Y cuando leo la carta que me envió una chica de diecinueve años en la que dice que me admira, y que a pesar de vivir a pocas cuadras, nunca se atrevió a acercárseme, siento vergüenza. ¡Qué hermosa carta. Tan noble, y a la vez tan triste! Dice que la ayudo a vivir, que está pintando, y que le gustaría mostrarme algún día lo que hace; cuando pasa por mi casa y ve el jardín abandonado, siempre sueña con encontrarme. Y yo me siento avergonzado, porque me pone tan arriba cuando quizá valgo mucho menos que ella, tan pura, tan genuina. En cambio yo, un ser plagado de gravísimos defectos, con personajes tan siniestros como Fernando Vidal Olmos. Pero también temblé escribiendo esos fragmentos donde aparecen seres infinitamente bondadosos como Hortensia Paz, el camionero Busich o el loco Barragán, el profeta de barrio. Aquellos seres modestos, esos analfabetos llenos de bondad, y los jóvenes con su candorosa esperanza, son los que me salvarán. En cambio, todo lo otro, las precarias hipótesis, las ideas y teorías de los ensayos, no sirven para justificar la existencia.
Y entonces, cuando el final se aproxima, al repasar tramos de una larga travesía, puedo afirmar que pertenezco a esa clase de hombres que se han formado en sus tropiezos con la vida. De manera que, cuando algún exégeta habla de mi “filosofía”, no puedo sino turbarme, porque tengo la misma relación con un filósofo que la existente entre un guerrillero y un general de carrera. O quizá, mejor, entre un geógrafo y un aventurero explorador cuya intuición le sugiere la búsqueda de un tesoro en lo más profundo de la selva malaya, del que tiene ambiguas noticias, ni siquiera la seguridad de su existencia. En el arduo trayecto contemplé lugares maravillosos, pero también tuve que enfrentarme con seres siniestros y obstáculos casi insuperables, y caí una y otra vez. Desesperado por no dar con el tesoro, descreyendo de mi capacidad para encontrarlo entre tanta penuria, perdí reiteradamente la fe.
Digo la verdad cuando afirmo que desconozco otras regiones, que mi ignorancia de otras realidades es innumerable, pero en cambio puedo reivindicar la búsqueda apasionada en el camino que seguí.
II Quizá sea el fin
Hora de duelo, taciturna mirada del sol,
es el alma un extraño en la tierra.
Georg Trakl
Veo las noticias y corroboro que es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa.
El desarrollo facilitado por la técnica y el dominio económico, han tenido consecuencias Funestas para la humanidad. Y como en otras épocas de la historia, el poder, que en un principio parecía el mejor aliado del hombre, se prepara nuevamente para dar la última palada de tierra sobre la tumba de su colosal imperio.
“Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión.” En el ocaso del siglo XX, cómo dudar de la veracidad de estas palabras de Camus. Sin embargo, hay quienes pretenden seguir hablando acerca del progreso de la Historia, en un acto suicida que pretende mirar de soslayo el patético legado racionalista.
La historia no progresa. Fue el gran Gianbattista Vico el que lo dijo: “Corsi e recorsi”. La historia está regida por un movimiento de marchas y contramarchas, idea que retomó Schopenhauer y luego, Nietzsche. El progreso es únicamente válido para el pensamiento puro. Las matemáticas de Einstein son evidentemente superiores a las de Arquímedes. El resto, prácticamente lo más importante, ocurre de la corteza cerebral para abajo. Y su centro es el corazón. Esa misteriosa víscera, casi mecánica bomba de sangre, tan nada al lado de la innumerable y laberíntica complejidad del cerebro, pero que por algo nos duele cuando estamos frente a grandes crisis. Por motivos que no alcanzamos a comprender, el corazón parece ser el que más acusa los misterios, las tristezas, las pasiones, las envidias, los resentimientos, el amor y la soledad, hasta la misma existencia de Dios o del Demonio. El hombre no progresa, porque su alma es la misma. Como dice el Eclesiastés, “no hay nada nuevo bajo el sol”, y se refiere precisamente al corazón del hombre, en todas las épocas habitado por los mismos atributos, empujado a nobles heroísmos, pero también seducido por el mal. La técnica y la razón fueron los medios que los positivistas postularon como teas que iluminarían nuestro camino hacia el Progreso. ¡Vaya luz que nos trajeron! El fin de siglo nos sorprende a oscuras, y la evanescente claridad que aún nos queda, parece indicar que estamos rodeados de sombras. Náufrago en las tinieblas, el hombre avanza hacia el próximo milenio con la incertidumbre de quien avizora un abismo.
En 1951 publiqué Hombres y engranajes. Desgraciadamente, se ha cumplido aquella intuición por la que recibí tal cantidad de críticas por parte de los famosos progresistas que, durante diez años, me quitaron los deseos de volver a publicar.
Más de cuarenta años han pasado desde la aparición de aquel balance espiritual de mi existencia, escrito en medio de las grandes convulsiones del mundo. Ahora, gran parte de lo que allí expuse es una escalofriante realidad. Muchos de los que entonces me atacaron y me ridiculizaron, acusándome de oscurantista, recién están comprendiendo el mundo atroz que hemos engendrado.
Allí expuse mi desconfianza y mi preocupación por el mundo tecnólatra y cientificista, por esa concepción del ser humano y de la existencia que empezó a sobrevalorarse cuando el semidiós renacentista se lanzó con euforia hacia la conquista del universo, cuando la angustia metafísica y religiosa fue reemplazada por la eficacia, la precisión y el saber técnico. Aquel irrefrenable proceso acabó en una terrible paradoja: la deshumanización de la humanidad. En ese libro, hace más de medio siglo, escribí:
Esta paradoja, cuyas últimas y más trágicas consecuencias padecemos en la actualidad, fue el resultado de dos fuerzas dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con ellas, el hombre conquista el poder secular. Pero -y ahí está la raíz de la paradoja- esa conquista se hace mediante la abstracción: desde el lingote de oro hasta el clearing, desde la palanca hasta el logaritmo, la historia del creciente dominio del hombre sobre el universo ha sido también la historia de las sucesivas abstracciones. El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto e individual sino el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Este es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también él llegaría a transformarse en cosa.
No fueron aquellos pensamientos improvisados, sino avalados por grandes pensadores existenciales, por espíritus profundos y visionarios como Pascal, Buber, Berdiaev, Nietzsche, Unamuno, Jaspers, Schopenhauer, Emerson, Thoreau. Muy importantes en mi formación fueron Dostoievski, con su trascendental subsuelo, y Kierkegaard, que había colocado sus bombas en los cimientos de la catedral hegeliana. La prensa de su país y los luteranos lo caricaturizaron bárbaramente, justo a él, que era una especie de Cristo redivivo. En cuanto a lo que podría llamar fundamentos sociológicos e históricos, fueron de gran valor los estudios de Munford, Denis de Rougemont, Pirenne, Von Martin, y tantos otros que, como profetas en el desierto, anunciaron la tragedia que se avecinaba. Cuando los motores de la Revolución Industrial se pusieron en movimiento, el hombre se vio trágicamente desplazado. Pero también aumentó la resistencia de espíritus lúcidos e intuitivos que encarnaron valiente y tumultuosamente la rebelión romántica. Grandes poetas y pensadores de aquel movimiento advirtieron las consecuencias que ocasionaría la desacralización del cosmos y del ser humano. Muchos fueron calumniados, empujados al alcohol o hacia un triste exilio. Como le ocurrió al genial Shelley que en unos versos había vaticinado: “Un pueblo muere de hambre en campos no labrados”.