A pesar de haber perdido mis cátedras durante el gobierno peronista, cuando en 1955 fui nombrado director de Mundo Argentino, me opuse a toda medida que fuese represiva hacia la oposición. De inmediato noté que a mis superiores les molestaba que yo aceptase que en la revista colaboraran personas de distintos sectores; hasta que finalmente fui forzado a renunciar cuando denuncié la tortura de obreros peronistas en distintos centros del país y en los sótanos del Congreso de la Nación. Luego, en un programa de radio, volví a hablar de aquellos acontecimientos provocando el escándalo y la ruptura con buena parte de los intelectuales.
En esa oportunidad, además de las torturas, hice referencia a grandes escritores cuya militancia les valió la enemistad, el rencor y el silencio. Y hablé del hombre eminente que fue Leopoldo Marechal.
En esas épocas de resentimiento político, se le negó el reconocimiento a uno de los más grandes escritores argentinos; obligándolo a sobrellevar un durísimo exilio en su propia patria, a la que tanto amor lo unía. Sostenido en el puntal que fue su compañera, en un momento de extrema amargura, a ese modesto hombre se lo oyó murmurar: “¿Cuándo mis compatriotas dejarán de orinarme encima?”.
La familia de Marechal, que había estado escuchando la transmisión de radio, llamó a casa para agradecer lo que yo había dicho. Desde entonces perduró una amistad que siempre valoré, de la que da testimonio esta carta tan hermosa:
Queridos Matilde y Ernesto: Elbia y yo recibimos los cariñosos votos que nos han formulado ustedes y que, literalmente, son otras tantas “bendiciones”. En este fin de año estamos pidiendo al cielo para nosotros y para ustedes dos, nuestros amigos: paz y alegría en la existencia, facilidad y felicidad en la creación literaria y otras buenas obras, que Dios nos libre de los hijos de puta literales o alegóricos que pretenden afligirnos, y que nos preserve de todo camelo e impostura; si hemos de combatir, que Dios nos ubique en la mejor trinchera y en la batalla más justa. Queridos Matilde y Ernesto, digan con nosotros “amén”, ¡y a vivir! Reciban los dos el sempiterno abrazo fraternal de Elbia y Leopoldo.
Marechal fue un hombre atormentado por el destino de su patria, como lo refleja en sus obras, y en esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por el suelo, los que siempre la posponen a sus sórdidos bolsillos. Cuando alguien de un alma tan noble amonesta a la patria, lo hace porque conoce la posibilidad de su grandeza. Así lo hicieron, con un corazón desgarrado y sangrante, desde Hölderlin a Nietzsche, Dostoievski y Tolstoi. Y el maravilloso Pushkin que, luego de desternillarse de risa con las descripciones que su amigo Gogol le leía, termina exclamando con la voz quebrada por la amargura: “¡Dios mío, qué triste es Rusia!”.
Del mismo modo, en un verso memorable, Leopoldo Marechal dice: “La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre”. Todavía me parece oírlo, con su voz suave, apenas un grave murmullo.
El túnel fue la única novela que quise publicar, y para lograrlo debí sufrir amargas humillaciones. Dada mi formación científica, a nadie le parecía posible que yo pudiera dedicarme seriamente a la literatura. Un renombrado escritor llegó a comentar: “¡Qué va a hacer una novela un físico!”. ¿Y cómo defenderme cuando mis mejores antecedentes estaban en el futuro?
El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria Ocampo, que se excusó diciéndome: “Estamos medio fundidos, no tenemos un cobre partido por la mitad”. Qué auténtica me pareció entonces esa frase de Oscar Wilde: “Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres: son los ricos”. Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta del Querandí -el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con Gombrowicz-, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar, tanta era mi vergüenza.
Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la publicación en Sur, y fue inmediatamente agotada. Al año siguiente, recibí la noticia de su edición francesa, gracias a la generosa iniciativa de Camus.
París, 13 de junio de 1949
Le agradezco su carta y su novela. Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que “El túnel” encuentre en Francia el éxito que merece. Hubiera deseado poder decirle todo esto de viva voz, pero la prohibición de una de mis piezas en Buenos Aires me impide dar allí las conferencias previstas. Si, no obstante, llegara a ir a Brasil, trataría de acercarme a título personal a Buenos Aires y me alegraría entonces conocerlo. De aquí a entonces, cuente con toda mi simpatía fraternal.
Albert Camus
Cuánto le debo a aquel escritor genial, con quien compartiría luego inquietudes metafísicas y éticas. En muchas oportunidades se ha hablado de su nihilismo; en todo caso, fue esa clase de nihilista cuya blasfemia es una manera de creer en Dios. Vivía un idealismo desesperado, fue un hombre lleno de amor y de pasión.
Cuando años después comenté la historia en un periódico, Victoria me llamó hecha una furia para recriminarme el oprobioso recuerdo, ya que el libro había sido recibido entusiastamente por uno de los máximos escritores de Francia. Pero, c’est la vie”, como ella hubiera dicho. He hablado acerca de lo importante que ha sido su aporte a nuestra cultura; pero el mutuo y sincero aprecio que nos teníamos, no me dispensaba del inconveniente de no ser francés.
Nunca me he considerado un escritor profesional, los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito durante la mañana. Y así, cuentos, ensayos y obras para teatro los he visto consumirse en el fuego, al que también estaba destinado Sobre héroes y tumbas; tantas han sido siempre mis dudas. Por mi propensión a las llamas, hubo veces en las que me arrepentí; obras que hoy recuerdo con nostalgia, como El hombre de los pájaros y la novela que escribí durante mi período surrealista, La fuente muda, título que tomé de un verso de Antonio Machado, y de la que sobreviven pocos capítulos y algunas ideas. Quienes conocen mis reticencias y contradicciones, saben lo difícil que es soportarme en cualquier empresa. Así lo sufrieron todos los que, desde distintas partes del mundo, me han solicitado autorización para trabajar en mis novelas, para realizar películas o adaptaciones de teatro, desde grandes realizadores hasta compañías independientes. Piazzolla quiso hacer una ópera, sobre una adaptación de mi novela Sobre héroes y tumbas; proyecto que, a causa de mis cavilaciones, sólo llegó a realizar una hermosa introducción.
Lamentablemente, en estos tiempos en que se ha perdido el valor de la palabra, también el arte se ha prostituido, y la escritura se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda. Como he dicho en El escritor y sus fantasmas: “Quedan los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad. Son los testigos, los mártires de una época”. Están destinados a una misión superior, no pertenecen a ninguna capilla literaria o cenáculo y, por eso, no tienen como fin tranquilizar a individuos encerrados en una sacristía, sino el de derribar todas las conveniencias, devolviéndonos el sentido de nuestra trágica condición humana. En esta vocación, muchos han sido empujados a la locura, a las drogas, o a tantas otras formas del suicidio. Recuerdo cuando el doctor Cárcamo me decía que debía empezar urgentemente una terapia psicoanalítica, porque estaba al borde de la locura. Seguramente se preocupaba de verdad, porque era un buen hombre, pero yo le respondí que sólo me salvaría el arte.