Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires, con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa Doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución, se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.
Los miembros del Partido que, por supuesto, vigilaban cualquier “desviación”, advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el “materialismo dialéctico” era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, en el que se sostuvo precisamente lo mismo.
Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre- quedando ella oculta en casa de mi madre.
Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el Delta del Río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometía esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo, y fue muerto tras salvajes torturas.
En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir, surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago, y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los “procesos” del siniestro imperio stalinista y apenas tuve esa conversación con Pierre, comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.
Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la Guerra Civil Española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L’Humanité. Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde, entré en la librería Gibert, del boulevard Saint-Michel y robé un libro de análisis matemático de Emil Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.
De regreso en el país, espiritualmente destrozado me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi “traición” al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos stalinistas.
En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales, miles de muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en Rusia pareció anunciar la libertad del hombre. No lo hicimos luego de haber estudiado minuciosamente El capital, ni por habernos convencido de la validez del materialismo dialéctico, o por haber comprendido lo que era la plusvalía sino, simple pero poderosamente, porque en aquella revolución encontrábamos al fin un vasto y romántico movimiento de liberación. La palabra justicia prometía llegar a tener un lugar que en la historia nunca se le había dado. La lucha por los desheredados, y la portentosa frase: “Un fantasma recorre el mundo”, nos colocaron bajo el justo reclamo de su bandera.
En la época del famoso “Boom”, más allá de sus valores literarios, muchos escritores me acusaron de traidor al comunismo, pretendiendo ignorar que yo había vivido aquella entrega, pero también, la desilusión de ver cómo el stalinismo había corrompido los principios que el movimiento pretendía enaltecer. Y algunos de estos comunistas de salón, a los que los franceses llaman la gauche caviar, alejándose del peligro, se manifestaron detrás de sus escritorios en cómodas oficinas de Europa, en innoble, cobarde retaguardia. Y otros, habiendo estado de paseo por el comunismo, se han convertido finalmente en empresarios de la literatura.
Sin embargo, se mantuvieron callados ante las atrocidades cometidas por el régimen soviético, torturas y asesinatos que, como suele suceder, se perpetraron en nombre de grandes palabras en favor de la humanidad. Camus tenía razón al decir que “siempre hay una filosofía para la falta de valor”. Ellos guardaron silencio cuando pudieron y debieron decir cosas sin temor a disentir, lo que es legítimo en reuniones pero indefendible en hechos que hacen al honor y a los valores por los que muchos, de manera horrenda y despiadada, perdieron su vida. No hay dictaduras malas y dictaduras buenas, todas son igualmente abominables, como tampoco hay torturas atroces y torturas beneficiosas. Y la lucha contra el capitalismo no debería haberles impedido el repudio de los actos que atentaban contra la dignidad de la criatura humana, cualquiera haya sido el nombre de la ideología que pretendía justificarlos.