A pesar del alto riesgo que significan los productos radiactivos, su almacenamiento sigue constituyendo un inestimable agente de control. Los países más desvalidos, como la India, o se proclaman orgullosamente como nueva potencia nuclear, o corren el riesgo de ser vendidos como basureros atómicos. Algo que en reiteradas oportunidades estuvo a punto de sucederle a nuestro país.
Otro peligro para tener en cuenta es el agujero de ozono, ¡agujero que ya tiene el tamaño del continente africano! Además del recalentamiento del planeta, consecuencia de la emisión de gases industriales y del efecto “invernadero”, está en peligro el futuro de los países insulares debido al crecimiento del nivel de los ríos y mares. Sin olvidar las especies en extinción: se calcula que setenta especies desaparecen por día.
En la antigüedad, según Berdiaev, el proyecto del universo humano era también tarea de fuerzas divinas. Desacralizada la existencia y aplastados los grandes principios éticos y religiosos de todos los tiempos, la ciencia pretende convertir los laboratorios en vientres artificiales. ¿Se puede pensar algo más infernal que la clonación? ¿Podemos seguir día a día cumpliendo con tareas de tiempos de paz, cuando a nuestras espaldas se está fabricando la vida artificialmente?
Nada queda por ser respetado.
A pesar de las atrocidades ya a la vista, el hombre avanza perforando los últimos intersticios donde se genera la vida. Con grandes titulares se nos informa que la clonación es ya un éxito. Y nosotros, todos los hombres del planeta que no queremos esta profanación última de la naturaleza, ¿qué podemos hacer frente a la inmoralidad de quienes nos someten?
La humanidad ha recibido una naturaleza donde cada elemento es único y diferente. Únicas y diferentes son todas las nubes que hemos contemplado en la vida, las manos de los hombres y la forma y el tamaño de las hojas, los ríos, los vientos y los animales. Ningún animal fue idéntico a otro. Todo hombre fue misteriosa y sagradamente único.
Ahora, el hombre está al borde de convertirse en un clon por encargo: ojos celestes, simpático, emprendedor, insensible al dolor o trágicamente, preparado para esclavo. Engranajes de una máquina, factores de un sistema, ¡qué lejos, Hölderlin, de cuando los hombres se sentían hijos de los Dioses!
Los jóvenes lo sufren: ya no quieren tener hijos.
No cabe escepticismo mayor.
Así como los animales en cautiverio, nuestras jóvenes generaciones no se arriesgan a ser padres. Tal es el estado del mundo que les estamos entregando.
La anorexia, la bulimia, la drogadicción y la violencia son otros de los signos de este tiempo de angustia ante el desprecio por la vida de quienes nos mandan.
¿Cómo podríamos explicarles a nuestros abuelos que hemos llevado la vida a tal situación que muchos de los jóvenes se dejan morir porque no comen o vomitan los alimentos? Por falta de ganas de vivir o por cumplir con el mandato que nos inculca la televisión: la flacura histérica.
Cientos de miles de jóvenes son drogadictos. Andan como bandas por las plazas del mundo.
Todo hace pensar que la Tierra va en camino de transformarse en un desierto superpoblado. No es casual que en una de las últimas Cumbres Ecológicas se hayan previsto guerras, en un futuro no muy lejano, para la obtención de agua potable.
Este paisaje fúnebre y desafortunado es obra de esa clase de gente que se ha reído de los pobres diablos que desde hace tantos años lo veníamos advirtiendo, aduciendo que eran fábulas típicas de escritores, de poetas fantasiosos.
Según esa inversión semántica que traen las lenguas, el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños.
Si bien los optimistas impertérritos arguyen que la humanidad ha sabido siempre sobreponerse a los bárbaros acontecimientos, de ninguna manera estamos en condiciones de poder confiar en esta clase de sofismas. En primer lugar, porque hay civilizaciones enteras que jamás se recuperaron, y en segundo, porque atravesamos una crisis total y planetaria.
Ya hace unos años, la capacidad destructiva del mundo era cinco mil veces superior a la que había en la época de la Segunda Guerra Mundial, el poder de las bombas atómicas en reserva superaba un millón de veces a la bomba que destrozó Hiroshima.
Un chiquito muere de hambre cada dos segundos. Lo criminal es que con el medio por ciento del gasto de armamentos se podría resolver el problema alimentario de todo el mundo. Nada hace pensar que estas cifras estén variando para mejor. Son tiempos en que el hombre y su poder sólo parecen capaces de reincidir en el mal. Hemos puesto en funcionamiento potencias destructoras de tal magnitud que su paso, como señaló Burckhardt, puede llegar a impedir el crecimiento de la hierba para siempre.
Fue en un café de Retiro donde te acercaste a pedir unas monedas y yo te pregunté si querías sentarte. Eras uno de esos tantos que mendigan su inocencia como ángeles excluidos de algún cielo perverso y extraño. Desde luego, no me conocías, y me reconfortó compartir el encuentro. Porque vos, con tu corta edad, llevabas la mirada envejecida por esas atrocidades que, en breve tiempo, realizan en el cuerpo y el alma la devastación que traen los años.
Cuando en alguna oportunidad he vuelto al mismo café, te he buscado con el deseo de saludarte. Ya no estabas, pero te descubro en otros chicos, cuando al regresar de noche a casa, los veo hurgar entre las bolsas de basura, hundiendo en la inmundicia sus pequeñas manos, destinadas a los columpios y a las calesitas. Y no sé por qué, entonces, pienso en Rimbaud. Quizá, porque también él pertenecía a la raza de los que cantan en el suplicio. Rimbaud, que en las calles de París se alimentaba con los mendrugos que sacaba de la basura, y que dormía por las noches acurrucado en los portales. Recordé sus palabras: “La verdadera vida está ausente”.
Y encerrado en este viejo estudio, sentado al borde de la cama, vuelvo a ver el dibujito de la casa que me regalaste, y que yo supuse que era la casa de tus sueños, con flores, pequeñas ventanas y cortinas, con una gran chimenea en el centro que largaba humo de colores, toda esa magia encantatoria de los niños que ni la miseria pareciera borrar.
He estado escribiendo estas líneas que probablemente nunca leerás; querría resguardarte de alguna manera. ¡Qué horror, el mundo!
Sobre estos y otros temas conversé largamente con Cioran, una tarde de 1989. Años atrás me habían llegado noticias del deseo que él tenía de conocerme; insistencia que interpreté como mensajes crípticos, reiterados en distintas oportunidades. Combinamos una cita en su casa de la calle Odeón, a pocos pasos de mi hotel en el Boulevard Saint-Germain.
Me costó disuadir su insistente ofrecimiento de esperarme en la entrada, por temor a que yo me perdiera; lo que me corroboró una vez más su auténtico deseo de verme. Al cabo de unos minutos llegué a su casa, uno de aquellos viejos edificios franceses; y luego de subir los seis pisos a pie, me detuve frente a la puerta de madera donde había colocado, en el lugar reservado para las chambres de bonnes, un cartel que decía Ici Cioran.
Contrariamente a lo que muchos presuponen y a lo que yo mismo pensaba, me sorprendió aquel hombre amable, menudo y apesadumbrado, predicador de un nihilismo que no coincidía con él. Más bien era un gran pesimista, por momentos subyugado por un otro, escéptico y descreído. Pero siempre con una sonrisa. En ningún momento un huraño indiferente, por el contrario, uno de esos hombres solidarios con la “desventurada muchedumbre”, cómo dijera Mallarmé, en búsqueda de alguien que exprese su desazón y su tormento. Quizá podamos referir a él la frase de Strimberg: “No detesto a los hombres, tengo miedo de ellos”.