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Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.

Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.

También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca Más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la Patria.

Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.

En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976, hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoníacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.

Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.

El horror que día a día íbamos descubriendo, dejó a todos los que integramos la conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.

El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.

El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.

El día en que la conadep entregó el informe al presidente de la Nación, la Plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra “desaparecido”.

Lamentablemente, las leyes de Obediencia debida y de Punto final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltazar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.

Con qué indignación he visto, en un día de huelga nacional, con despótica soberbia, a la policía arrojando al suelo la comida que unos obreros preparaban en sus ollas populares. Y entonces me pregunto en qué clase de sociedad vivimos, qué democracia tenemos donde los corruptos viven en la impunidad, y al hambre de los pueblos se la considera subversiva.

También de sus tierras han sido excluidos los hombres. Hace unos años estuve con los indios wichis en la plaza del Congreso. Desde hacía una semana, realizaban una huelga de hambre en reclamo por las tierras que, como a tantas comunidades indígenas, les fueron usurpadas desde el tiempo de la conquista, víctimas de un genocidio que se realizó a fuerza de guerras, epidemias desconocidas y el infaltable cautiverio. Desde entonces, el sometimiento y el maltrato que reciben en todo el continente los obliga a sobrevivir en miserables reservas, incapacitados para satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, salud, vivienda y educación.

Hoy, uno de los graves problemas que muchas de estas comunidades deben afrontar, bajo un riesgo vertiginoso y destructivo, es la necesidad de emigrar hacia las grandes ciudades, donde viven alienados, impulsados por el hambre pero también por descabelladas ilusiones, como sucedió en Lima, que en los últimos veinte años tríptico su población por la llegada de indígenas. Ciudades en las que viven degradados en suburbios donde cunden el cólera, la meningitis, la tuberculosis y todas las calamidades que acarrean la pobreza y el desarraigo. Viven, si puede usarse ese verbo en el sentido grande y misterioso, o tristemente sobreviven, ajenos y perdidos.

Aquí mismo, a Buenos Aires, capital de un país que en un tiempo fue casi desierto, con pocas comunidades autóctonas, están llegando millares de indios bolivianos y paraguayos que atraviesan la frontera y que son esclavizados en trabajos clandestinos, por falta de documentos. Duermen en el suelo, hacinados y sucios. Han perdido su dignidad y sus rituales arcaicos.

En las comunidades indígenas, los hechos esenciales de la existencia estaban vinculados al ritmo del cosmos y la naturaleza. Y aún hoy, muchos de ellos conservan sus ritos, como los mapuches, que se preparan para recibir el Año Nuevo con ceremonias acompañadas de danzas y oraciones, en las que ruegan a los dioses para quedes den salud y buenos augurios, para que el año que comienza sea óptimo en lluvias y cosechas. En cambio, los ritos y las tradiciones de nuestras sociedades se han desvirtuado, o se han convertido en simulacros en los que ya nadie cree, consecuencia del barbarismo tecnológico. Escindido el pensamiento mágico y el pensamiento lógico, el hombre quedó exiliado de su unidad primigenia; se quebró para siempre la armonía entre el hombre consigo mismo y con el cosmos.