¡Qué diferente habría sido la situación si el “socialismo utópico” no hubiera sido destruido por el “socialismo científico” de Marx!
Equivocadamente se cree que los anarquistas son espíritus destructivos, hombres con piloto que en su portafolio trasladan una bomba. Desde luego, al igual que en toda empresa que lleva la impronta del ser humano, en aquel movimiento se infiltraban delincuentes y pistoleros -alguno de los cuales conocí en los años treinta-, pero eso no debe hacernos olvidar a esos seres nobles, que ansiaban un mundo mejor, donde el hombre no se convirtiera en ese lobo despiadado que vaticinó Hobbes.
Otra falacia frecuente es considerar que estos espíritus rebeldes eran resentidos sociales, ya que han sido anarquistas desde el príncipe Bakunin al conde Tolstoi, pasando por el poeta Shelley, el conde de Saint-Simon, Proudhon, en cierto sentido Nietzsche, el poeta Whitman, Thoreau, Oscar Wilde, Dickens, y en nuestro tiempo sir Herbert Read, el arquitecto Lloyd Wrigth, el poeta T. S. Eliott, Lewis Munford, Denis de Rougemont, Albert Camus, Ibsen, Schweitzer, en buena medida Bernard Shaw, el conde Bertrand Russel, y años atrás, el Campanella de La cittá del solé y el Thomas Moro de Utopía. Al igual que todos aquellos vinculados a grandes pensadores religiosos, como Emmanuel Monuier -cuyo “personalismo” tiene mucho que ver con la concepción anarquista-, y judíos como Martin Buber.
Quizá, por mi formación anarquista, he sido siempre una especie de francotirador solitario, perteneciendo a esa clase de escritores que, como señaló Camus: “Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”. El escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que, enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la persona humana. Debe prepararse para asumir lo que la etimología de la palabra testigo le advierte: para el martirologio. Es arduo el camino que le espera: los poderosos lo calificarán de comunista por reclamar justicia para los desvalidos y los hambrientos; los comunistas lo tildarán de reaccionario por exigir libertad y respeto por la persona. En esta tremenda dualidad vivirá desgarrado y lastimado, pero deberá sostenerse con uñas y dientes.
De no ser así, la historia de los tiempos venideros tendrá toda la razón de acusarlo por haber traicionado lo más preciado de la condición humana.
Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi inconsciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina.
He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes, pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una poderosa euforia.
Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y carnal al cual pertenece el hombre concreto.
Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que anualmente otorgaba la Asociación para el Progreso de las Ciencias, enviándome a trabajar en el Laboratorio Curie.
Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión acompañado por Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes vivía en un cuartucho ubicado en la rué du Sommerard.
El período del Laboratorio coincidió con esa mitad de camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dôme y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.
Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio pero muy barato, donde acostumbraba a almorzar con Matilde. De pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo, señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel excepcional pintor: Wifredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo surrealista de Bretón: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara.
Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato. Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta, con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando, aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson.
Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo dionisiaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se encontraba ahora azorado entre la forma más extrema del racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta forma de la irracionalidad.
Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones demenciales como el Informe sobre ciegos, y, finalmente esos cuadros terribles que me surgen del inconsciente. En la mayor parte de los casos, sobre todo en este período de mi existencia, me es imposible explicar a los que me interrogan qué quise decir, o qué representan. Es lo mismo que uno se pregunta cuando ha despertado de un sueño, sobre todo de una pesadilla; tanta es su ilogicidad, sus contradicciones. Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.