicia y de dignidad, frente a una sociedad fría y egoísta que explotaba a los pobres de la manera más denigrante, esclavizándolos en esa especie de campos de concentración que eran los yerbales y los quebrachales. Mientras tanto muchos intelectuales, en lugar de responder al drama de estos hombres, se habían entregado a sus propios y mezquinos intereses.

A todos estos desamparados, como los llamó Evita, que luchó verdadera y heroicamente por ellos, los supo movilizar Perón. Medio siglo después, la desvaída foto de Evita preside, junto a la de la Virgen, los hogares más pobres del país, simboliza la devoción y la gratitud por aquellos años únicos de prosperidad y respeto para los más humildes. Con los errores que todos conocemos hubo allí gente tan honrada como Scalabrini y Jauretche, de quienes fui amigo.

A pesar de haber perdido mis cátedras durante el gobierno peronista, cuando en 1955 fui nombrado director de Mundo Argentino, me opuse a toda medida que fuese represiva hacia la oposición. De inmediato noté que a mis superiores les molestaba que yo aceptase que en la revista colaboraran personas de distintos sectores; hasta que finalmente fui forzado a renunciar cuando denuncié la tortura de obreros peronistas en distintos centros del país y en los sótanos del Congreso de la Nación. Luego, en un programa de radio, volví a hablar de aquellos acontecimientos provocando el escándalo y la ruptura con buena parte de los intelectuales.

En esa oportunidad, además de las torturas, hice referencia a grandes escritores cuya militancia les valió la enemistad, el rencor y el silencio. Y hablé del hombre eminente que fue Leopoldo Marechal.

En esas épocas de resentimiento político, se le negó el reconocimiento a uno de los más grandes escritores argentinos; obligándolo a sobrellevar un durísimo exilio en su propia patria, a la que tanto amor lo unía. Sostenido en el puntal que fue su compañera, en un momento de extrema amargura, a ese modesto hombre se lo oyó murmurar: “¿Cuándo mis compatriotas dejarán de orinarme encima?”.

La familia de Marechal, que había estado escuchando la transmisión de radio, llamó a casa para agradecer lo que yo había dicho. Desde entonces perduró una amistad que siempre valoré, de la que da testimonio esta carta tan hermosa:

Queridos Matilde y Ernesto: Elbia y yo recibimos los cariñosos votos que nos han formulado ustedes y que, literalmente, son otras tantas “bendiciones”. En este fin de año estamos pidiendo al cielo para nosotros y para ustedes dos, nuestros amigos: paz y alegría en la existencia, facilidad y felicidad en la creación literaria y otras buenas obras, que Dios nos libre de los hijos de puta literales o alegóricos que pretenden afligirnos, y que nos preserve de todo camelo e impostura; si hemos de combatir, que Dios nos ubique en la mejor trinchera y en la batalla más justa. Queridos Matilde y Ernesto, digan con nosotros “amén”, ¡y a vivir! Reciban los dos el sempiterno abrazo fraternal de Elbia y Leopoldo.

Marechal fue un hombre atormentado por el destino de su patria, como lo refleja en sus obras, y en esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por el suelo, los que siempre la posponen a sus sórdidos bolsillos. Cuando alguien de un alma tan noble amonesta a la patria, lo hace porque conoce la posibilidad de su grandeza. Así lo hicieron, con un corazón desgarrado y sangrante, desde Hölderlin a Nietzsche, Dostoievski y Tolstoi. Y el maravilloso Pushkin que, luego de desternillarse de risa con las descripciones que su amigo Gogol le leía, termina exclamando con la voz quebrada por la amargura: “¡Dios mío, qué triste es Rusia!”.