Por eso, cuando la enfermedad de Humberto se agravó, me entristeció enormemente que se lo engañara diciéndole que era una simple infección, si en verdad todos sabíamos que se trataba de un terrible cáncer de estómago. Ese hombre, tan admirado por su rectitud y entereza, merecía saber y afrontar la verdad como solía hacerlo. Y entonces tomé la dura decisión de hablar con él.
Jamás olvidaré el silencio; aquellos ojos bien abiertos parecieron divisar el fin, sin abatimiento, con esa serenidad que siempre lo había fortalecido. Encendió un cigarrillo. No lloramos. No debíamos hacerlo. Tampoco pudimos abrazarnos; aún nos pesaba sobre los hombros la mirada imperativa de nuestro padre.
Todos lloraron la pérdida de Humberto, alguien que había sido, como dijo durante el entierro uno de sus grandes amigos, “Nada menos que todo un hombre”.
Sí, querido hermano, fuiste esa clase de hombres de la talla de Saint-Exupéry, quien luchó en su avión contra la tempestad, junto con su telegrafista, unidos en el silencio, por el peligro común pero también, por la esperanza. Esos hombres que levantaron su altar en medio de la mugre, con su camaradería ante el fracaso y la muerte.
Los conflictivos años de mi secundaria, además del tiempo de dolorosas angustias, fueron también de importantes descubrimientos.
El primer día de clase aconteció una portentosa revelación. En un banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un pueblo pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero de provincia, alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No sabía aún que había descubierto el universo platónico, ajeno a los horrores de la condición humana; pero sí intuí que esos teoremas eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de mi adolescencia.
Para apaciguar el caos de mi alma volqué mis emociones y ansiedades en una serie de cuadernos, diarios, que quemé cuando fui más grande. Por la angustia en que vivía, busqué refugio en las matemáticas, en el arte y en la literatura, en grandes ficciones que me pusieron al resguardo en mundos remotos y pasados. De la biblioteca del colegio, tan vasta, y para mí inexplorada, aunque estaba sabiamente organizada, leí siempre a tumbos, empujado por mis simpatías, ansiedades e intuiciones.
Recuerdo las bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e idealistas que, con grandes esfuerzos, luego de todo un día de trabajo, aún tenían ánimo para atender cariñosamente a los chicos, ansiosos de fantasías y aventuras. Desde mi modesto cuartito de la calle 61, me embargaba hacia los mundos de Salgari y de Julio Verne; así como más tarde me recreé en las grandes creaciones del romanticismo alemán: Los bandidos de Schiller, Chateaubriand, el Goetz Von Berlichingen, Goethe y su inevitable Werther, y Rousseau. Con el tiempo descubrí a los nórdicos: Ibsen, Strinberg, y a los trágicos rusos que tanto me influyeron: Dostoievski, Tolstoi, Chejov, Gogol; hasta la aventura épica del Mío Cid y el entrañable andariego de La Mancha. Obras a las que una y otra vez he vuelto, como quien regresa a una tierra añorada en el exilio donde acontecieron hechos fundamentales de la existencia.
Crimen y castigo, que a los quince años me había parecido una novela policial, luego la creí una extraordinaria novela psicológica, hasta finalmente desentrañar el fondo de la mayor novela que se haya escrito sobre el eterno problema de la culpa y la redención. Aún me veo debajo de las cobijas, devorando con avidez aquella obra en edición rústica, de doble o triple traducción. Aún me oigo reír por el desenfado y la encarnecida ironía con que Wilde desnudaba la hipocresía victoriana. O el temblor que sentía entre las páginas de Poe y sus maravillosos cuentos; o las paradojas de Chesterton y el misterioso Padre Brown.
Con los años leí apasionadamente a los grandes escritores de todos los tiempos. He dedicado muchas horas a la lectura y siempre ha sido para mí una búsqueda febril.
Nunca he sido un lector de obras completas y no me he guiado por ninguna clase de sistematización. Por el contrario, en medio de cada una de mis crisis he cambiado de rumbo, pero siempre me comporté frente a las obras supremas como si me adentrara en un texto sagrado; como si en cada oportunidad se me revelaran los hitos de un viaje iniciático. Las cicatrices que han dejado en mi alma atestiguan que de algo de eso se ha tratado. Las lecturas me han acompañado hasta el día de hoy, transformando mi vida gracias a esas verdades que sólo el gran arte puede atesorar.
En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto.
Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado, sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de Schubert, de Corelli, o de algún otro músico que tanto bien le hacía en momentos de tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo, poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”, con voz imperceptible. “Sí -le decía entonces- en seguida nos iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación.
Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos con Matilde a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un premio. Al llegar, peregrinamos -es la palabra adecuada, ya que era un momento de religioso respeto- a Tübingen, y entramos en el Seminario Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel. Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco Hölderlin, cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno de esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo habría contemplado aquel genio delirante.
Creo que más tarde recorrimos un tramo del Rhin que nos evocó un pasado de baladas, bardos, héroes, bandidos y leyendas: Rolando, que llega demasiado tarde a la isla de Nonnenwert, únicamente para saber que su amada, sin consuelo, había tomado los hábitos, y Lohengrin, y el castillo de Cleves, imponentes y sombríos. En el lloviznoso atardecer de otoño, contemplamos los restos de los castillos feudales, las fortalezas en ruinas que presenciaron feroces combates, que guardaron horribles o bellos secretos de amores incestuosos, de soledades, de traiciones. Ahí estaba Die Feindlichen Bruder, los restos declinantes de las torres de los dos hermanos enemigos, y La Muralla de las Querellas. En lo alto de la montaña, hacia el naciente, las ruinas sombrías entre ráfagas de helada llovizna. Y también, La Torre de las Ratas, donde el obispo Hatto II, después de haber mandado quemar a los campesinos hambrientos, fue encerrado vivo en su torre, para ser devorado por esos horrendos bichos. Hasta que divisamos la aciaga garganta de Loreley, y miramos hacia arriba, hacia lo alto del promontorio que cae a pique sobre las aguas del río, como si aún quisiéramos entrever la silueta de la hechicera que llevaba a la muerte con su canto.
Entonces, resucitando desde nuestra juventud, acudieron a mi memoria fragmentos de uno de aquellos lieder que mi alocada profesora de alemán trataba de grabarme con la música de Schumann, de Brahms, de Schubert. No los sé en el poco alemán que aprendí cuando tendría unos dieciocho años, pero sí recuerdo unos pocos versos que decían, más o menos