Se te iluminaba la cara cuando hablabas de él, de su familia y de su historia, a la que siempre volvías, como si lo extrañaras o te ayudara a vivir. Admirabas en Schumann su genio musical desbordante de poesía y de ternura y te conmovía el amor de Clara. Ella lo acompañó, lo sostuvo y lo protegió. Y, a su muerte, fue ella la que más ayudó a divulgar su obra, y a que se lo valorara en el mundo entero.
Me vienen a la memoria las tardes que pasábamos conversando con Mario y con vos sobre innumerables temas, para terminar, muy a menudo, hablando de música. Coincidíamos en que Brahms era uno de los supremos, y desde luego Beethoven y Bach. Y el grande y maravilloso Schubert, que nunca llegó a escuchar sus últimos quintetos.
Dios mío ¿dónde estás? Si estás en ellos, ¡qué triste debes de ser también vos, qué melancólico!
Te estoy viendo, Jorge, sentado al piano sobre un taburete, tocando a cuatro manos con Matilde aquellas conmovedoras obras que nos ayudan a sobrellevar la condición humana.
Desde muy chico tuviste una asombrosa condición para la música. Martínez Estrada nos sugirió que te hiciéramos estudiar con una de las discípulas de Scaramuzza, y fue ella la que se asombró al comprobar que tenías el oído absoluto. En uno de los conciertos que se daban a fin de año, D’Urbano, gran crítico musical, dijo: “Hay dos chicos que prometen ser grandes concertistas; uno es el hijo de Sabato, la otra, una chica llamada Martha Argerich”. Y sin embargo yo te arranqué de la música cuando Epstein me aseguró que llegarías muy lejos como ejecutante, pero no serías un compositor. Lo hice porque consideré que era un destino cruel vivir subiendo y bajando de aviones, en inhóspitos cuartos de hoteles, sin hogar, sin familia, sin esas pequeñas cosas cotidianas, acaso modestas, pero que nos ayudan a vivir. Algo que nunca me reprochaste, a pesar de tu auténtica pasión por la música, a la que volvías cada tarde, agotado del trabajo, como se vuelve a un amor secreto y verdadero.
Te estoy rindiendo homenaje, Jorge, a tu manera de ser, a tu humildad por momentos irritante. Porque con tu genio nunca te importó que otros utilizaran tus trabajos de investigación y tus ideas. Debes enorgullecerte de Lidia, tu mujer, que a pesar del dolor sigue luchando. Y de tus hijas, que heredaron de vos el talento y la honestidad. Dante y Anne están a su lado.
Nunca he sufrido tristeza igual. Había muerto uno de los seres más grandes que he conocido, generoso en el reconocimiento del genio de los otros, de aquellos a quienes admiraba. Desde Schumann, Brahms, Beethoven, Malraux, Tomas Moro, Saint-Exupéry, Jorge tuvo respeto por la criatura humana, amor por los pobres y desvalidos, por quienes trabajó toda su vida. Desde su cargo de ministro, sin descanso recorrió el país visitando las escuelas en los lugares más apartados.
En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista.
Salí a caminar por las calles de Buenos Aires y, conducido por un oscuro presagio llegué hasta los viejos senderos de Parque Lezama. Abrumado por los recuerdos, me detuve frente a la estatua de Ceres, donde cuarenta años atrás, misteriosamente, Martín se encontró con Alejandra. Cuando perdemos el sentido con el cual hemos vivido, volvemos a los lugares donde nos hemos planteado angustiosos interrogantes acerca de la existencia.
Y así, en muchas ocasiones he venido hasta esta plaza y me he sentado en sus bancos, como ayer. Y he permanecido durante horas observando a esos desamparados que abundan en Buenos Aires, como ocurre en todas las grandes ciudades. Esos náufragos que, en medio de un océano tempestuoso, arrojan al mar su botella. Hasta que un día alguien recoge esos fragmentos ilegibles, sin saber a quién pertenecen, si acaso hablan del amor o la calamidad. Pero ayer tarde la depresión me ha ahogado, y Elvira ha tenido que llevarme, casi que empujarme, para poder caminar, tal es mi congoja.
Hoy quiero contar quién ha sido Elvira González Fraga en mi vida. Lo hago como símbolo de gratitud por todo lo que he recibido de ella.
Durante más de dieciocho años, me ha ayudado en mis tareas con su gran talento y extrema sensibilidad. Siempre espero que finalmente acepte publicar lo que ha escrito.
Con emoción, pienso en el amor que ha puesto, en el cuidado de las traducciones de mi obra, en las exposiciones de mis cuadros, en los seminarios y en los congresos, postergando por mí tantas posibilidades. También acompañó a Matilde, y fue ella quien ordenó sus poesías y sus escritos, y los llevó a aquella imprenta artesanal del sur.
Desde que enfermó Matilde, ella ha sido para mí la persona en quien he volcado mi desazón y mi angustia. En este tiempo de dolor, sin el apoyo y la fe de Elvirita, me hubiera muerto. Y ahora, cuando ya no sé si estaré en condiciones de viajar me viene a la memoria una mañana en que la acompañé en París a St. Julien le Pauvre, la pequeña y hermosa iglesia, donde asistimos al rito ortodoxo. Fue un momento trascendente.
Durante meses, después, fui con ella a las misas que celebraba Hugo Mujica, ese hombre de tanta fe como talento, y fue entonces cuando comulgué por primera vez. Elvirita es de las personas más queridas, en la vida.
En la plaza, frente a la estación, me quedé mirando a un chico. Y una vez más me admiré de cómo en la infancia el tiempo va despacio, como si estuviera quieto. Es un infinito que se extiende entre la Fiesta de Reyes que ha pasado y la que vendrá, y los cumpleaños de los chicos suceden después de tantos hechos, o sueños, que el próximo aparece tan distante para ellos, como la ancianidad.
Este remanso hace de la niñez el período más fértil y más vulnerable, los chicos comparten la serenidad de los árboles y el germinar de la tierra. Viven un tiempo que no se acaba: ¿cuánto falta para que llegue la Navidad?, ¿cuánto falta para mi cumpleaños? Para ellos el pasado no existe y el futuro es invisible. Y entonces, cada día es eterno. Muchas veces me he detenido, solo en mi estudio, o con amigos, a cavilar sobre este tema, sobre la diferencia entre el tiempo existencial y el tiempo cronológico: éste es igual para todos; aquél, lo más personal de cada hombre.
Así como despaciosas son las horas de la infancia, cuando uno se va haciendo viejo, las horas se achican, como un astro que girara cada vez en órbitas más pequeñas, y a mayor velocidad, de modo que los regalos de cumpleaños no se han llegado a gozar cuando ya viene, emboscado, un nuevo aniversario.
Con los años, el pasado va aumentando de peso, y la gravedad de la existencia parece desfondarse hacia ese costado. Cuando uno ya ha abandonado la energía de los trabajos, el ardor de la pasión, la ilusión de otros proyectos, con frecuencia, queda habitando el presente, distraídamente, como un juego al que ya no se le prestara atención, porque el yo más profundo ha quedado anclado en esos momentos cuando la vida resplandecía.
Pero ¡cuántas veces he sentido la vida renovada como la de un águila!, ¡cuántas veces la creación me había entregado un fulgor de eternidad!
He vuelto a leer a San Agustín, y he recordado aproximaciones y diferencias. Él plantea, creo que por primera vez en la historia de la filosofía de Occidente, esta idea existencial del tiempo que tanto me había entusiasmado; en cambio, entonces, yo ni me había detenido en su valoración de la eternidad.
En la eternidad nada pasa, sino todo está presente, el pasado viene empujado por un futuro, y el futuro viene en pos de un pasado, ¿quién detendrá el corazón del hombre para ver que se pare y vea, cómo estando la eternidad inmóvil, gobierna los tiempos futuros y pasados, la eternidad ni futura ni pasada?
Antes, en aquellas épocas, una ansiedad creadora me lanzaba siempre más allá, el ser y el tiempo me parecían inseparables, y yo avanzaba hacia el futuro como hacia mi destino. Después, el tiempo fue acelerándose, y yo sentí que debía resignarme y abandonar tantos proyectos.