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Si la casa se vendió bien y Violeta tiene el dinero, ¿por qué trabaja en una mueblería? Es tan poco clara en su carta. ¿Está diseñando o usando un torno? ¿Será una forma de expiación o querrá aprender alguna técnica?

Todo esto se discutió largamente a la hora de comida. Por una razón u otra, mi familia se siente dueña de Violeta. Borja es el que parece más enterado e interesado. ¿Se escribirá con Jacinta sin decirnos?

Pienso en Cayetana y en cuánto se le parece Violeta. No, no puedo acusar a Violeta de comodidad. Abandonó lo conocido, lo confortable; nunca lo fácil fue una opción para ella. Igual a Cayetana.

La siguiente nota decía:

Estoy metida en una terapia intensiva. «Without the checks of belief the balance between life and death can be perilously delicate.» [7] ¿Estás de acuerdo?

Hubo varias notas posteriores, siempre muy cortas, entre crípticas e informativas. En una de ellas me escribió:

Existe en esta zona una bonita costumbre. Hay unas monedas chicas, de un amarillo muy brillante, que corresponden a un centavo de quetzal (o sea, la nada). Cuando una pareja se casa, la tradición es poner siete de esas monedas dentro de una alcancía. Con ello, la fortuna y la suerte están aseguradas.

Son escasas.

Bob y yo ya juntamos las siete y hemos hecho nuestra alcancía de un tigre rojo de madera.

Fue su forma de contarme que Bob y ella formalizaban su unión.

Han comprado una casa y la restauran. Tendrán una dirección definitiva: la Calle de los Peregrinos.

Le mando el siguiente fax: ¿Qué quieres que te diga, Violeta? Tu suerte es única. Creo que Jesucristo en persona está enamorado de ti.

Ha cambiado los planos de arquitectura por las lanas multicolores de los bordados. Violeta se ha dedicado a hacer tapices. Cuenta que está aprendiendo todo tipo de técnicas. Pareciera estar genuinamente entregada a ello, no me suena como un capricho pasajero.

¿Leíste alguna vez la leyenda medieval de Filomela? Keats la llamó Philomel. Un caballero feudal, amo y señor, casado con una mujer mayor, se enamora de la hermana menor de su esposa. La cerca y al final la viola. Para que ella no lo cuente, le corta la lengua. La niña se encierra y a escondidas borda un tapiz donde narra la historia que le ha sucedido. Al descubrir el señor feudal este tapiz, decide matarla. Así lo hace. Y al morir ella se transforma en ruiseñor. Por eso el pájaro canta en las noches mientras los demás callan, para ser escuchado.

Conozco la leyenda de otro pájaro, proviene de la cultura Huichol, de la costa de San Blas, en México. Tiene alas enormes, casi cóncavas, como si pudiera acogerlo todo. Está encargado de cerrar las puertas del cielo para no dejar entrar el mal en la tierra.

He llegado a Antigua con la inevitable carga de mi cultura europea y aquí, cambiando el ruiseñor por el pájaro de las alas grandes, la transformo en americana. (Como la alacena que elegiste.) Tengo muchas historias que bordar.

Más adelante, cuando ya empezó a manejar bien el oficio, hizo un par de exposiciones en Antigua. A raíz de ellas, empezaron a comprar sus tapices desde Estados Unidos. Actualmente provee de manera constante a una prestigiosa galería de Nueva York. El dueño es amigo de Bob, me cuenta, como disculpándose de que le vaya bien. Me pagan sumas astronómicas. Puedo vivir bastante tiempo de un solo tapiz.

Me maravilla -y sorprende- que tenga éxito.

Creí que con su crimen Violeta inauguraba un ciclo sin salida. ¡Cómo me he equivocado! Hoy puedo aseverar que, luego de un acto de coraje, la ha visitado la gracia.

Su última carta es de la semana pasada.

Jose, ¿te acuerdas de cuando Carlos Fuentes hablaba de la «temperatura constante»? En ella vivo yo. Antigua es femenina. Antigua termina con A.

Antigua me ha devuelto mi identidad de mujer, tan perdida entre los últimos avatares. Me ha descansado, por fin, y me ha hecho sonreír.

Además, ya no soy esclava de mi cuerpo. Sólo con entender que el espacio erótico no es el único en que desaparecen los límites, he crecido. La fusión puede darse a otros niveles.

Estaba atrapada en la ecuación de creer que la defensa de lo femenino significaba rechazar aquello que vemos como asignado por otros. Una cosa es renegar del rol, otra de la identidad.

Antigua me la ha devuelto.

Te quiero siempre y bien,

Violeta

PD: Encontré a Cayetana.

5.

Si Sartre no lo hubiese dicho, lo habría dicho yo: L'enfer sont les autres. [8]

La gente me ahoga. La cercanía de la gente me sofoca. No tolero al género humano en su proximidad física. Su fisicidad, si puedo llamarla así. Los ruidos y los olores de los hombres y las mujeres no me provocan otra cosa que repulsión ante la idea de ser parte de ellos. ¡Cómo me ha costado entender a Violeta en su urgente deseo de conectarse con los demás! Mi deseo ha sido, sistemáticamente, cancelar.

Me está invadiendo una especie de pánico. Lo veo como si fuese una mole informe que avanza para tocarme, invadirme, contagiarme y, al fin, aniquilarme. Al acercárseme, esta mole se divide por el medio, nítidas las dos mitades: Andrés está a un lado y la canción al otro. El lado de Andrés dibuja un pánico: que él ya no me ame, que me abandone, que esté enamorado de otra. El otro pánico, el de cantar, se mete en mis venas, me sube a la sangre, baja por mis intestinos. Es que me viene el terror de exponerme, de que miles y miles sintonicen el dial y puedan escuchar mi canto sin que yo lo controle. Terror de que mi voz sea pública, pertenezca a los otros, separada de mí. Pierdo el control de lo que es más mío: mi voz. Se va de mis manos.

Pánico de autor, me dice Alejandro.

Como si una nunca se acostumbrara a ser pública.

Así como Violeta nació con un ángel en los ojos, a mí las palabras y las notas me brotaron del diablo.

Cuando estoy en el proceso mismo de componer una canción, entro en el trance más genial. Me estimo a mí misma, me gusta la vida, y la conciencia de los límites me urge a dar más y más. La creatividad me envuelve, envainando de esperanza la existencia. Cuando después de mucho trabajo y muchas correcciones la doy por concluida, se apodera de mí la más devastadora inseguridad. Al escaparse de mis manos, la canción terminada se afea, pierde su apresto. Mi autoestima se diluye por los aires, vulgarizada, y vuelvo a preguntarme, una vez más: ¿qué hago aquí? ¿Es ésta realmente mi vocación?

La calidad de una obra dura lo que dura su composición.

Si al menos fuese novelista, ese período sería más extenso.

A ratos, ¡echo de menos haber sido una simple dueña de casa!

Y cuando voy al supermercado y soy mirada y admirada por las otras mujeres -que empujan sus carros-, pienso, sofocada: señora, yo no tengo nada que ver con la fantasía que usted tiene de mí.

Ayer unos fotógrafos fueron a hacerme tomas especiales para la portada de una revista. No me gusta que me fotografíen. Las fotografías detectan en mis ojos una tristeza que yo nunca percibí: no sabía que la acarreaba hasta que este cuento de las fotos empezó. Dice Violeta que ella siempre la vio. A la tristeza. Y en las últimas fotos este fenómeno se ha agudizado. Bueno, los fotógrafos me esperaban en el living y yo no estaba lista. Esto nunca habría sucedido con Mauricio a cargo de la situación. Me enerva la enfermedad de Mauricio, se siente mal todo el tiempo. Lo peor para mí es tener que hacerme cargo de mi imagen sin él, sin su maquillaje, sin su cuidado en la elección de mi ropa. Lo echo de menos y lanzo un par de imprecaciones por su ausencia. Le pido a Zulema que les sirva café a los fotógrafos mientras decido qué ponerme. Cuando estoy a punto de hacer mi aparición, entra Zulema, mira mi atuendo y dice: «No está na' muy católico, señora.» Vuelvo sobre mis pasos: la hombrera derecha de la blusa beige, ésa de Cacharel, se ladea hacia el costado: parezco una mujer tullida. Me la saco furiosa y me pruebo la chaqueta burdeos, la de seda liviana, y ahora la hombrera de la izquierda se monta sobre el cuello. Cuando noto que ambas hombreras de la tercera chaqueta -una verde petróleo Anne Klein- están disparejas y mis hombros quedan a distinto nivel, me viene un ataque de rabia que no puedo controlar. Desabotono la verde petróleo sin cuidado alguno y tiro de sus hombreras, arrancándolas, rasgando de paso un pedazo de la chaqueta. Empiezo a hacer lo mismo con la blusa de Cacharel, con la chaqueta burdeos, tiro lejos las hombreras con la ira de un encarcelado. Abro mi ordenado clóset, ignorando por completo a los fotógrafos que me esperan, y empiezo como una desenfrenada a sacarle las hombreras a toda mi ropa. Hago una pila con ellas, a patadas, sobre las baldosas del suelo del baño. Llamo a Celeste y le propongo seriamente:

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[7] Sin el control de las creencias, el balance entre la vida y la muerte puede ser peligrosamente delicado.

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[8] El infierno son los otros.