En mi segunda visita a la cárcel, que también duró diez minutos, le pregunté por su futuro hijo. No sabía bien cómo encarar este asunto, era tan delicado. Mi conversación con Eduardo esa última noche me obsesionaba.
– ¿Cómo lo llamarás?
– Si es un hombre, Gabriel. Como el arcángel.
Guardamos un precioso minuto de silencio; recordé los pistachos que le llevaba y los saqué de la cartera.
– No es hijo de Eduardo -anunció, evitando así mi pregunta. Y agregó-: ¡Gracias a Dios!
– Lo sabía. Me lo dijo él mismo esa noche.
– Bueno, por eso empezó la pelea, la última.
– ¿Entonces?
– Es de Bob. ¿Te acuerdas de él?
– Sí, sí me acuerdo.
– Igual pienso hacerle la prueba de ADN, por si Eduardo mintió. Pero en el corazón, que es el único lugar donde uno sabe realmente las cosas, sé que su padre es Bob. No he dejado de pensarlo desde que me encerraron.
– Pero, Violeta, ¿cómo no tomaste precauciones?
– Porque pensé que ya no podía embarazarme. Había esperado tanto y nada… En todo caso, Josefa, hubo sólo una noche loca, como podrías calificarla tú, sólo una en que no tomé precauciones. Fue la primera vez que hicimos el amor. Al volver a Chile y enterarme del embarazo, me pareció evidente que era de Eduardo. ¡Nadie se embaraza con una sola noche! Menos a esta edad.
– ¿Fue en las Bahías de Huatulco?
– No. En Huatulco me contuve, me reprimí y me costó. Cuando conoció mi historia, Bob quiso llevarme a Guatemala. Sentí que no había ninguna razón para negarme a amar a un hombre que era capaz de eso por mí.
Llegó la gendarme. Había concluido mi tiempo.
– Fue en Antigua -me dice Violeta, a través de la gruesa figura uniformada.
– En Antigua… -le sonreí y nos abrazamos.
Estando ya en la puerta, volvió a mirarme.
– Me equivoqué con la profecía. Creí que mis dos vidas eran el antes y el después de Cayetana. Ahora comprendo que si le gano al horror, Josefa, ésta será mi segunda vida.
Ella sabe, sin ninguna duda, que es el fin del tiempo que respiró hasta el momento en que apretó el gatillo. Que todo el resto, venga lo que venga, será diferente. Que para siempre su existencia quedará dividida en dos: la anterior al disparo -a ese preciso instante- y la que ella llamará su «segunda existencia».
«Su hija tendrá dos vidas», le dijo la vidente a Cayetana. Ya terminó la primera.
– Gracias por los pistachos.
En mi tercera visita le noté por fin abultado el vientre. La maternidad se hacía evidente. Ya le habían levantado las restricciones y hacía la vida de una presa cualquiera. Las visitas eran reguladas, al aire libre, podíamos caminar y conversar con bastante tranquilidad, pero siempre rodeadas de gente. En cuanto se abrían las puertas a la hora fijada, llegaban varias personas a visitarla. Nunca más pude verla a solas. Esa fue la última vez.
Me habló de las mujeres de la cárcel.
– La diferencia entre los delitos de hombres y mujeres es que los hombres matan por robo, por peleas callejeras, por alcohol, y sus víctimas son casi siempre personas que nunca vieron antes ni supieron de ellas. Las mujeres, en cambio, no matan a alguien ajeno a sus sentimientos. He conversado con ellas y no he sabido de ninguna que haya asesinado a un desconocido. Ellas matan amantes, hijos, maridos… sólo lo que han amado. No soy ninguna excepción.
La noté pesimista.
Al despedirnos, ocultó la emoción con una sonrisa y me dijo:
– Jose, si las cosas salen mal, ¿sabes cuál sería mi último deseo? Que te vinieras la noche anterior con tu guitarra y no dejaras de cantar hasta que todo hubiese concluido.
Andrés me trajo un día, desde la cárcel, unas notas de Violeta: eran letras de canciones para mí. Sus largas horas de ocio no transcurrían en vano. Las leí. Mi primera reacción fue encerrarme un día entero con Eric Satie y con Philip Glass, escuchándolos, absorbiéndolos. Siempre surtía un efecto mágico: la creatividad me invadía, partía tras de mí, me perseguía. Ponerles música a esos versos me nació de las entrañas mismas, con una espontaneidad y un frescor que hacía mucho tiempo no sentía. Recuperé un gozo que casi había perdido con mi último disco, ése que Violeta criticó tan duramente. En menos de un mes tenía listas las canciones. Nunca había trabajado en creación colectiva. Elaboré la música con meticulosidad, pero con un extraño apuro interno. La producción de este disco se salió de todas las reglas: pobres músicos, pobres sonidistas, no les permití detenerse un minuto antes de concluir el trabajo. Es que mi apuro tenía que ver con Violeta. Para mí era vital entregar el disco a la luz pública antes de que fallaran su caso. Sabía de mi propio poder.
Tuve problemas con mi agente. Su primer reparo fue que las canciones eran tristes, que eso no vendía. Que eran sesgadas. Lo obligué a decirme la verdad, y ésta explotó con la obviedad de todo lo relacionado con la venta y el mercado: Alejandro consideraba que ligarme a un hecho delictual podía ser el fin de mi carrera. Ensuciaría toda mi imagen, tan limpia y bien trabajada. Él estaba dispuesto a aceptarlo solamente si manteníamos en el anonimato a la autora de las letras. Me enfurecí, lo traté de cobarde y ambiguo. Usé frases calcadas de las que en algún momento Violeta me había espetado a mí. Lo amenacé: no acompañarme en esta aventura sería considerado una causal para romper nuestro contrato. «Me cambiaron el personaje», me respondió, desconcertado, «eres otra, nunca habías reaccionado así por nada ni por nadie.» «Bueno», le sonreí, «¿quién dijo que era tarde para empezar?»
Para Alejandro soy lo más importante de su vida. Y como ésta no es justa, él es sólo uno más en la vida mía. Ninguna simetría.
Cuando se estaba imprimiendo la carátula, me preguntó:
– Josefa, con todo este apuro no hemos hablado del título…
– No te preocupes, ya lo tengo; también lo tiene el equipo de producción.
– ¿Cuál es? -no le hacía ninguna gracia sentirse marginado.
– VIOLETA DASINSKI, o una historia de añoranza.
Presenté el nuevo disco en la televisión, frente a todo el país, con enorme espectacularidad. Yo misma me preocupé de que hubiese un gran despliegue publicitario. De repente, en medio del set, caí en cuenta de que era la primera vez que estaba en la televisión sin un tranquilizante en el cuerpo. Se me secó la boca. Simplemente, con tanta excitación, lo había olvidado. Pero el show debía continuar. Tomé el micrófono.
– Cuando le preguntaron a Peter Gabriel sobre qué trataba su último álbum, respondió: «Buena parte de este disco es sobre los lazos.» Quisiera hacer mías sus palabras.
No hablé más. Sólo canté.
Nunca se había escuchado, vendido y publicitado tanto un disco mío. La cantante y la asesina, decían los diarios sensacionalistas. Por primera vez, la palabra compromiso se ligó a mi canto. Yo, que la había evitado cuidadosamente. Para el reverso de la carátula elegí el texto de Violeta Parra que encerraba todo el sentido del álbum.
Yo no tomo la guitarra
por conseguir un aplauso,
yo canto la diferencia
que hay de lo cierto a lo falso;
de lo contrario no canto.
Lo que no le mostré a Andrés, ni a nadie, fueron dos hojas que equivocadamente se le deslizaron a Violeta entre las canciones que me envió. Era su letra, su conocida escritura, copiando unos poemas quechuas. Su título estaba en ambos idiomas:
Sank 'ay / Cárcel perpetua
¿Para esto, Padre,
Me has engendrado?
¿Para esto, Madre, me has parido…?
Cárcel corrupta
Devora -¡oh, pecado!
Mi solitario corazón…
¿Mi corazón?
¡He aquí mi canto de expiación,
Casa de los cautivos!
¡Casa de las cadenas,
Dame la libertad…!