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– ¿Me la puedes guardar? -sus ojos de niña, interrogantes y recelosos a la vez.

Con el mismo resquemor con que se entrega un botín en custodia, estiró sus manos depositando la caja en las mías.

– ¿Cuál es el lugar más tuyo de toda tu casa, donde no llegue nadie más que tú?

Tan serias sonaban sus palabras, que hice un esfuerzo para responder a su altura.

– Mi cama.

– Ya. Vamos.

Subimos silenciosas hasta mi habitación. Me quitó la caja y ella misma la metió debajo de la cama.

– Listo.

Se disponía a partir cuando le pedí una explicación.

– Mañana es la famosa mudanza y sé que nadie va a respetar mis cosas. Los grandes creen que son cachivaches. Por eso quiero que tú guardes todos mis tesoros hasta que pase el peligro, cuando hayan arreglado la casa nueva. Así, nadie puede botarlos.

Al irse me clavó la mirada.

– Me los vas a cuidar, ¿verdad, Josefa?

Al día siguiente me abordó en el primer recreo.

– ¿Dormiste sobre mis papeles? ¿Nadie los ha tocado?

– ¿Son papeles? -pregunté asombrada. No me había prohibido abrir la caja, pero fue como si lo hiciera, y a pesar de mi curiosidad no me atreví-. ¿No dijiste que eran tesoros?

Me miró entre arrogante y sorprendida.

– Sí, son tesoros.

Transcurrida una semana, le recordé la caja.

– No, no me la devuelvas ahora. Yo te aviso cuándo.

Pasado el tiempo que consideró prudente, fue a recogerla. La acompañé al paradero del bus. Iba muy concentrada. Cuando nos despedimos, me dijo:

– Este es un acto de confianza muy grande. Serás mi amiga toda la vida.

Violeta siempre escribió. ¿Diarios? Ella no los llamaría así. Apuntes. «Para ordenarme la cabeza», decía. Era fácil contentarla. De cada viaje yo le traía algún cuaderno bonito. Notebooks, but not golden. Recuerdo uno con la fotografía de Virginia Woolf en la portada. Otro en cuyo cartón reluciente se reproducía el Senecio de Paul Klee. Y los que se forraban con telas de colores, ésos eran sus favoritos. Sus páginas vírgenes, suaves, incitadoras como el cuerpo de una joven para un hombre maduro, decía Violeta al pasar sus manos por ellas.

Los pistachos y los cuadernos: fácil Violeta para regalar. No me exigía concentración.

Los acumulaba. Su letra era muy grande, bonita, desordenada y generosa. Los consumía rápido, más aun si llegaban a sus manos en algún momento de crisis. Me atrevería a afirmar que durante su matrimonio con Eduardo llenó más cuadernos que en el resto de su vida.

Logré salvarlos. No resistí la idea de ver su intimidad en manos de la prensa o la policía, cuál de ambas más despiadada. Es que fue tan casual ese día, hace un par de meses… Estábamos en la galería -nunca se estaba en otro lugar con Violeta, dentro de su casa- y ella interrumpió la conversación al mirar hacia el baúl de mimbre, como si recordara algo que temía olvidar pronto:

– Sabes, ya no retengo nada. No sé qué le pasa a mi pobre cabeza, el día que estalle encontrarán adentro miles de cuadraditos con anotaciones de todo lo que no debía olvidar, las mil estupideces diarias. Para eso solamente parece estar la cabeza, o al menos la mía… y detrás de los cuadraditos aparecerá un polvo negro que será la medida del esfuerzo que he hecho por acordarme de cada una de esas cosas. Y créeme que habrá más polvo que cuadrados…

– ¿Y qué es lo que no tienes que olvidar de ese baúl?

– Ah, sí. Eso… si me pasa algo, Josefa, imagínate que me muero sin aviso, un ataque en plena calle, cualquier cosa: mis diarios están en el baúl. Por favor, haz algo con ellos, protégelos.

Me reí.

– ¿Para qué los escribes, entonces? -Porque no puedo dejar de hacerlo, es mi único orden posible. ¿Me lo prometes?

– Sí, te lo prometo.

– Ya, despachado: una variable menos. Tantas veces me he dicho: tengo que pedirle a Josefa… Luego te veo y se me olvida. ¿En qué estábamos? Ah, en la Pamela. Sigue contándome.

No necesité mirar los diarios a la mañana siguiente: las llamadas telefónicas de innumerables periodistas me lo hicieron suponer. Era mi fotografía esta vez, entrando en la casa de Violeta, y la prensa haciendo conjeturas sobre nuestra relación.

¿Qué hacía yo ahí? Esa era la gran pregunta.

Nada que responder. No acepté que me pasaran ni un solo llamado. Si en tiempos normales no los tolero, mucho menos ese día. Me encerré en el estudio. Ni a los niños les abrí la puerta.

Le pedí a Andrés que llegara temprano y se hiciera cargo… La casa entera vibra, convulsionada. Estamos todos igualmente inquietos. Hago esfuerzos por disimular. Tengo que acomodar un lugar para Jacinta entre nosotros. Me sorprende cómo se repite la historia: mi mamá trajo a Violeta a nuestra casa cuando éramos niñas. Bueno, las circunstancias eran distintas, aunque no debo suponer que el abandono en que se debate ahora Jacinta sea mayor que el de Violeta en esa época.

Tarde o temprano tendré que declarar.

¿De qué hablaré? ¿De la infancia? ¿Del colegio? ¿De los anteojos celestes con marco de carey, alargados en sus puntas? No, no basta. Voy a tener que hablar sobre la fiesta de disfraces, sobre el atraso de Violeta esa noche, cuando mi maquillador la convirtió en ese precioso payaso de cara fucsia. Y sobre el gin. También sobre su temor: Josefa, avísale tú, me atrasé tanto, Eduardo se va a enojar.

Pero no basta. La única defensa posible sería hablar sobre el último bosque, el lugar aquél para guarecerse, el sueño de Violeta. Y sobre la casa del molino. Sí, es lo único de lo que debo hablar.

Contar la historia de una mujer.

Una mujer es la historia de sus actos y pensamientos, de sus células y neuronas, de sus heridas y entusiasmos, de sus amores y desamores. Una mujer es inevitablemente la historia de su vientre, de las semillas que en él fecundaron, o no lo hicieron, o dejaron de hacerlo, y del momento aquél, el único en que se es diosa. Una mujer es la historia de lo pequeño, lo trivial, lo cotidiano, la suma de lo callado. Una mujer es siempre la historia de muchos hombres. Una mujer es la historia de su pueblo y de su raza. Y es la historia de sus raíces y de su origen, de cada mujer que fue alimentada por la anterior para que ella naciera: una mujer es la historia de su sangre.

Pero también es la historia de una conciencia y de sus luchas interiores. También una mujer es la historia de su utopía.

Violeta.

Ésta quisiera ser la historia de Violeta, si la mía no se entretejiera tanto con la de ella. Pero nuestras biografías no me permiten la distancia necesaria. Tampoco algunas marcas comunes, como el sentido de la pérdida, el de la exclusión y cierto desprecio por lo opaco.

Probablemente, ella definiría su vida como una historia de pasión. Sin embargo, si extiendo la mirada, creo que no, no es sólo la pasión. La historia de Violeta es una historia de añoranza.

2.

A pesar de nuestras diferencias, Violeta y yo teníamos cosas en común. Por ejemplo, la honestidad y el amor por las blusas de seda. Y el brillo. Siempre nos importó el brillo. No el usual ni el obvio. Requeríamos una cierta luz sobre nosotras. Una luz que nos salvara de lo inmediato, que nos alejara de la vulgaridad. Detestábamos lo ordinario. Por ello, compartíamos el deseo de soledad. La soledad física. A medida que pasaban los años la valorábamos más, como si su carencia impidiera todo florecimiento. Sin ella, Violeta y yo nos marchitábamos. Nos reconocíamos como mujeres de nuestro tiempo y no éramos tan ilusas como para no comprender que nuestro tiempo se confabulaba contra este inocente deseo. Fue buscando esta soledad, entonces, que Violeta dio con ese lugar: la casa del molino.

Lugar innombrado, secreto. Lugar del viento perenne, del abandono, desconectado de todos los otros lugares que lo circundan. Cerrado, autosuficiente, donde la totalidad de los elementos del paisaje no depende de otros: un pequeño universo reservado para nosotras. Y fue Violeta quien hizo la analogía entre la casa del molino y el paraíso.