En la segunda hoja, bajo el título Harawi, Violeta escribe una explicación:
«Según Waman Puma de Avala, el delincuente, que era suspendido de los cabellos en el borde de una peña llamada yawar-qaqa (peña de la sangre), experimentaba el cruel castigo entre exclamaciones de dolor, hasta morir, y en esos últimos momentos de su vida cantaba tristemente un harawi elegíaco, invocando a las aves de presa para que le hicieran la gracia inmensa de avisar a su padre y a su madre.»
¡Padre cóndor, llévame!
¡Hermano halcón, condúceme!
¡Avísale a mi madre
Que ya estoy cinco días
Sin comer Ni beber!
Padre mensajero, anota
Lleva mi mensaje
Mi voz caminante
Mi corazón.
¡Llévame a mi padre!
¡Llévame a mi madre…!
Después del nacimiento de Gabriel, de aquel verdadero milagro, Violeta fue absuelta y puesta en libertad. Partió de inmediato, con su niño en brazos: tomó un avión a México y prometió que nos avisaría su destino final. Le pidió a Jacinta que la esperara: mandaría a buscarla muy pronto.
Y así, la doncella sepulcral despegó, desarrancando.
3.
No es que yo fuera una persona fácil, no. Soy una mujer fóbica.
Antidepresivos en ínfimas dosis, para toda la vida. Al menos no tienen efectos colaterales.
Las fobias no se vencen. Sólo se aminoran.
La cerrazón de puertas al mundo que he hecho, ¿no es una fobia más?
Recuerdo un relato de Violeta, una vez que me defendía frente a Pamela, una amiga común. Todo porque ella me había hecho la siguiente pregunta: «En el fondo, Josefa, ¿odias al mundo?» Y yo le respondí, tajante: «En el fondo y en la forma, querida, sin empacho.»
– Ni siquiera podemos detestarla de frente -se quejaba Pamela delante de Violeta-, porque tiene suficiente dolor a cuestas como para que la perdonemos. ¡Me carga la gente exitosa con pasados tristes, porque una se inhibe de odiarlas!
– ¿Pero no te desarma su franqueza? -le había preguntado Violeta.
– Es verdad, ¡pero tan autocomplaciente que es con su propia neura! Dime tú lo bien que le ha ido. No le bastó ser la mejor cantante, además se pinchó al mejor marido. Y más encima tiene hijos bonitos… Como que le va bien en todo y se da el lujo de ser neurótica.
– Josefa es muy audaz -le dijo Violeta-, tiene un gran valor que no todas las mujeres públicas pueden mostrar. No fue inventada por otros, como tantas famosas. Ella se inventó a sí misma.
Siempre Violeta defendiéndome.
Como Pamela, seguramente todas mis amigas pensaban algo parecido. Pamela era una mujer estupenda y divertida, y a veces deseé su cercanía. Pero yo estaba condenada: inevitablemente proyectaba distancia. (Igual le conseguí trabajo a Pamela con Andrés, en su bufete. Estaba desesperada después de su separación y necesitaba mejorar su sueldo.)
Luego de que gané el Festival de la Canción, me empezaron a llover ofertas para presentaciones y recitales. No sabía cómo lidiar con tantas cosas y recurrí a Phillipe, mi siquiatra. Ahí empezaron las pastillas. Hoy me divierte recordar esas conversaciones telefónicas, que él, a pesar de ser el médico más ocupado de Santiago, nunca dejó de responder.
– Phillipe, tengo un programa en el Canal 7 dentro de dos semanas y uno en el 13 la semana que viene. ¿Qué hago?
– Ya estás tomando los Aurorix y deberían hacerte efecto dentro de unos diez días. Para el programa del 7 estás salvada. ¿No puedes correr ese programa del 13 un par de semanas?
– Pero, Phillipe, ¿cómo voy a pedirle al canal que cambie las fechas y se adapte a mi pánico? Son programas establecidos.
– Tendremos que cambiar la dosis, entonces.
Me di cuenta de que era «una estrella» la primera vez que vi una fotografía mía sin reconocerla: o sea, sin saber la circunstancia en que me la habían tomado, quién, por qué, cómo ni cuándo. Le comenté esa extraña sensación a una cantante ya experimentada que fue muy cálida conmigo desde mis comienzos. Estamos sentadas en el living de su casa, ella con una bata de gasa blanca, el pelo teñido y varios liftings en el cuerpo. Me parece prototípica y me proyecto en el tiempo: no, yo nunca seré así. Me consuela, me habla de los hábitos que se adquieren con la práctica, del entrenamiento: es como en cualquier otra profesión. «El único problema, mijita», me dice, «es que con los años es más lento pasar de un hábito a otro; pero se puede, créeme.» Estamos en la mitad de la conversación y estira su dedo para apretar un timbre. Aparece la mucama.
– Irene, las anfetas por favor.
Al minuto vuelve Irene con una pequeña bandeja de plata. Sobre ella un platito con cuatro o cinco pastillas blancas y un vaso de agua.
– Servida, señora.
Y desaparece mientras mi amiga engulle con los ojos cerrados: es su forma de pararse frente a esta «profesión».
Vuelvo donde Phillipe.
Mucho se habló de mi estilo, de ese aire hierático que me daba en el escenario mi postura estática, pétrea, casi estoica. No fue una opción; el terror me paró de ese modo la primera vez y ya no pude -ni las piernas ni la columna me lo permitieron- cambiar la pose. Aun así, alguna vez adjetivaron mi gracia como «andaluza». Claro, andaluza soy. Pero, ¿la gracia? Ésa no la conozco. Quizás de Andalucía heredé lo que los críticos exaltaron como mi «versatilidad», el modo en que mi voz se adecuaba a diversos tonos como si fuesen genuinamente míos. Grabé un álbum de boleros y dijeron que yo parecía nacida de las honduras mismas de la América Latina, como si hubiese cantado boleros mi vida entera. Y cuando grabé otro de rancheras, lo mismo se me atribuyó con México. Sí, esa gracia debe ser andaluza. Pero mi postura, definitivamente, no.
Fue en ese verano, el del Festival de la Canción de Viña del Mar, que mi transpiración cambió de olor.
El pánico pasó a ser parte de mi transitar por el mundo. No sólo frente al escenario, también frente al cumplir. Pánico de llegar tarde a una grabación, pánico de que Mauricio se atrasara con mi vestido en el set y yo no estuviera lista a tiempo, pánico de perder los aviones y no llegar a una actuación. Adrenalina gastada en tanto pequeño gesto, jugándome la vida las veinticuatro horas del día.
Comencé a necesitar auditorios, como si mi único objetivo fuese derramar sensaciones sobre mí misma… pero estaba siempre tan ocupada que apenas alcanzaba a cumplirlo. Violeta no me perdonó cuando dejé de llamarla por teléfono y empecé a mandar a mi secretaria a hacerlo por mí. Es que no tenía tiempo. Entonces ella le puso nombre a una cierta actitud mía: «Cuando-Josefa-Saca-Su-Sonrisa-De-Gioconda.» El momento en que empecé a entrar en mí misma y a usar esta sonrisa como el enigma: nadie sabía qué sucedía detrás de ella. Tampoco lo sabía yo. Sólo una cosa me era nítida: el goce de cantar, la pasión de elevar mi voz, el delirio de componer una canción. Ese goce, Señor… ¡no lo habría cambiado por nada! Y cuando Celeste se acercaba a mí para quejarse del comportamiento de su profesora de matemáticas, ¿cómo explicarle que yo habitaba otro mundo, donde no existían las profesoras de matemáticas y donde a duras penas -con gran esfuerzo mío- cabían las hijas adolescentes?
– Josefa tiene sueños de raso brillante -dijo un día Violeta.
– Te equivocas -le respondí con dureza-. No tengo sueños.
Parte de mis fobias tiene que ver con la comida. Con razón Celeste está en la que está. Yo odiaba a cualquier ser humano que comiese en mi presencia. Si se trataba de alguien cercano, el odio era más intenso. Lo observaba comer -fuera quién fuera- y comenzaba el proceso de detestarlo, de considerarlo un bruto, un inadecuado, un obsceno. Las únicas veces que he comprendido el acto de matar ha sido en esas circunstancias. No me sucedía en lugares abiertos o en restaurantes, más bien tenía relación con la intimidad. Una persona masticando chicle se me desfiguraba hasta el punto de que la descartaba humanamente. Hablo en pasado porque, tomando antidepresivos, algo he mejorado; pero no del todo. Nunca pude tomar desayuno románticamente, en la cama, con un hombre. La primera tostada me descomponía. Tanto Roberto como Andrés lo entendieron como una enfermedad y no me provocaban. Siempre había música de fondo donde quiera que yo comiese. Instintivamente, fui armando una infraestructura que me permitiera vivir con mi fobia. Espeluznantes, por su maldad, han sido los pensamientos que he llegado a tejer sobre personas comunes y corrientes en el momento en que han realizado el inocente acto de comer. Si veo en la televisión una escena de gente comiendo, pongo inmediatamente el mute, más aun si es una de esas películas yanquis donde hablan con la boca llena. Conozco minuciosamente la forma de comer de cada uno a mi alrededor, el sonido preciso de sus mandíbulas, la forma de tragar y de utilizar la lengua. He llegado a pensar que comer debiera ser tan privado como orinar o defecar; ojalá los comedores se convirtieran en baños para nunca más ser el testigo obligado de tan repugnante actividad.