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Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables.

La verdadera patria del hombre no es el orbe puro que subyugó a Platón. Su verdadera patria, a la que siempre retorna luego de sus periplos ideales, es esta región intermedia y terrenal del alma, este desgarrado territorio en que vivimos, amamos y sufrimos. Y en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente, en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía. La creación es esa parte del sentido que hemos conquistado en tensión con la inmensidad del caos. “No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir de su infierno.” ¡Absoluta verdad, querido, admirado y sufriente Artaud!

Años atrás un grupo de compañeros de la Universidad me había invitado a escribir para una revista literaria en la que participaban varios escritores platenses. Teseo era gráficamente muy linda, pero esa clase de revistas que no superan el tercer o cuarto número, lo que ocurrió. Sin embargo, fue fundamental para mí. Y al igual que cuando nos creemos perdidos y sin rumbo fijo, así también nuestra vida toma movimientos en apariencia indeterminados, pero que en el fondo, una voluntad desconocida para nosotros nos conduce hacia los lugares en que nos encontraremos con hombres o cosas fundamentales para nuestra existencia.

El artículo que yo había escrito para la revista, le interesó a Pedro Henríquez Ureña, a quien yo había dejado de ver. Cuando nos reencontramos, volví a sentir la admiración que siempre despertó en mí aquel extraordinario humanista, que anteponía la lucha por la justicia a la propia búsqueda de la perfección intelectual. Alguien frente a quien yo me sentía confirmado por su visión de la vida. Desde entonces, perdura mi gratitud y el honor de haber merecido su reconocimiento.

En aquella conversación Don Pedro me preguntó si yo no querría escribir un artículo para Sur, la gran revista que dirigía Victoria Ocampo. Nervioso, con gran emoción, al poco tiempo le entregué mi trabajo en un café. Aún lo veo sugiriendo la supresión del primer párrafo, preguntándome con suave ironía “Begin here?”, como para no herirme, para disimular su observación. No olvido su excesiva delicadeza, esas notas al margen con letra casi ilegible con que nos corregía a todos los que tuvimos el lujo de ser sus alumnos.

Unos días después me llamó para decirme que Sur lo publicaría y que José Bianco deseaba conocerme. Recuerdo la cordialidad con que Bianco me recibió; él me invitó a publicar regularmente, y luego me encargó el antiguo Calendario que había dejado de salir años atrás.

A Bianco lo valoré siempre por su preocupación democrática porque, a diferencia de lo que muchos creen, Bianco no era un escritor de torre de marfil, sino un fervoroso defensor de la libertad y de los derechos humanos; con él mantuve largas conversaciones sobre el nazismo en la época de la guerra. La calidad de la revista era producto de su lucha con la imprenta y de la revisión de todos los manuscritos, a los que muy a menudo se veía en la necesidad de corregir, porque de lo contrario “es imposible publicarlos”, como solía decir, metida su cabeza entre papeles, haciendo su trabajo de inquisidor.

Se ha acusado a Sur de ser elitista y reaccionaria, lo que siempre consideré una opinión falsa y demagógica. Semejantes calificativos pretenden ignorar que allí escribieron comunistas como Sartre, anarquistas como Camus y Herbert Read, católicos progresistas como Graham Creen, católicos socialistas como Emanuel Mounier; y que en su comité participaba una comunista militante como María Rosa Oliver En Sur se publicaron importantísimos trabajos sobre el nazismo, la justicia social, la Revolución Rusa, el anarquismo, los derechos humanos. Sin duda, se cometieron equivocaciones, pero habría que preguntarse en qué revista del mundo no suceden cosas semejantes.

Se le debe reconocer a Victoria todo lo que hizo por difundir la cultura universal. Mi relación con ella fue como la de esos matrimonios en los que hay amor y violentas peleas, pero en que uno no puede prescindir del otro. Y si Bianco fue un motor indispensable para la continuidad de Sur, Victoria fue quien creó aquella revista, que jamás habría alcanzado su notable trascendencia sin la insaciable voracidad que tenía ella por la cultura, las artes y las letras de todo el mundo. Y por sus esfuerzos, vinieron al país hombres notables como Ortega y Gasset, Stravinsky, Tagore y tantos otros.

Las páginas de Sur fueron educadoras de toda mi generación. A través de ella se conocieron en todos los países de lengua castellana a autores como Virginia Woolf, D. H. Lawrcnce, Aldous Huxley, Lawrence de Arabia, Henri Michaux, William Faulkner; lo mejor del pensamiento desde Japón a los Estados Unidos apareció allí. El descubrimiento de estas destacadas personalidades lo realizaban no sólo Victoria y Pepe sino también un Comité de Colaboradores.

Los encuentros en casa de Victoria significaron para mí una segunda formación, una nueva universidad de la que resulté finalmente un mal alumno. En ese ámbito eran infaltables Bianco y la clásica sopa para Borges. También iban Patricio y Estela Canto, Rodolfo Wilcock y a veces, Mastronardi. En medio de las discusiones sobre Stevenson, Henry James, Coleridge, Quevedo, Cervantes, eran frecuentes las conversaciones acerca del tiempo, Nietzsche y el eterno retorno, los números transfinitos y la expansión del Universo. Al provenir yo del mundo oscuro de los surrealistas, en medio de aquel límpido ambiente me sentía una especie de bárbaro; hasta que lograba infiltrar a los escritores rusos y, bajo la irónica mirada de Borges, las discusiones se extendían hasta la madrugada.

Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las conversaciones sobre Platón y Heráclito de Efeso, siempre con el pretexto de vicisitudes porteñas. Lamentablemente, en 1956 nos separaron ásperas discrepancias políticas -¡cuánta pena que esto sucediera!- pero así como, según Aristóteles, las cosas se diferencian en lo que se parecen, en ocasiones los seres humanos llegan a separarse por lo mismo que aman.

Yo no fui antiperonista por defender los privilegios, sino porque no podía soportar el despotismo y la expulsión de maestras y profesores por no someterse a las directivas del gobierno. En aquel movimiento hubo un justificado anhelo de justicia y de dignidad, frente a una sociedad fría y egoísta que explotaba a los pobres de la manera más denigrante, esclavizándolos en esa especie de campos de concentración que eran los yerbales y los quebrachales. Mientras tanto muchos intelectuales, en lugar de responder al drama de estos hombres, se habían entregado a sus propios y mezquinos intereses.

A todos estos desamparados, como los llamó Evita, que luchó verdadera y heroicamente por ellos, los supo movilizar Perón. Medio siglo después, la desvaída foto de Evita preside, junto a la de la Virgen, los hogares más pobres del país, simboliza la devoción y la gratitud por aquellos años únicos de prosperidad y respeto para los más humildes. Con los errores que todos conocemos hubo allí gente tan honrada como Scalabrini y Jauretche, de quienes fui amigo.