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– Porque lo son. Los españoles no fueron tan tontos, después de todo. Acuérdate de que la Iglesia Católica les reconoció sólo en 1542 el derecho a tener alma, como el resto de los humanos. Se sintieron satisfechos con la rara mezcla que lograron entre su Dios y los dioses indígenas. Por ejemplo, Santo Tomás era un templo maya y los españoles no lo destruyeron. Hicieron su iglesia encima, respetando a los antepasados mayas enterrados en los suelos de su iglesia católica. ¡Fíjate cómo oran los indígenas! Oran hacia el suelo, ellos saben que los dioses mayas están enterrados ahí abajo.

Las gradas de la iglesia casi no se veían por el humo del copal -el incienso- que lo invadía todo. Noté una de las zapatillas de Violeta desabrochada; estaba a punto de pisársela.

– Levanta el pie, Violeta.

– Ah -se rió-, es que como Bob no está… El me las abrocha.

Violeta nunca aprendió a anudarse los cordones de los zapatos. «Nadie me lo enseñó», se defendía, «y ya es muy tarde para aprender esos actos mecánicos.» Mil veces tuve que pedirle, a través de nuestra historia, que subiera el pie, al verla a punto de tropezar. Parsimoniosamente, yo le hacía la rosa. Y al repetir ese gesto, en este pueblo lejano, comprendo que Violeta y yo somos las de siempre. Aparentemente tan cambiadas y sin embargo las de siempre. Y en cien años más diría lo mismo, estoy segura. Ese sentimiento me conforta.

Entramos en la gran nave de Santo Tomás, oscura, con pocos bancos. En el pasillo central vi varias agrupaciones de velas, pegadas al suelo, y a los indígenas orando en voz alta, cuidando sus velas, entre esperma endurecida y pétalos de flores derramados. Miré hacia el altar y me divirtió que al Cristo no le hubiesen asignado el lugar central; estaba a un costado. Me emocionaron el fervor y la devoción. Andrés vuelve a mi mente, sin náuseas, sólo un dolor agudo en mi pecho, sin miedo. Cuando llamé por tercera vez y no pasó nada, me senté a llorar, apretando el teléfono contra mi pecho. ¡Tengo que poder, no debo hundirme! Miro al Cristo vestido con ropas de tela y le suplico: ¡Señor, dame fuerzas! Mi cuerpo se distiende y por un segundo algo indoloro parece emerger…

– ¡Qué extraña iglesia! Esto no es un ritual católico.

– Los católicos han sido tolerantes aquí, cosa rara…

– ¿Cómo?

– Antes incluso permitían unos rituales con el aguardiente. Entraban los indígenas con su botella, que usaban para acercarse a Dios…

– ¿El aguardiente para acercarse a Dios? -estoy consciente de mis preguntas de turista estúpida, pero a Violeta no le importa. Estoy transportada.

– …porque Dios es espíritu, y al beber el alcohol el espíritu se libera. Antes ellos entraban a la iglesia, tomaban el aguardiente y tiraban tres escupos. El primero a la izquierda, para su dios Maximon. El segundo, a la derecha, para la familia maya que cuida al Dios. Y el tercero al centro, para sí mismos. ¡Te imaginarás el piso de la iglesia con todos esos escupos de alcohol!

– Pero Violeta, eso es paganismo.

– No es paganismo. Es misticismo.

Se dirige a un altar a la izquierda de la nave. Hay varias figuras esculpidas en madera y las que cierran el conjunto, a los costados, son mujeres embarazadas. Violeta, muy seria, prende una vela.

– ¿Qué haces?

– Éste es el Altar de la Fertilidad. Aquí le prenden velas cuando no pueden parir. Yo, en cambio, le prendo una vela cada vez que vengo, en señal de agradecimiento: por la existencia de Gabriel.

¿En qué cree Violeta? Le hace una petición, indistintamente, al santo ése de la iglesia San Francisco o al dios maya. Le da igual. Y se declara agnóstica.

– A propósito, Violeta, tenemos que organizar el bautizo de Gabriel.

– Sí, hay que inventar algo.

– ¿Inventar algo? El bautizo es el mismo en todos lados.

– Ay, Jose, no te pongas rígida. No podría resistir una ceremonia católica.

– ¿Por qué?

– No sé. ¡Dios es tan difícil! -suspira.

Terminado su rito de las velas me saca de la iglesia y me lleva al patio interior de la casa parroquial. Nos sentamos en el suelo, Violeta prende un cigarrillo. Me ofrece otro.

– ¿Sigues con tus cinco cigarrillos diarios? -me pregunta.

– Como no canto hace tiempo, ni tengo ganas de hacerlo, fumaré lo que sea. No quiero más privaciones que las que ya sufre mi pobre alma.

Me lo enciende y se entusiasma de nuevo.

– Esto te va a gustar: en este lugar sucedió algo muy importante. A principios del siglo dieciocho, ¿sabes qué encontró un cura en esta iglesia?

– ¿Qué?

– El Popol Vuh. ¡Nada menos que aquí se encontró y se tradujo!

– ¡No te creo! ¿Aquí?

– Bueno, no es tan raro. Después de todo, estamos en la zona del Quiche, de donde son las historias del Popol Vuh.

Eso sí me impresiona.

– O sea, le debemos a un cura católico de Santo Tomás ese aporte a la humanidad. ¡Qué notable! Dime, ¿sigues teniendo el ejemplar de Cayetana en tu velador?

– Sí. Y me pregunto dónde lo habrá comprado ella. Pudo haber sido en Antigua, ¿te das cuenta?

– Me doy cuenta.

¿Cuánto habrán trabajado la cabeza y el corazón de Violeta en este tema? Ella quiso seguir los pasos de Cayetana y desentrañarla. Fue su opción. Y si le ha dado paz, bienvenida sea.

10.

Torrencial. Estruendosa, la lluvia. Como si en vez de agua cayeran pequeños roqueríos, estalactitas. Atrás, como marido acompañador del agua, el trueno. Inmenso, fastuoso. Si no supiese que esta casa ha resistido ya un par de siglos y más de una restauración, saldría arrancando.

– ¿Estás segura, Violeta, de que no hay peligro?

Violeta ríe y me invita al corredor para que gocemos, protegidas, la tormenta al aire libre. Sentadas en las banquetas miramos esta mojada cortina. Ni la música ni las voces tienen sentido, la lluvia trae las suyas propias. En Chile esto significaría un catastrófico temporal, con inundaciones y damnificados, cortes de energía y rebalse de los ríos.

– Ya no soy joven, Violeta -le dije súbitamente-. Si algo importante me ha pasado desde la última vez que te vi, es que ya no soy joven. Y por un lado, gracias a Dios.

Le comenté mis últimas percepciones sobre un tema para ella tan obsesionante: el tiempo. Le expliqué que había abandonado la juventud el día en que dejé de consumir los momentos, de vivirlos con rapidez, apurándolos para saber qué venía después. Ignoraba el acontecer en que estaba para saltar al acontecimiento siguiente, siempre ansiosa por vivir lo que, suponía, me deparaba la vida. Mi norte era tan marcadamente el futuro, que apuraba el presente sin atesorarlo. Sin vivirlo. Cuando descubrí el placer de retener cada momento, alargarlo intensamente, concentrándome en él sin soltarlo, inhalándolo como si fuese opio o la fragancia del azahar, entonces dejé atrás la juventud.

– Como bien dices, Jose, gracias a Dios. Estamos en una gran edad. Lamentablemente, la vida se goza sólo cuando se sabe lo efímera que es. Es un lugar común, pero rabiosamente cierto. Y es difícil saberlo en plena juventud.

– Pero tú nunca devoraste el tiempo sin gozarlo, como yo. ¿Sabes cuál era el único lugar donde eso no me pasaba?

– Sí, en la casa del molino.

– ¿Y sabes, Violeta, que no puedo perdonarte por eso?

– ¿Por qué? -parece extrañada, casi con temor.

– Por la casa del molino. El único rencor que te guardo -se lo dije de corazón- es ése: nos dejaste sin ella.

– Eres injusta, Josefa. No les quité el lugar, sólo me fui yo.

– Es lo mismo.

– Podrías haber reeditado los veraneos, no me necesitabas a mí para eso.

– El problema es que sí te necesitaba.

– ¿Tan importante era yo en ese lugar?

– Aquel primer verano, el comienzo del 92, lo recuerdo como una pesadilla. Creo que después de que tú mataste a Eduardo mi vida se fue a la mierda, y la tuya se salvó. ¿No te parece loco?