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No pude dormir de nuevo, enciendo una linterna y atravieso la oscuridad del estudio. En mi mesa veo los sobres que contienen algunos fragmentos que incluiré en este libro que hago sin premeditación, que me sale del alma, no de mi cabeza, dictado por las preocupaciones y la tristeza de estos años finales.

Reviso los papeles, algunos, muchos, se encuentran marcados, tachados con innumerables correcciones. Por la angustia que me produce, intento olvidar esta tarea, pero vuelve reiterada, obsesivamente, como golpes de puño en el interior de mi cabeza.

Finalmente me cambio y en el jardín, aguardo el amanecer que se demora bajo un cielo cargado de nubes tormentosas. Paso un tiempo sentado, hasta que Gladys me llama para desayunar, lo hago mientras leo los grandes titulares del diario: la crisis social, el desempleo, la corrupción, la impunidad, el estado general del mundo. Más que suficiente para aumentar la tristeza y el desconcierto. Un subtítulo dice: “En una semana quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños, mueren incinerados en Indonesia”. Recuerdo la expresión con que Dante describe el infierno: “La sangre mezclada en el llanto, recogida por asquerosos gusanos”.

Entonces voy a mi estudio y espero la llegada de Diego que, como todas las mañanas, afectuosamente volverá a reanimarme. Conversaremos largamente y luego podremos dar una vuelta por las calles del barrio, o por la estación, hasta que yo pueda recuperar la energía para seguir escribiendo.

La gravedad de la crisis nos afecta social y económicamente. Y es mucho más: los cielos y la tierra se han enfermado. La naturaleza, ese arquetipo de toda belleza, se trastornó.

Nuestro planeta se encuentra en estado desolador, y si no se toman medidas urgentes va en camino de ser inhabitable en poco más de tres o cuatro décadas. El oxígeno disminuye de modo irreversible por el ácido carbónico de autos y fábricas, y por la devastación de los bosques. El hombre necesita de los árboles para vivir. Parecen no saberlo o no importarles a quienes están talando las selvas del Amazonas y las grandes reservas del mundo. Los países desarrollados producen cuatrocientos millones de toneladas por año de residuos tóxicos: arsénico, cianuro, mercurio y derivados del cloro, que desembocan en las aguas de los ríos y los mares, afectando no sólo a los peces, sino también a quienes se alimentan de ellos. Sólo unos pocos gramos de intoxicación son mortales para el ser humano.

Corremos el riesgo de consumir vegetales rociados con plaguicidas que dañan al hígado y a los riñones y producen desórdenes sanguíneos, leucemia, tiroidismo; afectan también al sistema nervioso central y a los ojos. Entre esos plaguicidas se encuentra el terrible veneno llamado “agente naranja”.

Los científicos aún no nos han explicado de qué manera vamos a sobrevivir a la radiactividad expandida por el efecto de los reactores nucleares. Ocho millones de seres humanos todavía sufren las consecuencias de la tragedia atómica de Chernobil.

Durante su visita a la Argentina, conversé largamente sobre estos temas con el presidente de la ex Unión Soviética, Mijail Gorvachov, ya que los científicos de su país arrojaron los “corazones” de una gran cantidad de reactores al mar Báltico, ¿acaso pensaban apagarlos? Entre estos desechos se encuentran productos temibles como el plutonio, siniestra referencia a Plutón, dios griego del infierno. Desconocemos lo que en verdad han hecho, por su parte, los países más desarrollados, pero es alarmante la indiferencia con que han respondido a los reclamos de destacados organismos ecologistas, como Greenpeace. Parece no contar que estamos al borde de la destrucción física del planeta, tal es el individualismo y la codicia.

A pesar del alto riesgo que significan los productos radiactivos, su almacenamiento sigue constituyendo un inestimable agente de control. Los países más desvalidos, como la India, o se proclaman orgullosamente como nueva potencia nuclear, o corren el riesgo de ser vendidos como basureros atómicos. Algo que en reiteradas oportunidades estuvo a punto de sucederle a nuestro país.

Otro peligro para tener en cuenta es el agujero de ozono, ¡agujero que ya tiene el tamaño del continente africano! Además del recalentamiento del planeta, consecuencia de la emisión de gases industriales y del efecto “invernadero”, está en peligro el futuro de los países insulares debido al crecimiento del nivel de los ríos y mares. Sin olvidar las especies en extinción: se calcula que setenta especies desaparecen por día.

En la antigüedad, según Berdiaev, el proyecto del universo humano era también tarea de fuerzas divinas. Desacralizada la existencia y aplastados los grandes principios éticos y religiosos de todos los tiempos, la ciencia pretende convertir los laboratorios en vientres artificiales. ¿Se puede pensar algo más infernal que la clonación? ¿Podemos seguir día a día cumpliendo con tareas de tiempos de paz, cuando a nuestras espaldas se está fabricando la vida artificialmente?

Nada queda por ser respetado.

A pesar de las atrocidades ya a la vista, el hombre avanza perforando los últimos intersticios donde se genera la vida. Con grandes titulares se nos informa que la clonación es ya un éxito. Y nosotros, todos los hombres del planeta que no queremos esta profanación última de la naturaleza, ¿qué podemos hacer frente a la inmoralidad de quienes nos someten?

La humanidad ha recibido una naturaleza donde cada elemento es único y diferente. Únicas y diferentes son todas las nubes que hemos contemplado en la vida, las manos de los hombres y la forma y el tamaño de las hojas, los ríos, los vientos y los animales. Ningún animal fue idéntico a otro. Todo hombre fue misteriosa y sagradamente único.

Ahora, el hombre está al borde de convertirse en un clon por encargo: ojos celestes, simpático, emprendedor, insensible al dolor o trágicamente, preparado para esclavo. Engranajes de una máquina, factores de un sistema, ¡qué lejos, Hölderlin, de cuando los hombres se sentían hijos de los Dioses!

Los jóvenes lo sufren: ya no quieren tener hijos.

No cabe escepticismo mayor.

Así como los animales en cautiverio, nuestras jóvenes generaciones no se arriesgan a ser padres. Tal es el estado del mundo que les estamos entregando.

La anorexia, la bulimia, la drogadicción y la violencia son otros de los signos de este tiempo de angustia ante el desprecio por la vida de quienes nos mandan.

¿Cómo podríamos explicarles a nuestros abuelos que hemos llevado la vida a tal situación que muchos de los jóvenes se dejan morir porque no comen o vomitan los alimentos? Por falta de ganas de vivir o por cumplir con el mandato que nos inculca la televisión: la flacura histérica.

Cientos de miles de jóvenes son drogadictos. Andan como bandas por las plazas del mundo.

Todo hace pensar que la Tierra va en camino de transformarse en un desierto superpoblado. No es casual que en una de las últimas Cumbres Ecológicas se hayan previsto guerras, en un futuro no muy lejano, para la obtención de agua potable.

Este paisaje fúnebre y desafortunado es obra de esa clase de gente que se ha reído de los pobres diablos que desde hace tantos años lo veníamos advirtiendo, aduciendo que eran fábulas típicas de escritores, de poetas fantasiosos.

Según esa inversión semántica que traen las lenguas, el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños.

Si bien los optimistas impertérritos arguyen que la humanidad ha sabido siempre sobreponerse a los bárbaros acontecimientos, de ninguna manera estamos en condiciones de poder confiar en esta clase de sofismas. En primer lugar, porque hay civilizaciones enteras que jamás se recuperaron, y en segundo, porque atravesamos una crisis total y planetaria.