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cómo se pasa la vida

cómo se viene la muerte

tan callando…

Esta tarde, mientras yo estaba jugando con Yasmín, la chiquita de Erika, llegó Luciana con su bebé de tres meses, mi bisnieto Ignacio, y recordé cuando Juan Sebastián era un chiquilín y ella lo cuidaba, siempre tan madrecita.

Después vino Mario a buscarme y me llevó a escuchar el coro que formó. Tiene un gran sentido de la música y es indudablemente un creador.

En este tiempo volví a entusiasmarme con la idea de abrir este lugar, donde hemos vivido, a la gente que me ha demostrado su devoción y su amor, a quienes me leyeron y me estimularon. Siento que, de algún modo, les pertenece; y me consuela que cuando ya no esté, esta casa, bajo el cuidado de Gladys, se mantenga con las puertas abiertas. Le he pedido a Graciela Molinelli que haga lo posible para cumplir mi deseo, y espero que entre todos la cuiden, las dos familias y los grandes amigos que siempre nos han acompañado.

Esta es la casa que con Matilde hemos venido a habitar hace casi sesenta años, donde transcurrió la infancia de nuestros hijos, donde filmó Mario sus primeras poéticas películas, donde vino a vivir con Elena y donde nacieron nuestros nietos Luciana, Mercedes y Guido. Donde pasamos pobrezas, pero también acontecimientos fundamentales de nuestra vida.

He separado los cuadros que quiero que permanezcan como patrimonio de la casa, y las primeras ediciones, junto a los libros de Matilde, a sus poesías y a sus cuentos inéditos. Quiero que todo en la casa quede tal cual está, con sus roturas y con sus paredes medio descascaradas. Como también el viejo samovar de la familia rusa de Matilde y la colección Sur, que albergó mis comienzos en la literatura.

Esta casa donde nació mi obra y donde murió Matilde, con la vieja araucaria, la morera y estos pinos centenarios.

Recibo cantidad de cartas de muchachos que se sienten al borde del abismo, no sólo de nuestro país, sino del mundo entero. Como la de aquel adolescente de diecisiete años que había leído mis novelas y me escribió desde una ciudad del interior de Francia. Me hablaba de Rimbaud en una carta hecha a mano, con tumultuosa desesperación. Me aterró porque presentí que podía llegar a suicidarse, ya que este drama es universal. Los chicos me hablan de sus tristezas, de las ganas de morir, me cuentan, también, cómo se aferran a Martín y a Hortensia Paz, porque los ayudan a resistir esta vida atroz y despiadada.

Siempre me han preocupado estos jóvenes cuyos ojos están destinados a la belleza, pero también al infortunio porque ¿qué más desventurado que un sediento buscador de absolutos?

En mi juventud, en distintas oportunidades tuve la tentación del suicidio, pero terminé salvándome al comprender el sufrimiento de todos los que se entristecerían con mi muerte. Siempre habrá alguien a quien nuestra ausencia resultará irreparable: una madre, un padre, un hermano; cualquier ser por remoto que fuera. Un entrañable amigo, hasta un perro basta.

Diego Curatella, que en estos últimos años trabaja conmigo, me recuerda lo que dice Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Y en momentos en que cavilo sobre la vida, sobre este enigmático final, cuando ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo, cuando todo me parece absurdo e inútil, y este libro, sobre todo este libro, ¿qué clase de ánimo podría darles a quienes desesperadamente me piden auxilio? Diego me lee a importantes pensadores o me recuerda versos para mí olvidados; con su formación filosófica, me ha convencido de que debo concluir este libro por los jóvenes que, en medio del descreimiento, hoy más que nunca necesitan la palabra de sus escritores. Él me recordó lo que Bruno dice en una de mis novelas: “Cualquier historia de las esperanzas y desdichas de un solo hombre, de un simple muchacho desconocido, podía abarcar a la humanidad entera. Escribir sobre ciertos adolescentes, los seres que más sufren en este mundo implacable, los más merecedores de algo que a la vez describa su drama y el sentido de sus sufrimientos”.

Y entonces continúo este testimonio, o epílogo, o testamento espiritual, de la manera que quieran nombrarlo, dedicado a esos muchachos y chicas desorientados, que se acercan en ocasiones tímidamente y, en otras, como los que buscan una tabla en el mar, después de un naufragio. Porque creo que tan sólo eso puedo ofrecerles: precarios restos de madera.

Me detengo a observar la fotografía de un pequeño lustrabotas que en la ciudad de Salta, se acercó a abrazarme con gran emoción. Paso un tiempo largo observándolo, como uno de esos antiguos iconos que nos hablan de un Dios remoto pero oculto en algún lugar. En el brillo de sus ojos parece que hubiera algo que lo elevase por encima de este mundo donde todo es horror y miseria. Ese chiquito, en su humildad de lustrabotas, me muestra a Dios. Un Dios en cuya fe nunca me he podido mantener del todo, ya que me considero un espíritu religioso, pero a la vez lleno de contradicciones, con instantes en los que soy propenso a creer en actos demencialmente milagrosos, y épocas en las que vuelvo a caer presa del pesimismo y la depresión. Quizá porque uno espera mucho y a menudo es defraudado; sobre todo, en momentos en que la vida nos va despojando de aquellos que han sido para nosotros, como dijo Cernuda: “Una pausa de amor entre la fuga de las cosas”. Cómo mantener la fe, cómo no dudar, cuando se muere un chiquito de hambre, o en medio de grandes dolores, de leucemia o de meningitis, o cuando un jubilado se ahorca porque está solo, viejo, hambriento y sin nadie, como sucede ahora, ¿dónde está Dios? ¿Qué respuesta le diste a tu Hijo, cuando gritó aquella frase trágica? ¿No es lícito en estos casos una especie de maniqueísmo? Así, todo sería explicable, al menos para los hombres comunes, no para los teólogos que escriben miles de páginas para justificar tu ausencia. Como dice Dostoievski, Dios y el Demonio se disputan el alma del hombre, y el campo de batalla es el corazón de ese desdichado. Y si el combate es infinito, y si Dios no es tan poderoso como para vencer a su Adversario y si, como dicen muchos, venció el Demonio y lo tiene encadenado o, lo que aún sería más perverso, domina ya el mundo y hace creer a los candorosos que es Dios para desprestigiarlo, ¡qué horror!, ¿qué sentido tendría entonces la vida?

Muchos se han cuestionado la existencia de ese Dios bondadoso, que, sin embargo, permite el sufrimiento de seres totalmente inocentes. Una santa como Teresa de Lisieux tuvo dudas hasta momentos antes de su muerte; y en medio del tormento, las hermanas la oyeron decir: “Hasta el alma me llega la blasfemia”. Von Balthasar dice que, mientras hubiera alguien que sufriese en la tierra, la sola idea del bienestar celestial le producía una irritación semejante a la de Ivan Karamasov. Sin embargo, luego muere en la fe más inocente, absoluta, como también Dostoievski, Kierkegaard, y el endemoniado Rimbaud, que en su lecho suplica a la hermana que le suministren los sacramentos.

Según Simone Weil, esa especie de mística blasfemadora, “El sufrimiento es la superioridad del hombre sobre Dios. Fue necesaria la Encarnación para que esa superioridad no resultara escandalosa”. Y entonces, cuando abandono esos razonamientos que acaban siempre por confundirme, me reconforta la imagen de aquel Cristo que también padeció la ausencia del Padre. Y así como Machado ha dicho que ha buscado a Dios entre la niebla, en mi propia búsqueda he encontrado, en algunos pasajes de Las confesiones de San Agustín, una puerta que se entreabre, dejándonos el reflejo de una luz. Y al contemplar aquella escultura de María Magdalena, de Donatello, tan trágica y expresionista, me pregunto si a la fe se puede llegar sin esos atroces y, en apariencia, incomprensibles sufrimientos.