Alejandro me lo entrega, ceñudo:
– ¿Qué le escribiste a Violeta? ¿Que no ibas a cantar más?
Leo: ¿Olvidaste tan pronto a nuestro poeta Rafael Alberti? En la tierra no hay nadie que esté solo si está cantando.
Pura exterioridad.
Me aterran las exigencias del cariño, sus infinitas presiones, aun las de mis hijos. Estoy en deuda con todos.
Trato de contactarme con mi interioridad, pero es inútil. Me encuentro preparándome para el próximo acontecimiento cuando recién he salido del anterior: las pausas de los tiempos me son marcadas desde fuera, nunca desde dentro. Soy una suma de «hechos», todos rutilantes. ¡Tiempo, Señor, tiempo es lo que pido! Hace años que no lo tengo. Salir de la opacidad me lo quitó. Una vez discutía con Violeta, la pitonisa, sobre la riqueza y sus valores. «Te equivocas, Josefa», me dijo, «a estas alturas, o más bien mañana, la riqueza no se medirá ni en poder ni en dinero. Se medirá en tiempo.»
El desgaste físico con que llego a mi casa en la noche me obliga a derrumbarme sobre la cama, sin siquiera la capacidad de fijar las letras en la página marcada del libro no leído que me acusa desde el velador. Como estoy demasiado cansada para dormir -nunca tengo la placidez de los durmientes-, tomo el control remoto del televisor con la esperanza de que los distintos idiomas del cable me arrullen. Nada me dejaría con la conciencia más tranquila que agotarme con las tareas domésticas de una buena dueña de casa. Pero no es así y debo, además, dormir con la culpa de no ser esa buena dueña de casa.
Ha pasado la noche. Pasé la noche. Y despierto siempre agotada. Abro la agenda: un nuevo día. Y la temida pregunta: ¿dónde se fue el goce, dónde la pasión?
Llego a la casa tarde, toda vestida de lamé. Andrés está en el escritorio. Entro en puntillas. Escucha música, es una cassette de Whitney Houston. Me da risa, ¿qué hace Andrés escuchando a la una de la madrugada algo que no sea Brahms?
– Me la compré hoy día -me responde.
– ¿Desde cuándo compras cassettes? Es la primera vez desde que te conozco.
– No sé, me dieron ganas.
– ¿Y desde cuándo te gusta la Whitney Houston?
– Oí un recital de ella en la radio cuando venía en auto la semana pasada, y decidí que me encantaba.
Algo me huele mal. Las cassettes -no los compacts: ésos se escuchan en casa, las cassettes en los autos- son un típico regalo clandestino.
Hora de almuerzo un domingo. Estamos todos metidos en la cocina. Borja, encargado de poner la mesa, abre la despensa y saca una caja de vino, de ésas de cartón que guardo para las emergencias pero que detesto, como si su solo envase alterara la exquisita sensualidad de un buen vino.
– ¿No quedan botellas? -pregunta Andrés.
– No, sólo cajas.
– A Josefa no le gustan -oí decir a Andrés mientras buscaba un embudo para vaciar el vino de la caja a una botella verde de boca ancha. A Josefa no le gustan, frase simple y corta. Una declaración de amor que me entibió por un rato.
Y porque retuve esa tibieza, me atreví a hablarle después del almuerzo.
– Andrés, ¿por qué no recuperamos la casa del molino? Cada día me hace más falta. Supieras la nostalgia que siento por esos días de lluvia, el olor a salamandra y a leche cocida con madera mojada.
– No podemos recuperarla porque esa casa no se puede compartir con extraños.
– Compartámosla con algún amigo…
– ¿Tienes alguna sugerencia?
– No sé… podría ser Pamela. Tiene niños de la edad de los nuestros.
– Por ningún motivo -fue extrañamente duro en su forma de responder, y Andrés nunca es duro conmigo.
– Ahora que trabaja contigo, en tu bufete, pensé que te podría resultar una persona de más confianza, más fácil para la convivencia.
– Por eso mismo no lo resistiría.
– ¿Por qué te enojas tanto? Es una simple sugerencia.
– Porque me sorprende tu ingenuidad de creer que Violeta es reemplazable. Yo no quiero volver a ese lugar. Era de ella. Fue un regalo que nos hizo a nosotros. Sin Violeta no hay casa del molino.
– Los arándanos, Andrés. ¿Te acuerdas de los arándanos? Era pura influencia bienhechora esa famosa casa -insisto.
– ¿No entendiste nunca que esa influencia era la de Violeta?
Cumpleaños de Andrés. Segura como estoy de mi deterioro, decidí hacer un gesto para desmentirlo. Reúno a los niños y les propongo darle una sorpresa. Compramos miles de regalos, de las más diversas índoles, haciendo grandes paquetes. Diego pintó con sus trazos infantiles un enorme letrero de feliz cumpleaños. Serpentinas, globos, torta Pompadour en una bandeja grande al medio, en la alfombra, con ocho velitas (saltarse las otras cuarenta me parece del mínimo buen gusto), y canapés de centolla con diversos jugos naturales. Todo lo que a él le gusta. Y todo esto en el escritorio, a puerta cerrada, para que al llegar a casa no notara nada; le haríamos creer que era un cumpleaños más. Los niños estaban excitados, especialmente Diego.
– ¿A qué hora va a llegar, mamá?
– No sé, mi amor, no nos pusimos de acuerdo. Pero antes de las siete estará aquí. Ten paciencia.
(Ya no aquella llamada diaria, estuviésemos donde estuviésemos, cuando yo le decía: quiéreme, ¿ya?, y él respondía: no hago otra cosa.)
A las nueve, Diego se quedó dormido.
A las diez, Borja y Celeste se aburrieron y se fueron a acostar.
A las once llegó. Que en su oficina le habían preparado una fiesta, que cómo iba a negarse, que no me invitó porque sabía que yo tenía un compromiso con la productora. Claro, no creí necesario contarle que lo había cancelado.
Y a pesar de mis olvidos, me vinieron sus palabras, para otro cumpleaños cuando después de los festejos sostuvimos una rica conversación arriba de la cama: «A veces hablo contigo, Josefa, como si hablara conmigo mismo. Sé que tú no eres eso, lo que me maravilla de ti es que no eres eso, eres lo diferente de mí, otra.»
¿Es el mismo hombre de hoy quien me las dijo?
Al día siguiente me hacen una entrevista para el suplemento femenino de un diario.
– ¿Qué es para usted la felicidad? -me pregunta la periodista.
(«¡Nunca una respuesta sofisticada sobre ese tema!», me había advertido una vez Violeta: «¡Sospecha de alguien si responde a eso sin simpleza!»)
– Un día lluvioso en el sur -contesto-, con la luz de las dos de la tarde, una sopa caliente y todos alrededor de la mesa. Eso es la felicidad.
La que estoy perdiendo, o ya perdí. Pero eso no se lo digo a la periodista.
Una mañana de miel, una mañana de amor: ésa es también una respuesta, ¿verdad, Violeta?
Vamos a comer fuera. Mientras busco los cigarrillos que siempre guardo en la guantera del auto de Andrés, encuentro unos anteojos de sol. Son grandes, con marco negro, ribetes dorados en los bordes y el vidrio ahumado.
– ¿Y estos anteojos?
– ¿Cuáles?
– Estos, pues, Andrés. Son de mujer y no son míos.
– No tengo idea de quién los habrá dejado ahí.
– ¿Pero qué mujer se ha subido a tu auto? ¿Cómo no vas a saber?
– ¿Cómo pretendes que me acuerde? No tengo idea.
Al día siguiente no estaban.
¿Y si le pagara con su misma moneda? ¿Y si quebrara mi estricta monogamia? Nunca fue dictada por la norma. No. Fue una opción, libre y blanca y prístina, luego de mi largo romance clandestino cuando él estaba casado. («No quiero hacer daño, Andrés.» Me miró y me contestó: «Ése es problema mío, yo me haré cargo.» Y a pesar de las ofertas denigrantes de su primera mujer -que continuara no más su historia conmigo, ella la aceptaba y guardaría el secreto; todo con tal de que él no se fuera y mantuviesen el matrimonio a cualquier precio-, Andrés se hizo cargo sin involucrarme, muy limpiamente. No sé cómo, pero se las arregló para que la necesaria suciedad de un momento así no me invalidara.) Se rió cuando -hace mucho tiempo-, mirando a Meryl Streep en la pantalla, le dije: «He cambiado de bando, Andrés; ya no me identifico con las amantes sino con las esposas.» Entonces comencé a ser monógama. Una opción que me ha potenciado y fortalecido. ¿Serle infiel a Andrés? La sola idea me desequilibra.