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Mi último almuerzo con Pamela fue espantoso, y lo fue además por tantas otras razones. Mi amiga comía con avaricia, lanzándome miradas nerviosas y apologéticas, mascando impúdicamente, triturando como sólo puede hacerlo una mujer obsesiva. La detesté para siempre.

Otra de mis fobias eran los miedos nocturnos. Si me dejaban sola en una casa, por más protegida que estuviese, me nublaban las fantasías de sangre y cuchillos. Cuando me quedé sola con los niños y no tenía dinero para servicio doméstico, mi pobre hermano se veía obligado a alojar en mi casa. Si no, lo hacía mi mamá. Violeta vivía en Roma entonces, y sólo Dios sabe cuánta falta me hizo.

Al menos, frente al dinero no sufro de fobia alguna. Saco los saldos de mi cuenta bancaria sólo cuando debo esperar en una consulta médica o en la antesala de alguien importante. Por lo tanto, los calculo para aprovechar el tiempo muerto. Si no, no me importa en absoluto. Con esto quiero explicar que no necesito restar y sumar, porque tengo suficiente dinero.

Mi slogan personal pasó a ser: No, no estoy, no estaré, no deseo estar.

Definitivamente, nunca sentí el llamado impetuoso y caritativo de salvar a las multitudes, o a nadie en particular. La gente me daba lo mismo. Ni siquiera he sentido caridad hacia esta mujer que llevo en mis huesos. Mis ojos siempre han apuntado al próximo acontecimiento. No podía perder tiempo en lo trivial. He tenido poca sensibilidad para entender el funcionamiento simple del ser humano que se me ha puesto al frente. El porcentaje de la humanidad que solamente come, trabaja y duerme es demasiado alto. ¿No estamos destinados, después de todo, a hacer algo más?

Según la letra de mis canciones, yo les cantaba a las personas y al amor. A medida que el escepticismo se fue apoderando de mí, comencé a sentirme mentirosa: engañaba a mi propio público. Se lo comenté a Violeta durante el último verano de la casa del molino. Me propuso que confeccionara una lista de mis cariños, anotando allí a quienes no deseo dejar de querer, y que hiciera el chequeo de esta lista el próximo verano. «Si empieza a disminuir», me dijo, «debes preocuparte; si no, debes atribuir este descariño generalizado sólo a la selectividad que viene con la edad y que después de todo, Josefa, es un signo de madurez.»

No hice la lista, por si acaso. De todos modos, habría sido muy corta.

Comprendí, a poco andar, lo difícil que iba a ser que me tomaran en serio con el canto. Siendo mujer, ¡por Dios que cuesta que la tomen en serio a una en cualquier campo!

Escuchaba a Marlene Dietrich una tarde. Terciopelo y ronquera su voz, y ni siquiera en su propia lengua: esa leve torpeza con el inglés de las canciones de los años treinta, transformándose en sensualidad pura. Me interrumpe Celeste:

– No tenía idea de que la Dietrich cantó alguna vez.

– Por favor, siéntate conmigo y escúchala -le pido yo.

– Ay, mamá, tengo cosas más serias que hacer.

Un día se filmaba un video documental en mi casa, con un gran equipo de producción. Me entrevistaban sobre el tema de la discriminación de la mujer en el arte. Como ya he contado, las cámaras me producen angustia; por lo tanto, pedí que me hicieran la entrevista en mi casa, no en el set, para estar más relajada. En pleno rodaje, un ruido: la aspiradora. Ahí, a metros de nosotros, Zulema trabajaba feliz de la vida. El director, con paciencia, dice: «Ya, todo de nuevo.» Yo miro a Zulema con ojos asesinos, preguntándome si se atrevería a pasar la aspiradora durante una reunión de Andrés. Desaparece.

– Cuéntanos, Josefa -dice el periodista-, ¿en qué sentido te sientes discriminada frente a un equivalente masculino?

Empiezo con mi discurso, explicando por qué a las mujeres no nos toman en serio. Y siento las risas de los camarógrafos. En ese momento Andrés salía del escritorio y, al abrir la puerta, pasó a llevar uno de los trípodes.

– Perdón, se me había olvidado que estaba la tele…

Miré al equipo.

– Relaten esta escena en vez de entrevistarme -les dije, vencida-. Resulta bastante menos teórico que mis palabras.

No sacaba nada con enfrentar a Andrés. Sus intenciones nunca dejan de ser positivas.

Esta imagen de las nuevas mujeres que somos nos llevará al derrame cerebral. Además de llevar una casa, de parir y criar a los hijos, de trabajar (¡de autofinanciarnos!) y -ojalá- de alimentar también el espíritu, debemos ser inteligentes y sexualmente competitivas… Pero no sólo eso, también debemos darle la oportunidad a nuestra pareja de sentirse alguien diferente del proveedor -dicho sea de paso, y se sienta como se sienta frente al tema, objetivamente ya no es el proveedor-; esto es, dejarle espacio para su ser afectivo. Pavimentamos el camino para ese nuevo yo

de los hombres y gastamos energías en lograr que se lo crean, cuando en nuestro fuero interno sabemos que es sobre nosotras, y solamente sobre nosotras, que recae la responsabilidad de toda la vida afectiva. El afecto, en la familia y en todos lados, sigue dependiendo ciento por ciento de nuestras recargadas espaldas.

Las mías tuvieron más peso del que normalmente le toca a una mujer en la vida.

Veníamos del campo, Roberto y yo. El manejaba, yo ponía en la casetera una cinta de Satie. Era una tarde de sol. Habíamos dejado a los niños con mis padres y planeamos esta arrancada como un par de adolescentes. Ni necesitábamos verbalizarlo: éramos jóvenes y felices. Roberto tenía el brazo descubierto, la camisa era de manga corta. Tuve un impulso irrefrenable. El mismo brazo, esos miles de pelos cortos, claros contra el sol de la tarde y, como siempre frente al volante la mano atenta a los cambios del auto, ajena a mí. El impulso erótico: lo toqué. Es todo lo que recuerdo antes del camión que se nos precipitó encima.

A mí no me pasó nada. Roberto murió.

Nunca más pude volver a olerlo.

A partir de ese día la fragilidad pasó a ser mi más lacerante obsesión. La he disfrazado de mil maneras para no vivir con la conciencia de ella en la mente. Pero me envuelve, me estrangula, como si su presión en mis cartílagos me amoratara, me asfixiara, me matara.

Mantener a mis dos hijos fue una tarea ardua: miles de horas de clase en tres diferentes colegios, padre y madre a la vez… La música, olvidada. Suspendidos todos los placeres, porque sacar adelante esa casa y esos niños era el mandato. Oscuros fueron esos tiempos, muy oscuros. Y mi aspecto no lo desmentía. No volví a arreglarme, ni a comprarme ropa -no tenía un centavo-; nunca más cuidé de mi cuerpo, corría de un lado a otro de la ciudad pasando a buscar niños y tratando de llegar a la hora para mis clases. Entremedio, inventaba resquicios para pasar por el supermercado, cocinar escuálidas comidas (no dejaban satisfecho a nadie), lavar platos, preparar uniformes y mochilas, y finalmente dormirme, exhausta. Sonreía poco en ese entonces.