Marcela Serrano
Antigua vida mía
© Marcela Serrano, 1995
A Violeta Parra.
A mis hermanas:
Nena, Paula, Margarita y Sol Serrano, las mujeres que completan
mi «nosotras».
«La poesía es la única
prueba concreta de la
existencia del hombre.»
Luis Cardoza y Aragón,
ilustre poeta antigüeño
(Casa de la Cultura de La Antigua).
Primera parte. Fin de fiesta
1.
Hoy cayó el muro de Berlín.
Todo ha comenzado este 9 de noviembre de 1989, con la caída del muro. ¿Cómo sospechar cuánto más se derrumba con él?
Fue lo que dijo Violeta Dasinski ese día.
Debí ser testigo, si hubiese estado más atenta.
Su mirada en la fotografía ofrece un desamparo que no he advertido hasta ahora. Como si su conciencia se disolviese en sus ojos.
La fecha del inicio público de la vida de Violeta Dasinski fue el día que apareció su nombre en la primera página de los diarios, el 15 de noviembre de 1991.
Fui despertada, de golpe llegaron el fin de los sueños y el comienzo de la memoria. Bruscamente volví atrás, retomando el recuerdo previo al largo paseo del inconsciente. Andrés me traía el desayuno y, en la bandeja, el diario de la mañana. Entonces la vi.
Escruté ese rostro en la fotografía. Pero es otra la Violeta que me persigue: la escarcha fucsia sobre su máscara de arlequín -¿payaso o Pierrot?- y las manos del maquillador transformándola en la tristeza veneciana, confetti dorado y rojo sobre su cuello.
Yo tenía una tarea.
Tomé las llaves del auto y partí.
– Va a estar toda la prensa, Josefa. ¡No lo hagas! -Andrés no disimulaba su preocupación.
– No tengo alternativa.
– Entonces voy yo.
– No, éste es un asunto mío con Violeta.
A medida que avanzaba hacia el barrio de Ñuñoa, un escalofrío se iba deslizando por mi cuerpo. Al enfilar por la calle Gerona para estacionar frente a la casa de Violeta, vi a dos policías resguardando la puerta de entrada. Efectivamente, toda la prensa estaba allí, al acecho. Reconocerme pareció darles nuevos bríos, y como una avalancha se lanzaron sobre mí. Los dos policías salieron en mi defensa. Uno me tomó del brazo.
– ¡Pero si es usted! ¿Y qué viene a hacer aquí?
– Quiero entrar, tengo que hablar con su hija.
– La casa está vacía. A la niña se la llevaron.
– Por favor, déjeme entrar. Soy amiga de la familia. Necesito sacar algo -el carabinero me miró perplejo-. Son cosas mías, las dejé aquí hace unos días y no quiero que vayan a parar a manos ajenas… -mientras yo bajaba el tono, la perplejidad crecía en su mirada-. Sea bueno…
No me cupo duda de que su deseo era franquearme la entrada, pero le complicaba hacerlo. Miró a su compañero. Este mantenía a raya a los periodistas, que no se daban por vencidos y trataban -a gritos- de hacerme preguntas.
– Venga usted conmigo -le propuse-, así podrá comprobar que no tengo malas intenciones.
– No es eso, señora. Vamos, por ser usted… La acompaño.
Avancé, sintiendo los pasos del carabinero a mis espaldas e intuyendo su curiosidad: casi podría haberla tocado. Ya en el interior de ese largo y oscuro corredor ñuñoíno -todas las persianas cerradas-, me dirigí sin titubear al fondo, a la galería. El sol de la mañana entraba sin pedir permiso por los miles de pequeños vidrios del ventanal. Detrás de ellos, el nostálgico patio solo. Me sobresalté, como si Violeta estuviera esperándome sentada en el floreado sillón de lino. En el aire, algo de sus inciensos, de sus velas perfumadas. Es que Violeta y esa galería eran la misma cosa, una le traspasaba su sentido a la otra, asimilándose, fundiéndose. Pero, por cierto, ella no estaba.
En el costado derecho, apoyado contra el grueso muro verde, reposaba el baúl. La caja rectangular, de mimbre barnizado entre castaño y amarillo, hacía frente a los mil vidrios y me aguardaba. «Mi abuela Carlota lo salvó del terremoto de Chillán», me había contado muchas veces Violeta, como si yo no lo supiera. Lo abrí con prisa -nunca funcionó su llave- y hurgué en aquel orden desordenado: libros, libretas, blocks, impresos, dibujos. Mi mente trabajaba: dónde están, no puedo registrarlo todo, se supone que son míos, que debo saber… Los vi, eran varios cuadernos desiguales, atados con un simple cordón. Y sobre ellos, un gran cuaderno empastado en cuero marrón. Si no se lo hubiese regalado yo misma, difícilmente habría podido reconocerlo. Lo tomé resuelta y el carabinero pareció aliviado.
– ¿Eso es todo?
Vacilé. ¿Y los otros, los que estaban amarrados? Un solo cuaderno en mis manos parecía inofensivo, creíble, un objeto que yo misma hubiese olvidado. Pero, ¿todos los demás? No tenía corazón para dejarlos allí. Se lo debo a Violeta, me dictó la culpa, envalentonándome. Los tomé.
– Esto es todo -lo miré, asertiva, mientras trataba de amoldar todo aquel bulto dentro de mi bolso.
– Señora… -titubeaba el pobre, su mirada oscura yendo del bolso a mis ojos, de mis ojos al bolso. Entonces hice algo impropio de mi carácter: le ofrecí un autógrafo. Aquella mirada oscilante se iluminó.
Avancé hasta el escritorio de Violeta. Por principio, ella siempre tenía papel fresco a la mano. Al lado de la resma descansaba un libro abierto en la página 90. Luego de preguntarle al policía por su nombre de pila, le dediqué un largo y cariñoso saludo.
Mi salida fue triunfal. (Pobre Andrés, ¿cómo explicarle que él no lo habría conseguido?) Tan concentrada había estado en mi tarea, que había olvidado a la prensa. Me dio una rabia tremenda cuando, al cruzar el portón, sentí el calor de los focos en la cara: la televisión había llegado. Le pedí sin vacilar al carabinero, con su autógrafo en el bolsillo, que me escoltara hasta el auto: yo no tenía nada que declarar.
A las tres cuadras mi aparente prestancia se derrumbó. Es que al acercarme al escritorio de Violeta había leído la página 90 de ese libro abierto. No pude dejar de hacerlo. Supongo que fue lo último que Violeta leyó. Aquellos dos párrafos, subrayados con línea insegura y en tinta café, me sobrecogieron.
La página era «Poem of Women», de Adrienne Rich. Ay, Violeta, no fue mi deseo afanarme en el desencuentro. No, créeme que no elegí ser esa testigo desatenta de lo que te estaba pasando.
Puedo reproducir lo subrayado, me lo sé de memoria:
And all the limbs of a woman plead for the ache
of birth.
And women come down to lie like sick sheep
by the wells -to heal their bodies,
their faces blackened with your long thirst for a
child's cry
…
and pregnant women approach the white tables
of the hospital
with quiet steps
and smile at the unborn child
and perhaps at death. [1]
Violeta, dime que tu sonrisa fue para el niño no-nacido, pero no me lo digas si fue para la muerte.
Es que durante el sueño había vuelto a mí una imagen olvidada. Esta imagen estableció, en ese difícil momento del despertar, una relación entre el presente y la víspera. Andrés apareció con el diario. Comencé a adaptarme a esta nueva realidad cuando sentí la puntada en la sien, no antes.
Una imagen de la infancia.
Violeta llegando a mi casa con una caja de cartón en las manos. Era bastante grande y el leve temblor de su cuerpo delataba el esfuerzo que había hecho para sostenerla, cuidadosamente, durante el recorrido en micro de su casa a la mía.
[1] Y el cuerpo entero de la mujer suplica por el dolor del parto./ Y entonces bajan ellas, las mujeres, cual ovejas heridas./ buscando la sanación de sus cuerpos -junto a los pozos-,/ sus rostros ensombrecidos por la larga y sedienta espera del llanto de un recién nacido./(…) y las mujeres encintas se acercan a las blancas camillas del hospital/ con pasos silenciosos/ y le sonríen al niño aún no nacido/ y le sonríen, acaso, a la muerte.