Выбрать главу

– Quiero viajar por Latinoamérica.

Algo me sobresalta, pero lo disimulo.

– ¿Tu intención sería quedarte en algún país por un tiempo más largo? -pregunto, temerosa.

– Sí. He pensado instalarme en Guatemala.

Andrés lo mira con una sonrisa comprensiva.

– Violeta, ¿verdad?

– Sí.

Y aunque la madre soy yo, Andrés se muestra complacido y da su inmediata bendición al proyecto.

– No será un año perdido, Borja -le dice revolviéndole el pelo, entre brusco y cariñoso-. Y yo te ayudaré en lo económico. Me parece que buscar las raíces, conocer los orígenes, bien vale la pena.

Borja está radiante. Borja ha crecido. Ya no es mi niño. En cualquier momento será un hombre y estará lejos de mí. Miro su pelo largo, sus piernas enfundadas en bluyines asquerosos, un polerón con Nirvana en el pecho. Han sido inútiles mis esfuerzos para que se vista como Dios manda. Le compro ropa de las mejores marcas, pero igual se las ingenia para parecer un adefesio. (La semana pasada se casó una sobrina de Andrés. Les pedí a mis hijos que se arreglaran para el matrimonio, porque sería formal. La familia de Andrés nunca ha podido sacar los ojos de mi persona, no sé por qué les impresiona tanto que se haya casado con una cantante. Sabía perfectamente cuánto nos observarían. «Quiero que vayan bonitos», les pedí. Se negaron. «Ni por broma me pongo traje», se resistió Borja. «Y si pretendes, mamá, que me vista de raso como tú en la tele, estás loca», me dijo Celeste. «Además, nos da lata ese matrimonio, no tenemos con quién conversar, y todas esas viejas cuicas nos cargan.» «No vayamos, mejor», la alentó Borja, «cuando la mamá nos obliga a ser amables, no se tolera.» Yo me lamento. «No sean malos, no abran la boca si no quieren. Les prometo no obligarlos a nada. Pero arréglense, ¿qué les cuesta? Si solamente los quiero llevar como adorno.»)

Violeta tendrá a Borja, no yo.

Fax a Violeta:

Démosle crédito a la vieja Signoret: «La nostalgia ya no es lo que era.»

Tengo que ir a ver a Phillipe. Potencialidades enfermas, me autodiagnóstico.

Hay un elemento de la neurosis femenina que temo especialmente: su lealtad al malestar. Si cede, ¿qué espacio deja?

Violeta me respondería: salir de ahí con ayuda de las diosas, no dejar por nada que una se enamore de su enfermedad.

Pedí una hora oficial, nada de consultas telefónicas. Tomo el auto y parto. Me duele el día, hoy día. Tengo la sensación de que están todas a punto de largarse a llorar, las mujeres aferradas a sus manubrios en la luz roja. Los árboles están enojados en esta ciudad crecientemente sucia y gris.

En la siguiente luz roja distingo, parada en la vereda, a una mujer con un chaleco de tafetán rojo sobre un camisero floreado. ¿Cómo es posible? ¿Por qué alguien puede vestirse así? Una inesperada ternura me invade, siento la inocencia del gesto del tafetán. La señora que observo tiene el pelo gris y está contenta. No como las que se esconden tras los manubrios. El tafetán se convierte entonces en humanidad.

No en vano fui nombrada y bautizada como Josefina Jesús de la Amargura.

– Estás reventada -me dice Phillipe.

– Pero… ¿por qué? -estúpida mi pregunta.

– Dímelo tú.

– Es absurdo, llevo la vida de siempre. Vine por lo de la fatiga, nada más. ¿Supiste que me dio una fatiga antes de comenzar mi último recital? Tuvimos que cancelarlo. Vengo por eso.

– Sí, lo leí en el diario. Pero vienes también por los mareos, ¿verdad?

– Sí… los mareos.

– Y las náuseas.

– Sí, las náuseas.

– Y los dolores de cabeza.

– Bueno, pensé de repente que podía tener un tumor cerebral… ¿Sabes que se me olvida todo? Cosas que he dicho hace dos días, compromisos que tomé la semana pasada.

– Y no te concentras…

– Claro, no me concentro. Llevo un mes pegada en el mismo libro y no avanzo. Es una novela de Gail Godwin. Leo y leo, y cuando cierro el libro para apagar la luz me doy cuenta de que no tengo idea de lo que leí. A la noche siguiente vuelvo al mismo capítulo.!He llegado a odiar a la autora!

– Josefina, éste es un cuadro de surmenage severo. Estrés. Llámalo como quieras. Pero la cosa es que debes detenerte. Ya.

– Lo siento, Phillipe, no puedo.

– ¿Cómo que no puedes?

– Tengo una gira programada para el próximo mes.

– Cancélala.

– ¿Estás loco? El sello discográfico tiene puesta toda su energía y esperanza en esta gira, será mi resurrección…

– Ya hiciste tu parte. Déjalos a ellos con sus problemas de promoción.

– ¿Cómo van a hacer promoción sin mí? No puedo. Tengo que hacerme cargo de mis propios errores.

– ¿Cuáles errores?

– No haber hecho un álbum nuevo. Haber cancelado el último recital. Este negocio es mucho más complejo de lo que la gente cree, Phillipe. No basta con cantar. Dame algún remedio para sentirme mejor, y punto.

– Esta vez no, Josefa.

– ¿Te hablé de la enfermedad de Mauricio?

– Sí, me hablaste.

– Es eso lo que me ha bajado las defensas. Diez años trabajando juntos… Es terrible, Phillipe. Se va a morir de un momento a otro.

– El sida es así.

– Ya no puede hacerse la cola de caballo en el pelo. No tiene fuerzas. Ayer tuve que peinarlo yo.

– Lo lamento. Pero volvamos a ti.

Nos miramos fijo, a los ojos. No hay tregua. No la habrá.

– Estoy seca. He escrito una sola canción en meses. Ya no puedo cantar. Mi éxito decae. Celeste me odia. Yo misma no me tolero. Y más encima, parece que Andrés no me quiere. Como si el amor contuviera algún tipo de energía que libera para que la creatividad fluya. Ya no tengo ese amor. Y lo quiero de vuelta: no cualquier amor, sino ése. Quiero ese amor que me entrega esas energías.

Me lo repetí en silencio: ese amor fértil, abundante, ubérrimo, pródigo, fecundo, ése quiero.

– Andrés es el exacto equilibrio que necesita mi vehemencia. Él nunca me habría invitado a una fiesta de intimidad sin el compromiso necesario para respaldarla. En ese sentido, es un hombre serio. Y yo entré, Phillipe, a esa intimidad. ¿Me la puede quitar así como así?

– No. Y lo que está sucediendo es porque no te ha retirado aún la invitación. Ni te la va a retirar, es mi impresión. Creo, eso sí, que Andrés está cansado. De ti. Pero ese cansancio no tiene que ver con el amor, necesariamente. Tú eres una mujer difícil, Josefa.

El diagnóstico de Phillipe fue claro. Detenerme. Cancelar todo. Partir.

– ¿Adónde?

– Adonde tú creas que puedes hacer una verdadera reparación.

– Y si existe otra mujer, ¿no será regalárselo en bandeja?

– Al contrario. Si eso fuese efectivo, cosa que a nadie le consta, tu ausencia le haría perder buena parte de su brillo. Por último, si es una calentura, deja que se empache.

– ¿Sabes, Phillipe? Hay un dato que me ilusiona todavía de mí misma y me hace pensar que no estoy tan maclass="underline" no quiero quedarme a toda costa con él, como lo quiso su anterior mujer. No deseo, como ella, el matrimonio per se, sin importar cómo sea y qué se sienta.

– Eso habla bien de ti. ¿Ves que eres capaz de partir?

– ¿Y abandono a Celeste en este momento?

– Déjamela a mí. Tu ausencia le hará bien. Yo la estoy tratando, ¿o no? La controlaré y veré con Andrés cómo proceder.

– No puedo partir antes de que Mauricio muera…

– Pero no sabemos cuánto puede durar, Josefa. Ándate, sálvate a ti misma si no puedes salvarlo a él.

Al despedirnos, me abrazó.

– Aventúrate. No te arrepentirás.

No fue sino a la salida, sola dentro del auto, que medité en uno de sus decires:

– Vives atravesada por una espada de doble filo, Josefina. ¿Conoces a Adrienne Rich?

Le respondí con una sonrisa melancólica. ¿Valía la pena contarle cómo las sensibilidades y las existencias se entrecruzan, cómo al final somos todos los mismos, que la misma Adrienne Rich con la que él quiere definirme lo ha hecho por Violeta desde los siglos y los siglos? Asiento.