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Estos millones de niños, analfabetos, más flacos, más bajos que nuestros niños que van a las escuelas, sufren enfermedades infecciosas, heridas, amputaciones y vejaciones de todo tipo.

Se los encuentra en las grandes ciudades del mundo tanto como en los países más pobres. En América Latina, quince millones de niños son explotados.

Cuando uno se acerca a esta realidad, de inmediato recuerda la historia de los niños que trabajaban en las minas de carbón en épocas de la Revolución Industrial. Situaciones que parecían definitivamente atrás, están hoy al alcance de nuestros ojos. Representan la involución de las conquistas sociales que se lograron con sangre a través de siglos. Hoy en el mundo ya no hay respeto por las horas de trabajo, por la jubilación, por los derechos a la educación y a la salud. Enfermedades que creíamos vencidas han vuelto: tuberculosis, sífilis, cólera.

El estado de desprotección y violencia en el que se encuentran expuestos los chiquitos nos demuestra palmariamente que vivimos un tiempo de inmoralidad. Estos hechos aberrantes nos absorben como un vórtice, haciendo realidad las palabras de Nietzsche: “Los valores ya no valen”.

Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano.

Son excluidos los pobres que quedan fuera de la sociedad porque sobran. Ya no se dice que son “los de abajo” sino “los de afuera”.

Son excluidos de las necesidades mínimas de la comida, la salud, la educación y la justicia; de las ciudades como de sus tierras. Y estos hombres que diariamente son echados afuera, como de la borda de un barco en el océano, son la inmensa mayoría.

Tantos valores liquidados por el dinero y ahora el mundo, que a todo se entregó para crecer económicamente, no puede albergar a la humanidad.

Para conseguir cualquier trabajo, por mal pago que sea, los hombres ofrecen la totalidad de sus vidas. Trabajan en lugares insalubres, en sótanos, en barcos factoría, hacinados y siempre bajo la amenaza de perder el empleo, de quedar excluidos.

Al parecer, la dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización. La angustia es lo único que ha alcanzado niveles nunca vistos.” Es un mundo que vive en la perversidad, donde unos pocos contabilizan sus logros sobre la amputación de la vida de la inmensa mayoría. Se ha hecho creer a algún pobre diablo que pertenece al Primer Mundo por acceder a los innumerables productos de un supermercado. Y mientras aquel pobre infeliz duerme tranquilo, encerrado en su fortaleza de aparatos y cachivaches, miles de familias deben sobrevivir con un dólar diario. Son millones los excluidos del gran banquete de los economicistas.

Cuando por la calle veo tantos negocios cerrados, o vecinos del barrio me detienen para decirme que no podrán seguir manteniendo su tallercito, que no les rinden las ganancias para cubrir los impuestos, pienso en la corrupción y la impunidad, en el grosero despilfarro y en la opulencia amoral de unos cuantos individuos, y tengo la sensación de que estamos en el hundimiento de un mundo donde, a la vez que cunde la desesperación, aumenta el egoísmo y el “sálvese quien pueda”. Mientras los más desafortunados sucumben en la profundidad de las aguas, en algún rincón ajeno a la catástrofe, en medio de una fiesta de disfraces siguen bailando los hombres del poder, ensordecidos en sus bufonadas.

La educación pública creada por los grandes intelectuales que nos gobernaron en el siglo pasado, que tuvieron la iniciativa de construir una educación primaria libre, gratuita y obligatoria es el fundamento de esta nación hoy en derrumbe.

En esas escuelitas de mi infancia, humildes maestras nos enseñaban a ser “buscadores de la verdad”, como la negra Ozán, india, hija de un domador, que nos mantenía al trote, pero que a la vez, supo educarnos con cariñosa disciplina. Por aquel tiempo, tendría yo unos once años, era el dibujante de la clase, y en días como el 20 de junio pintaba con tizas de colores al general Belgrano haciendo jurar por su ejército dos franjas de género celeste y una blanca, que por aquel acto serían capaces de convocar batallas y arrastrar a sus hombres a la muerte o a la victoria, porque ese paño, a menudo sucio y maltrecho, era el símbolo de la Patria.

En un crisol casi único en el mundo, los hijos de pobres inmigrantes, mientras sus padres les narraban historias de tierras lejanas, en aquellas escuelas escuchaban con devoción la vida de sus próceres, Belgrano y San Martín. O como en el día de la Independencia, cuando izábamos en el patio la bandera a los sones del Himno Nacional y aguardábamos el chocolate caliente, ateridos por el frío pampeano.

Así aprendimos a amar a la Patria, con un noble sentimiento que congrega, porque quien ama verdaderamente a su patria, comprende y respeta a las demás; a la inversa del patrioterismo, que es bajo y mezquino, presuntuoso, plagado de la vanidad que nos aleja y nos hace odiar. Lo que ocurre con tantas potencias que se consideran superiores por el solo hecho de dominar a las demás naciones.

Desde la siniestra noche en que los estudiantes fueron expulsados de la Universidad a bastonazos, para encerrarlos en las cárceles, cuando miles de universitarios e intelectuales debieron irse del país, y luego, cuando fuimos conocidos por las atrocidades cometidas durante la dictadura, lo único que nos rescató del menosprecio universal fue el alto nivel de nuestros profesores, ingenieros, biólogos, médicos, físicos, matemáticos, astrónomos, escritores y artistas que eran convocados desde todas partes del mundo, poniéndonos por encima de países altamente desarrollados. Un arquitecto de apellido Pelli ha deslumbrado a los norteamericanos por la originalidad de sus construcciones. Y un hijo o nieto de inmigrantes, como Milstein, llegó a ser Premio Nobel por su revolucionario avance en el campo de la genética, pero debió ir a la Universidad de Cambridge porque aquí ni siquiera tenía los aparatos necesarios para confirmar sus ideas.

Toda educación depende de la filosofía de la cultura que la presida; y debido a estos obsecuentes imitadores de los “países avanzados” -¿avanzados en qué?- corremos el peligro de propagar aún más la robotización. Debemos oponernos al vaciamiento de nuestra cultura, devastada por esos economicistas que sólo entienden del Producto Bruto Interno -jamás una expresión tan bien lograda-, que están reduciendo la educación al conocimiento de la técnica y de la informática, útiles para los negocios, pero carente de los saberes fundamentales que revela el arte.

Esta educación es sólo accesible a quienes queden incluidos dentro de los muros de nuestra sociedad, ya que el mundo de la técnica y la informática, que supuestamente nos iba a acercar unos a otros, significó, para la inmensa mayoría, un abismo insalvable.

En esta primavera de 1998, esperando las primeras luces del amanecer, que siempre o casi siempre, renuevan una esperanza, medito en este país destruido y ensuciado por los gobernantes y la mayor parte de los políticos. Tan lejos, tanto, de la Argentina de mi adolescencia, con extraordinarias universidades que grandes hombres ha dado al mundo, pero que hoy es apenas la ruina de un hermosísimo castillo.

Por todo esto, en distintas oportunidades he visitado a los maestros que desde hace más de un año ayunan en la Carpa Blanca, frente al Congreso. Símbolo conmovedor de esa reserva que salvará al país, si logramos recuperar los valores éticos y espirituales de nuestros orígenes. La educación es lo menos material que existe, pero lo más decisivo en el porvenir de un pueblo, ya que es su fortaleza espiritual; y por eso es avasallada por quienes pretenden vender al país como oficinas de los grandes consorcios extranjeros. Sí, queridos maestros, continúen resistiendo, porque no podemos permitir que la educación se convierta en un privilegio.