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Ya hace unos años, la capacidad destructiva del mundo era cinco mil veces superior a la que había en la época de la Segunda Guerra Mundial, el poder de las bombas atómicas en reserva superaba un millón de veces a la bomba que destrozó Hiroshima.

Un chiquito muere de hambre cada dos segundos. Lo criminal es que con el medio por ciento del gasto de armamentos se podría resolver el problema alimentario de todo el mundo. Nada hace pensar que estas cifras estén variando para mejor. Son tiempos en que el hombre y su poder sólo parecen capaces de reincidir en el mal. Hemos puesto en funcionamiento potencias destructoras de tal magnitud que su paso, como señaló Burckhardt, puede llegar a impedir el crecimiento de la hierba para siempre.

Fue en un café de Retiro donde te acercaste a pedir unas monedas y yo te pregunté si querías sentarte. Eras uno de esos tantos que mendigan su inocencia como ángeles excluidos de algún cielo perverso y extraño. Desde luego, no me conocías, y me reconfortó compartir el encuentro. Porque vos, con tu corta edad, llevabas la mirada envejecida por esas atrocidades que, en breve tiempo, realizan en el cuerpo y el alma la devastación que traen los años.

Cuando en alguna oportunidad he vuelto al mismo café, te he buscado con el deseo de saludarte. Ya no estabas, pero te descubro en otros chicos, cuando al regresar de noche a casa, los veo hurgar entre las bolsas de basura, hundiendo en la inmundicia sus pequeñas manos, destinadas a los columpios y a las calesitas. Y no sé por qué, entonces, pienso en Rimbaud. Quizá, porque también él pertenecía a la raza de los que cantan en el suplicio. Rimbaud, que en las calles de París se alimentaba con los mendrugos que sacaba de la basura, y que dormía por las noches acurrucado en los portales. Recordé sus palabras: “La verdadera vida está ausente”.

Y encerrado en este viejo estudio, sentado al borde de la cama, vuelvo a ver el dibujito de la casa que me regalaste, y que yo supuse que era la casa de tus sueños, con flores, pequeñas ventanas y cortinas, con una gran chimenea en el centro que largaba humo de colores, toda esa magia encantatoria de los niños que ni la miseria pareciera borrar.

He estado escribiendo estas líneas que probablemente nunca leerás; querría resguardarte de alguna manera. ¡Qué horror, el mundo!

Sobre estos y otros temas conversé largamente con Cioran, una tarde de 1989. Años atrás me habían llegado noticias del deseo que él tenía de conocerme; insistencia que interpreté como mensajes crípticos, reiterados en distintas oportunidades. Combinamos una cita en su casa de la calle Odeón, a pocos pasos de mi hotel en el Boulevard Saint-Germain.

Me costó disuadir su insistente ofrecimiento de esperarme en la entrada, por temor a que yo me perdiera; lo que me corroboró una vez más su auténtico deseo de verme. Al cabo de unos minutos llegué a su casa, uno de aquellos viejos edificios franceses; y luego de subir los seis pisos a pie, me detuve frente a la puerta de madera donde había colocado, en el lugar reservado para las chambres de bonnes, un cartel que decía Ici Cioran.

Contrariamente a lo que muchos presuponen y a lo que yo mismo pensaba, me sorprendió aquel hombre amable, menudo y apesadumbrado, predicador de un nihilismo que no coincidía con él. Más bien era un gran pesimista, por momentos subyugado por un otro, escéptico y descreído. Pero siempre con una sonrisa. En ningún momento un huraño indiferente, por el contrario, uno de esos hombres solidarios con la “desventurada muchedumbre”, cómo dijera Mallarmé, en búsqueda de alguien que exprese su desazón y su tormento. Quizá podamos referir a él la frase de Strimberg: “No detesto a los hombres, tengo miedo de ellos”.

Conversamos fraternalmente durante más de cuatro horas, hasta que debí retirarme porque en un café no muy lejano me esperaba mi amigo Severo Sarduy. Descubrí en Cioran la coherencia de un hombre auténtico, y compartimos pensamientos de notable similitud. Como la necesidad de desmitificar un racionalismo que sólo nos ha traído la miseria y los totalitarismos. Como también la imbecilidad de los que creen en el progreso y en el avance de la civilización. “Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad del Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, así como también a la desaparición de la religión sobre la tierra.” Palabras de un filósofo cuya lucidez era producto de sus perplejidades y de su tormento.

Tengo la convicción de que su dolor metafísico se habría aliviado si hubiese podido escribir ficciones, por su carácter catártico, y porque los graves problemas de la condición humana no son aptos para la coherencia, sino únicamente accesibles a esa expresión mitopoética, contradictoria y paradojal, como nuestra existencia.

“En la tristeza todo se vuelve alma”, dice en uno de sus ensayos que tanto han ayudado a desenmascarar la frivolidad y las sonrisas hipócritas de estos tiempos.

He venido a Santander a recibir el Premio Menéndez y Pelayo, y esta mañana he querido ir con Elvirita a ver el mar desde los acantilados, quizá por última vez. Y mientras escuchaba el rumor de las olas, y el sol comenzaba a ocultarse entre las nubes del poniente, me invadió esa melancolía que siempre he sentido ante cierta indescriptible belleza.

Como bien señaló Berdaiev, la paradoja de los tiempos modernos radica en que el humanismo se ha vuelto en contra del hombre. La sacralización de la inteligencia nos ha empujado al borde del precipicio, y el logos, una vez que hubo dominado el mundo, en vano pretendió responder a lo que sólo se sostiene como enigma o como llanto. Hemos llegado a la ignorancia a través de la razón. En boca de un personaje, Virginia Woolf se pregunta: “¿Con qué nombre tenemos que llamar a la muerte? ¿Y cuál es la frase para el amor? No lo sé. Necesito un lenguaje elemental como el de los amantes, palabras como las que usan los niños”.

El humanismo occidental está en quiebra, y el fin del siglo nos encuentra incapaces de preguntarnos por la vida y por el hombre.

Una vez afirmada en su poder, la razón prometeica fue incapaz de resolver los problemas fundamentales, ya que no era suficiente robar el fuego para iluminar la historia. Al descorrer los últimos velos, el hombre descubrió su impotencia y su precariedad. Si en estos últimos siglos de historia hemos perdido una oportunidad, ha sido la de construir una historia en la que el hombre fuera protagonista, en lugar de ser un nuevo condenado.

Años atrás, como un Cristo entre ladrones, mataron en Granada a Federico García Lorca. Y a menudo he pensado que aquel crimen horrendo es uno de los símbolos de este mundo que, habiendo erradicado la poesía, ha eregido en su lugar la dureza y el espanto.

No sabemos, pero podemos intuir, en medio de qué honda tristeza, cuando en busca del Absoluto encontró la mediocridad y el desprecio, aquel joven, maravilloso y desdichado Rimbaud, escribió las primeras líneas de su infierno:

Antaño, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que vinos de todas las clases fluían sin cesar. Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.

Cuando camino por una plaza, al contemplar la nobleza de los jacarandaes, o cuando veo aquellos rostros inefables que siguen estremeciéndose ante un cielo tormentoso, o los que aún tiemblan al pronunciar palabras sublimes, pienso entonces en la desdicha de los hombres destinados a la belleza, pero forzados a sobrevivir en la banalidad de esta cultura donde lo que alguna vez fue sentido, ha degenerado en burda diversión, en estimulantes o patéticos objetos decorativos. Triste epílogo de un siglo destrozado entre los delirios de la razón y la crueldad del acero.