– ¡Quemémoslas!
Celeste sale corriendo del baño a decirle a Andrés que me he vuelto loca.
He visto una grabación de mi última aparición en la TV. Mi figura es detestable. ¿Cómo demostrar toda mi elegancia interna con esta grasa que la esconde? Recuerdo los tiempos de la radio, cuando yo era una aficionada, cuando se cantaba frente a un micrófono y nadie veía nada; podías ser un adefesio con toda soltura. La sala de grabación y una, nadie más. El paso de la radio a la televisión fue para mí lo que habrá sido para los actores salir del cine mudo: de la noche a la mañana comenzar a hablar. Varios se desbarrancaron, su habilidad no radicaba en la voz. Soy una víctima, como ellos.
No hay dieta posible sin morirse de hambre, y como no tengo voluntad, he ideado lo siguiente: comer, sentir el gusto, mascar y gozar, pero no tragar. Empecé este sistema hace unos días, cuando vi esa maldita grabación. Funciona bien como dieta, pero tiene varias dificultades prácticas. No puedes almorzar en el comedor. ¿Dónde boto la comida ya masticada sin que me pillen? ¿Qué diría Zulema? No puedes irte al baño a comer para botar en el inodoro cada mascada, sería raro y además antiestético. En mi oficina, ni pensarlo. Empecé a almorzar en el auto; allí nadie me controlaría. Partía con mi lonchera, igual que mis hijos, estacionándome para comer en cualquier lugar, la cosa era ser invisible. Conmigo, la bolsa plástica para botar los desechos y hacerlos desaparecer en cualquier basurero de la calle.
Este sistema me duró una semana, bajé dos kilos y el alma me volvió al cuerpo. Hasta que un día no encontré el preciado basurero municipal y dejé la bolsa plástica dentro del auto. Acumulé, la verdad, varias bolsas, con la idea de ir a botarlas en cualquier momento. Andrés movió mi auto una tarde para sacar el suyo del garaje y volvió a la pieza con una extraña expresión.
– ¿Qué es esto, Josefa? -mostraba con asco las bolsas, manteniéndolas ostensiblemente lejos de su cuerpo.
En un instante, como una peste súbita, me cubrió la humillación. Como si me hubiesen sorprendido en un delito. Si se lo hubiera contado antes, no me habría importado que estuviese en desacuerdo: no habría tenido más remedio que ser cómplice. Pero que hubiera encontrado una bolsa plástica en la parte de atrás del asiento, llena de comida masticada… ¡Qué vergüenza!
Fui calificada de demente.
Salí, furiosa conmigo misma, a la farmacia a comprar las pastillas con que debía reponer mi stock, y ver si encontraba algún inhibidor de apetito «sano». Pasé mi tarjeta de crédito en la caja y me la rechazaron. «Está vencida», me dice la mujer. ¿Cómo? ¡Nunca se me ha vencido una tarjeta de crédito! Ellos mismos se preocupan de renovarla a tiempo. Parto a la oficina, muy enojada y le pido a mi secretaria que me comunique con alguien de Diners. La respuesta: me han enviado la tarjeta renovada hace quince días, se entrevistaron conmigo y yo en persona la recibí y firmé el nuevo contrato. ¡Mierda! Me viene algo parecido al terror.
Me empezaron las náuseas. Eso sí que es nuevo. Y las recurrentes pesadillas donde aparece la Vieja de la Suerte entregándome sus bastones. ¡Señor!
¿Cuánto me falta para sorprenderme hablando sola en la calle?
Mi deterioro va en aumento. Me acuerdo de las conversaciones, tengo una nitidez absoluta de sus contenidos, pero no sé con quién las tuve. Me vienen a la memoria frases completas que me han dirigido -y la atmósfera en que fueron dichas-, pero no sé quién lo hizo. Sí recuerdo lo que me dijo Andrés la última vez que hicimos el amor. Yo estaba reticente.
– Me tinca que no tienes ganas por pura flojera -reclamó.
– Sí, tienes razón. A priori, no me dan ganas.
– En el sexo post cuarenta, Jose, se trata de despertar al animal que llevamos dentro. Vamos… una vez en acción, todo va bien. ¡Despertémoslo!
Lo recuerdo bien porque no me lo ha vuelto a pedir. Era la hora de la siesta y los niños no estaban.
Porque mis noches no están pensadas para seducir. Andrés se duerme al instante. Yo hago veinte trámites más: la seda dental, la crema demaquilladora, la crema hidratante y la humectante, en el rostro y en el cuerpo. Cuelgo cada cosa en su lugar, abro y cierro el clóset muchas veces. Traigo el vaso de agua para la noche, busco los anteojos y el libro de turno, limpio el cenicero, recorro pieza por pieza, miro a los niños, reviso las luces y apago las que quedaron prendidas. Recuerdo a Violeta: ella se acuesta a dormir como los hombres. Se saca la ropa y punto.
Pero vuelvo a esa hora de la siesta. Creo que no es grave que a veces no despierte al animal. Mi consigna es: no a la muerte del romance. No es el sexo lo esencial, es el romance. A veces se me termina el encantamiento, se eclipsa y la respiración de Andrés se me hace pesada, aunque es la misma que ayer pasaba por alto; me molesta el tono un poco gangoso que adoptan sus cuerdas vocales al hablar desde la almohada, en esa posición horizontal que tanto le gusta y que yo no uso si no es para dormir. Entonces cambio el switch. Es mi Andrés, que me gusta tanto. No, no es de la idea de Andrés que estoy enamorada. Estoy enamorada de Andrés. (¿O será todo un mero espejismo?) El romance es mi empeño, la pelea difícil contra la rutina; es darle significación a esa rutina, es el coqueteo, es el hablarse de una manera especial y divertirse con el otro. Andrés solía decir que yo era del tipo de mujer que exige ilusiones, como otras exigen joyas. Sin embargo, siempre me lo ha agradecido: mi capacidad para vivir con él en el romance.
Ahora que estoy envuelta por la decadencia como por la lepra, miro mi cuerpo y detesto su flaccidez. Odio esa grasa que aparece donde no debiera. Y vuelvo al concepto del romance: el único amor a la decadencia que concibo es el que se refiere al cuerpo de Andrés. Él tampoco es el galán de los treinta años, a veces su espalda se curva, a veces las arrugas bajo sus ojos se profundizan, a veces su cara cuadrada se abulta, una vena morada sobresale en sus piernas. Y amo todos esos detalles. Es la única decadencia que soporto.
Sin remedio, el amor en mí.
Le escribo una larga carta de desahogo a Violeta. A los pocos días recibo en mi oficina un fax. Una sola frase, escrita con un grueso plumón.