Me apegaba a Celeste como a mi única cómplice. Las mujeres nacimos -¿o fuimos criadas así?- atentas al acontecer de los otros, y muy poco al propio. En el lenguaje de lo no dicho, siempre pendientes, preparándonos para «el otro final»: la maternidad. El niño hombre no ve nada, simplemente juega a la pelota; en cambio, la niña se preocupa porque la cara de la mamá está triste: ella sabe desde siempre cuáles son los gestos de la tristeza.
Lo supieron mi abuela Adriana, mi madre Marta; lo supe yo, y lo supo mi hija Celeste.
Ese tiempo no tiene color en mi memoria. Permanentemente nublado. Fue tan largo. Pensé que ya nada placentero me aguardaba en la vida. Que todo sería eternamente así. ¿Por qué una nunca tiene lucidez para entender que las crisis -o los tiempos malos -pasan?
(Domingo, media tarde en casa de mis padres. El tedio va tiñéndolo todo. Estoy aburrida, los niños miran la televisión, aburridos también. Mis padres le arrancan al mismo tedio durmiendo la siesta. Tomo una revista de espectáculos. De repente, mirando la vida de los artistas, pienso: yo estaré ahí algún día. ¿Cómo o por qué? «Arranquémonos de lo opaco, Jose, arranquémonos», me dijo mil veces Violeta. Mi vida no puede ser esta chatura y nada más. El deber cumplido entre cuatro paredes: las de mi casa, las de los tres colegios, las de mi ciudad. No resisto la oscuridad de mi destino, y temo que así será eternamente si yo, con mi voluntad, no lo doy vuelta. Las alumnas, el sueldo exiguo, la misma materia año tras año, la pequeñez de mi entorno. No. Volví a mirar a los privilegiados de la revista. Al menos han hecho algo que amerite una noticia, una fotografía. Me levanto del sillón, inquieta. Algo me ha sucedido. Una luz: la indicación de que puede eventualmente existir otro mundo, y que de mí depende.)
Entonces, por unos instantes, la planura se quebró gracias al vestido verde. Sólo por unos instantes. Yo no conocía el tacto de la seda, de la verdadera seda. Una amiga me prestó este vestido para un matrimonio. Me lo probé frente al espejo en la soledad de mi dormitorio, también a media tarde. Algo fuerte pasó frente a ese reflejo. Hay gente que puede esperar toda la vida para tener una visión y nunca le llega. No se improvisa, no es llegar y tener una visión. Y frente a ese espejo yo la tuve. Vi que el mundo era amplio y me sentí voluptuosa en él. Las alas. El mundo se develó ancho en mi propia imagen e intuí cosas fastuosas, sensuales, fantasías posibles de encarnar. Era absurdo sentir aquello con la vida que llevaba. Sin embargo, tocando la seda de ese vestido verde, mirando mi cuerpo envuelto en ella, supe con certeza que en el futuro me aguardaba algo extraordinario.
Sólo en las noches me permitía recordar a Roberto.
Me pellizcaba los brazos hasta hacerme daño. A veces las piernas: dejaba en ellas rastros morados. No por masoquismo; lo hacía para estar segura de que estaba viva.
De que era cierto que Roberto no lo estaba.
Mi vida sexual empezó con él, lo anterior fueron juegos sin importancia. Sentíamos mutuamente una gran dependencia física. Había sido poseída por él, con toda la envergadura e infinitud que puede llegar a representar ese término. Nunca por nadie más. Su contacto era irremplazable. Llegué a pensar, en ciertos momentos, que el contacto lo era todo. Lloraba esas noches, pensando que jamás volvería a ser carne con otra carne, que ningún cuerpo en el mundo podría volver a darme lo que me dio el suyo.
Hasta que apareció Andrés. ¡Qué fragilidad la del sexo! La primera vez que Andrés me besó, caí en cuenta de que mi piel se quemaba. Nunca más lo sentiría, eso me había dictado el cuerpo; y sin embargo lo sentí. Cuerpo traicionero. Ningún tacto es único y definitivo, ésa fue mi lección. Es el eslabón más débil, por ahí se corta toda cadena, a la larga. Y la mujer que no lo cree así, que encierra su sexualidad creyendo en el imbatible círculo de un solo cuerpo, está -¡gracias a Dios!- equivocada.
Violeta vivía en Roma cuando gané el Festival de Viña. El país, en manos de los militares. Probablemente, a ella le pareció mal que me presentara, cuando tantos otros cantantes estaban en el exilio, muertos o desaparecidos. Estrella de la dictadura. Fue un amigo músico el que me convenció, y él mismo me acompañó con la guitarra (y lo ha hecho mil veces después). Y comenzó esta espiral. Fue en medio de ese ir y venir que me presentaron a un prestigioso abogado que se llamaba Andrés Valdés. Se me acercó en una comida para decirme cuánto le gustaban mis canciones. Se lo agradecí, como solía hacerlo, pero además reparé en los huesos de su cara, muy cuadrada, y en las dos líneas que se formaban en sus mejillas cada vez que me sonreía.
– Brahms y usted -me dijo- son las únicas cassettes que tengo en el auto.
A pesar de que yo iba acompañada, ofreció llevarme. Me negué.
Al poco tiempo, me tocó actuar en el Casino de Viña del Mar. En el camarín encontré unas rosas, todas rojas, con su tarjeta.
Se lo comenté a Pamela, que era su colega.
– Cuidado, Josefa, mira que Andrés es un seductor -me dijo-. Gran abogado, criminalista. Tiene un bufete y le va de película. Pero está casado hace quince años, por lo menos.
– ¿Y qué tal la mujer?
– Mira, el otro día los encontré tomando té en el Riquet, en Valparaíso. Él leía el diario y no vi que conversaran una sola palabra. Ella se hacía cargo de los pedidos de los niños, que ya son grandotes. Pero no le dio ni la hora.
– Y de aspecto,;cómo es?
– Tiene pinta de high, muy fina, con ropa cara y el pelo bien cortado. No diría que es regia, no. Es elegante, que no es lo mismo.
Cuando canté en el Teatro Municipal, acompañando a un connotado pianista, otra vez me esperaban rosas en el camarín. Todas rojas. Y afuera, él. Esta vez no tuve voluntad para negarme y lo acompañé.
Creo que a Andrés le pasó conmigo lo mismo que a muchos hombres sensibles con algunas mujeres. Como si en otra reencarnación me hubiera entregado ciertas cualidades que, al depositármelas, al desembarazarse de ellas, le hubiesen permitido ser un hombre con todas las de la ley. Cuando además de hombre quiso ahora ser un ser humano, volvió a buscarlas. Y las encontró dentro de mí.
Andrés necesitó su unión conmigo para restaurar en sí mismo las partes que lo harían sentirse un ser humano completo.
4.
La experiencia de repliegue de Violeta ha comenzado.
No me sorprendió, cuando llegó su primera carta, que estuviese timbrada en Guatemala. Venía dirigida a Andrés y a mí.
Queridos, queridos:
Vivo en «la Antigua», como dicen aquí, la bella durmiente de América Latina.
Trabajo en un taller de muebles que se llama «Reminiscencias Españolas».
Bob está conmigo estos días.
Gabriel crece rozagante.
Llegué con los poros cerrados. Sólo han podido abrirse en Antigua. Esta sí lleva toda la piel de América en su piel.
Estamos en una pensión mientras busco casa para instalarnos. Tengo listo el colegio para Jacinta. Nada más por ahora.
Porque si quisiera darles las gracias como corresponde, no tendría forma de hacerlo. No tendría.
Violeta
Ella nunca tuvo dudas sobre cuál sería su paradero. Creo que lo supo desde el primer día que entró en la cárcel, aunque no se lo dijese a nadie. Claro, ese avión que tomó se dirigía a México. Que ahí vería. Seguro que no vio nada: se fue inmediatamente a Guatemala, en acuerdo con Bob, para cuyas cartas hizo Andrés de intermediario.
¿Se quedará con Bob? ¿Podrá y querrá él jugarse por una mujer con semejante historia? Y si lo hace, ¿podrá vivir y trabajar en un lugar tan remoto y ahistórico? Bueno, si su oficio son los reportajes o los ensayos políticos… los podrá escribir en cualquier lugar del mundo.
La casa de la calle Gerona se vendió muy bien. Su padre ha embalado todo en un gran container y espera el aviso de Violeta para enviarlo a una dirección definitiva. Todo es una manera de decir. Violeta hizo, desde la cárcel, una lista de las cosas que le interesaban, y no eran muchas. El tío Tadeo me la mostró y me hizo gracia, tan de ella: «Todos mis libros, toda mi música con equipo incluido, mis alfombras, mis cuadros, la hamaca, el paragüero, el baúl de mimbre.» Pidió que regalaran todo el resto y que Carmencita se quedase con su ropa de invierno, porque nunca más la usaría. «Que Josefa elija algún mueble que le guste.» Elegí una alacena, la madera pintada de verde brillante con dibujos en sus puertas. «El diseño parece mexicano», me había comentado ella, «pero es de origen polaco, raro como pueden coincidir las culturas, ¿verdad?»